Lo cierto es que pensaba escribir
un estado de Facebook y poco más sobre la gala con que TVE celebró anoche sus
60 años, pero ya se sabe que tengo la lengua siempre dispuesta (o los dedos
saltarines sobre el teclado), y como el texto empezaba a desbordar en mucho lo
que en demasiadas ocasiones publico (y eso que, bien lo saben los contactos
leales y cómplices, no me recato a la hora de explicar pormenorizadamente qué
estoy pensando -que no lo pregunten, oye, que no provoquen cada vez que uno se
conecta, jajaja-), al final he optado por sacar el arpa del rincón y dejarla
sonar a su aire, dejando para mañana otro escrito en el que ando enredado desde
hace unos días. El caso fue que me puse a hablar sobre la nostalgia y, claro,
no había forma de ser escueto y, sobre todo, ni conseguía ni quería dejar de
ser reiterativo, ya me conocen, porque a las primeras de cambio recuerdo que
Simone Signoret publicó su autobiografía con el espléndido título -a medias
desencantado y a medias irónico, toda una declaración de intenciones de la
honestidad con que acometió la tarea, toda una advertencia del tono general del
volumen-, La nostalgia ya no es lo que
era, a partir de ahí empiezo a tirar del hilo y no paro hasta que vuelvo a
tener todo el ovillo entre las manos, más en estos últimos tiempos en que, a
raíz del bombazo que ha supuesto la entretenidísima y mágica serie Stranger Things, son muchos los que se
han lanzado a cuestionar (sin preocuparse por conocer en profundidad -o ni un
ápice- aquello a lo que dedican tiempo y esfuerzo, anegados en su propio
resquemor hacia todo lo que se haga popular y a ellos les resulte ajeno -en parte
porque no responden al perfil más elemental de espectador para el que ha sido
diseñado el producto, sí, somos conscientes de ello, no nos engañamos ni nos
dejamos comer el tarro, no perdonamos errores ni aceptamos trampantojos, no
engrandecemos virtudes como recompensa por el buen rato pasado, algo que
tampoco es negativo siempre que se reconozca, no nos enrocamos en la cantinela “cualquier
tiempo pasado fue mejor” tal y como afirman estos seres superiores inmunes al
divertimento que carecen del recuerdo, que no mantienen vivas determinadas
emociones, si es que alguna vez las tuvieron-), son muchos los que han
despachado la creación de los hermanos Duffer con un gesto de la mano y se conforman
con tildarla de “operación nostálgica”, arrugando la nariz porque huelen a
naftalina. Primeramente, no es malo tener activos los vínculos con aquellos
años en que empezábamos a descubrir muchas cosas gracias a películas,
canciones, programas de televisión y/o libros, claro que no todos pueden
revisarse porque no aguantan el escrutinio adulto del que los amó cuando era
chaval (y no por eso hay que negar que en su día fueron imprescindibles), pero,
ya que nos acusan de dejarnos embaucar, ya que se supone que no sabemos
discernir conviene incidir en un aspecto clave: en contra de lo que esos sobre
los que venimos advirtiendo afirman, no es tan sencillo convencer al rendido admirador,
al impenitente seguidor, al que ha mitificado (porque nos llegaron en la edad
precisa para ello) aventuras, autores, géneros, formas de narrar, hay tanto
imitador, aprovechado, autoproclamado heredero para intentar apropiarse de unos
laureles que no le pertenecen, proliferan las copias descaradas, los falsos homenajes
que se limitan a plagiar, las -estas sí que sí- operaciones de marketing
diseñadas con escuadra y cartabón, sin contenido ni fundamento, sin alma, sin
capacidad evocadora, sin establecer vínculos, sin provocar disfrute, sin pasión
que las alimente y convoque. Se acepta que la nostalgia es peligrosa en el
sentido de que puede nublar la perspectiva y hacer tambalearse el criterio más
sólidamente formado, a veces resulta indetectable o viene convenientemente camuflada
para que haga efecto cuando no somos capaces de prevenir y detectar su ataque,
pero también lo es (incluso es más perniciosa) para aquel que la utiliza de un
modo artero, ese que juega al tocomocho con las expectativas e ilusiones del público,
el que apela a lo más básico y ni tan siquiera llega a un mínimo tolerable, ese
que es superficial, hueco y demuestra un escaso conocimiento sobre el asunto
tratado.
Así, mientras veíamos la gala en TVE íbamos comentando por whatsapp con
unas amigas la suerte que tuvimos al ser niños, adolescentes, jóvenes en
aquellos años en que sólo dos canales nos ofrecían una programación completa,
variada, de enorme calidad, que se podía compartir con el resto de las
familias, en la que cada estreno era un acontecimiento, nos dejamos llevar por
algunas de esas sintonías que seguimos tarareando, se nos puso la voz melosa,
un brillo acuoso en la mirada, experimentamos un agradable y un tanto agridulce
temblor, mitad emocionado, mitad doloroso, mezcla entre la alegría de lo vivido
y compartido y la pena por los que ya no están aquí para comentar el programa como
tantas veces hicimos, y poco a poco me fui desencantando por la oportunidad
perdida para reivindicar ese legado. Si bien es cierto que técnicamente TVE
echó el resto, en lo demás se repitieron errores propios y ajenos, por momentos
parecía que estábamos ante la entrega de los Goya por supuestos chistes mal
encadenados, diálogos sin gracia, números musicales de pegote, vídeos
lastimosos que lastraban aún más lo que ocurría en el falso directo, un mero
sucederse de gente en escena, una maestra de ceremonias absolutamente
desaprovechada y eso que, como es marca de la casa, Raffaella Carrà derrochó sus
proverbiales simpatía, humildad y naturalidad, aplicándose a la tarea con
oficio pero sin guión que la sostuviese, intentando diluir y atenuar el impacto
de las múltiples fallas estructurales (y por momentos lo logró) con una sonrisa
que jamás parecía forzada y una presencia hipnótica. Es tarea ímproba resumir 60
años de emisión en menos de tres horas, pero debería haberse lucido mucho más y
mejor el impagable archivo de TVE, reducir los números musicales a sintonías,
melodías, canciones relacionadas con aquellos programas inolvidables (sí, El lago de los cisnes es una maravilla,
qué decir de La Traviata -y ese fue
al menos el brindis final-, pero poco pintaban ahí -una romanza de zarzuela o
un número de revista, debido a los programas de García de la Vega, podrían
haber encajado mejor o, al menos, citar a García Asensio o al inolvidado
Fernando Argenta para contextualizar un poco-, aún fueron menos pertinentes esas
versiones exacerbadas y directamente chillonas a cargo de Marta Sánchez y
Mónica Naranjo de temas de Mocedades y Camilo Sesto respectivamente o la
extraña y poco acoplada pareja formada por India Martínez y Carlos Rivera para
hacerse un Mecano), en un formato u otro, sobre el escenario o en las
pantallas, hubiesen debido aparecer tantos rostros y nombres históricos que se
lo merecían (si los que aún viven están físicamente mermados y no quieren/pueden
acudir, se graban vídeos en condiciones y no esos recuerdos -algunos un tanto
desafortunados- así como grabados con urgencia, torpes, con poca garra -o
ninguna-), no se hubiera resentido la gala aunque se hubiese dejado fuera a un
Carlos Latre que patinó estrepitosamente en una de sus actuaciones más
desafortunadas (en su momento fue una Rosa López desopilante pero ayer no fue
capaz de pillarle el punto, eso por no hablar de que ni se aproximó a la voz de
Jordi Hurtado -era más bien, sin parecerse tampoco, Juanjo Cardenal-, hizo de
Anne Igartiburu como si fuese Tamara Falcó o pareció un mal imitador de uno que
cree imitar a Concha Velasco), todo hubiera ido mejor prescindiendo de Ernesto
Sevilla, algo que sirve para lo de ayer y en general (al menos, en los Goya del
año pasado no apareció, veremos qué pasa en poco más de un mes), no hay que empeñarse
en buscar la gracia a esos que no la tienen -y muchos ni la necesitan porque su
labor no es la de hacer reír- (Sergio Martín tenía su aquel en la radio, sin
verle el gestito de tipo encantado consigo mismo, sin ese aire de comisario
político que se le puso en cuanto le dieron un cargo y, entre otras cosas, se
hizo cargante, Pedro Carreño destila ranciedad por mucho que le disfracen,
Roberto Leal debe ser el más gracioso de su grupo de amigos -o así debe creerlo
él y pensarlo ese que se empeña en que demuestra versatilidad y capacidad de
hombre espectáculo- pero satura sólo con asomarse a la pantalla), y, sin entrar
en gustos personales, por trayectoria y relevancia, lo fundamental hubiera sido
agradecer tantos buenos momentos a Torrebruno, Elena Santonja, Rosa María
Sardà, María Luisa Seco, Martes y 13, Rosa María Mateo, las tardes con Pepe
Navarro, Andrés Aberasturi, María Casanova o Manuel Hidalgo, Lalo Azcona,
Alfredo Amestoy, Pablo Lizcano, Joaquín Soler Serrano, Ramón García, Sonia
Martínez, Inma de Santis, los actores que pasaron por los diferentes programas
dramáticos, las series que ni se mencionaron, en fin, demasiadas ausencias e
innecesarias presencias, sobre todo en el brindis final.