Pido perdón por el guiño particular que
supone el título del presente escrito, una humorada con código restringido que
ha de ser explicada (con lo que pierde todo el chiste, ese que en realidad no
tiene o en dosis mucho más reducida de lo que se pretende), no por aprovechar
la coyuntura para practicar la autopromoción (aunque en muchas ocasiones se
impone porque es el único modo de dar a conocer el trabajo de uno), sino para
que tanto el lector leal como el despistado, llegado por azar, incauto, amable y/o generoso que se esté
adentrando en un nuevo desvarío del arpa se sitúe un poco mejor en lo que
empezó a fraguarse en mi mente mientras cerraba con una sonrisa La carne, la novela de Rosa Montero que
Alfaguara lanzó al mercado el pasado septiembre. Empecemos por el final es el modo en que titulamos el prólogo de
nuestro primer libro en común (la primera persona del plural hace referencia a
un servidor y, por supuesto, a Pablo Vilbaoy), Finales de cine (editado por Alianza en 2011), aunque durante un
breve tiempo fue el modo en que nuestro agente (e incluso el editor) se refería
al mismo, tomando la primera frase que aparecía en el documento que enviamos
con la versión que en ese momento se presentaba como final y corregida (después
llegó el momento de estudiar con lupa las galeradas, rastreando erratas,
incorrecciones, inexactitudes, palabras que de repente no satisfacen tanto como cuando fueron escritas -por suerte, siempre hay otras que sí e incluso sorprenden al propio
autor-, esa labor de zapa ciertamente incómoda y a ratos angustiosa previa a la
publicación); con ese aparente oxímoron queríamos resumir el modo en que fraguamos
y fuimos dando forma al libro, cómo un día empezamos a evocar aquellos finales
que habían dejado una huella más intensa en nuestra memoria cinéfila, cómo a
partir de esa secuencia, a veces tan sólo una frase o una imagen, en otras
varios minutos aunque en general nos deteníamos en el último plano, el
instante previo a la aparición de los créditos o de ese mítico y ya desterrado (salvo
excepciones muy contadas) “The End” (o “Fin” o el vocablo correspondiente en el
idioma de origen de la película), cómo reconstruíamos las películas a partir de las emociones provocadas por ese
final, eran ellas las que se imponían a la hora de la evocación, del análisis, del
comentario, cómo la conclusión (por acertada, por coherente, por sorprendente,
por innovadora, por abrir interrogantes, por resumen perfecto de los logros
artísticos, por mil causas -incluso por todo lo contrario: por inapropiada, por forzada, por inane) motivaba una nueva lectura al tener ahora datos que
permitían apreciar mucho mejor el modo en que se nos había conducido hacia ese
lugar, cómo el conocimiento de la misma no impedía seguir disfrutando en cada
revisión (¡Ay, esos golpes de efecto tramposos, rimbombantes, que sólo
funcionan -si acaso- una vez!) e incluso acentuar ese deleite al comprobar cómo
se había ido conformando el puzle y encajando las piezas sin que fuéramos
conscientes de ello. También en ese prólogo nos preguntábamos en qué momento
algo se transforma en clásico y, por lo tanto, podemos destriparlo sin temor a
que alguien se queje aunque, en realidad, tenga todo el derecho a hacerlo; es
decir, nosotros ya avisábamos que contábamos el final de las 77 películas
seleccionadas, al fin y al cabo se trataba de eso, pero en infinidad de
conversaciones, en artículos, en otras obras, en frases hechas, a deshora y sin
advertirlo a los demás (pero dándonos cuenta del hecho, recreándonos en la jugada), no hay recato
en, por ejemplo, hablar sobre el final de Casablanca,
sobre el destino de Emma Bovary o Anna Karenina, gritar a los cuatro vientos
cómo se resuelve Diez negritos, muchos
que no han leído ni una página de Don
Quijote de La Mancha pueden decir cómo termina porque se ha contado por
activa y por pasiva, incluso Susan Sarandon y Geena Davis revelaron qué sucedía
con sus personajes ante la audiencia millonaria que veía la entrega de los
Oscar el año en que Thelma y Louise era
una novedad para muchísimos espectadores y otros tantísimos aún no la habían
visto.
Por supuesto, y no es tirar piedras contra
nuestro propio tejado, lo ideal es evitar cualquier comentario que, de forma
más o menos clara, proporcione más información de la debida e impida que un
nuevo lector/espectador se adentre en el conocimiento de una obra sin más datos
que los que puede recolectar en forma de recomendaciones, declaraciones del
creador, críticas que se ajusten a los estándares debidos e incluso,
permítaseme que haga hincapié en ello porque el asunto me toca de cerca, en la
necesaria ética periodística (porque otra cosa es el examen más o menos
pormenorizado, el ensayo en torno a algo o alguien que, para estar sólidamente
cimentado, para desarrollar el análisis, para explicar una teoría, unas
conclusiones, un objeto de estudio, debe señalar ejemplos en forma de citas,
construirse a partir de lo que se estudia y ahí hay que detallar
intencionalidades, sucesos, personajes, diálogos, pero quien llega hasta ese
tipo de trabajos sabe lo que va a encontrarse -es lo que demanda- y en muchos
casos conoce también aquello sobre lo que se habla). Nunca olvidaré mi estupor
(y posterior cabreo) cuando en una crítica sobre Atracción fatal, recién estrenada en España, se explicaba con pelos
y señales el final (ese, por cierto, que fue añadido cuando el público de los
primeros pases rechazó el original) y, por lo tanto, fue imposible experimentar
la misma tensión (en el sentido de ir rumiando “¿cómo va a terminar esto?”) que mis compañeros de butaca, jamás perdonaré a Luis Antonio de Villena (entre
otras cosas) que, presentando junto a Consuelo Berlanga un libro de Juan Pando
el día antes del estreno de Salvar al
soldado Ryan, le lanzase una andanada que incluyó revelar el destino de los
personajes, el mismo que aparecía bien explícito en su artículo del día
siguiente en El Mundo, sin hacer caso de los ruegos del público cuando se vio
la deriva que sus palabras tomaban, contraviniendo la regla básica de toda
crítica en lo que al oficio se refiere, la misma que vulneró un profesor en la
Facultad (José Carlos García Fajardo, ese ser misericordioso y gran rezador,
misógino y totalitario -por no decir algo peor-) con Rain Man, gritando para colmo más que en otras ocasiones porque
Alejandra se atrevió a decir “¡Ay, no la cuente!” (“¿Ustedes van a ver una
película sin informarse primero?”, ahora resulta que estar bien informado es saber cómo termina una historia antes de tener acceso a ella, pero ninguno replicamos, por supuesto, como
para menearse cuando el tirano despotricaba). Alfred Hitchcock hizo todo lo posible por que no trascendiera
el final de Psicosis en el momento de
su estreno, incluso grabó una espléndida presentación en la que confundía y
embarullaba un poco más la trama, hizo correr rumores, noticias falsas, todo en
aras de preservar la carambola final (esa, por cierto, volvemos a nuestro
prólogo, de la que hablamos dando por hecho que todo el mundo la conoce, esa
que los nuevos espectadores tienen clara antes de ver la película por primera
vez), del mismo modo Rosa Montero (sí, ya regreso al origen, mil disculpas como
siempre por mi incontinencia verbal -y escrita-) ruega en los agradecimientos
de La carne que el lector guarde
silencio, que no revele más de lo necesario, que permita que otros puedan hacer
el viaje literario en las mismas condiciones en que ellos lo están concluyendo
en ese momento (esto no lo dice, pero lo añado inspirado por sus educadas
y pertinentes palabras).
Y no es que la novela se sustente
exclusivamente en las sorpresas de las páginas finales, no es una historia de
misterio o narrada en ese código, pero el modo en que la autora, con suma
naturalidad, va dando la vuelta a lo que dábamos por sentado, transforma
nuestra mirada de manera imperceptible pero certera, manejando los tiempos y
los tonos con maestría, imprimiendo un tempo preciso y brillantemente ajustado
a sus intenciones, la escritura implacable e impecable que Rosa Montero desarrolla
en La carne merece ser conocida sin
más, sin tan siquiera esbozar por dónde van los tiros, dejando que sea el cauce
de los acontecimientos el que nos conduzca a la velocidad deseada por la autora
hasta una conclusión que, más allá de la pericia con que la ha ido difuminando
(puede que algún lector perspicaz sea capaz de juntar piezas), satisface y
congratula porque, dejando a un lado estos aspectos que la propia Rosa pide se
silencien en las recomendaciones que se hagan (esto tampoco lo dice ella,
siempre humilde y discreta, lo añado yo porque me parece de justicia, porque es
una novela que hay que recomendar mucho y bien alto), cuando uno cierra el
volumen es consciente de haber asistido a toda una crónica ácida, autocrítica,
con la dosis justa (y necesaria: démonos una vía de escape) de parodia de una
sociedad muy reconocible (la nuestra -y en mi caso concreto me toca muy de
cerca porque gran parte de los escenarios de mi novela son los del barrio en
que vivimos, la calle Vergara es, por ejemplo, la que siempre utilizo en el
paseo con Dobby para ir regresando a casa-), una novela en la que Rosa Montero
ha sido muy libre, se lo ha pasado muy bien (o al menos es la sensación que a
uno le inunda en cada página), ha sabido combinar a la perfección sus diferentes
estilos, ha mezclado con suma habilidad su probado oficio, su autoridad a
la hora de trazar semblanzas, perfiles, retratos de personajes históricos,
integra a la perfección en la trama esta faceta con la de articulista de ojos
abiertos, oído atento y humanidad imbatible, dejando muestras esparcidas que no
interfieren en la acción (incluso la posibilitan y enriquecen) de su permanente
activismo, de su inagotable capacidad para empatizar y defender al débil, al
oprimido, al silenciado, al marginado y, por encima de todo, deja claro su
pulso firme como novelista, arrastrando al lector con honestidad y sin artificios,
con una prosa que rehúye cualquier énfasis o ampulosidad, implicando porque
sabe ser cercana, porque Soledad Alegre (¡Qué nombre galdosiano más bien
traído!) tiene algo de cada uno de nosotros, porque se erige en portavoz de
injusticias -o que nos parecen tales- que sufrimos en el día a día (y aunque
podamos poner cosas en común entre ambas, Rosa ha creado un personaje, no es su
propio trasunto, no es la autora imponiéndose -de hecho, ella se reserva, con
su propio nombre, una aparición muy cómica, descacharrante, toda una
declaración de intenciones del aliento principal de La carne, un maravilloso ejemplo de cómo saber reírse de uno
mismo-). ¡Qué gran noticia es que alguien a quien tanto se admira por sus
entrevistas, por sus reportajes, por sus textos biográficos, por prospecciones
íntimas tan mágicas como La loca de la
casa y La ridícula idea de no volver
a verte, por una distopía tan llena de poesía como Temblor, por una novela tan esplendorosa como Historia del Rey Transparente, por trabajos tan diferentes, siga
explorando, reinventándose, añadiendo razones para respetarla, quererla y
seguirla! (confío en haber cumplido con el pacto de no irme de la lengua, ya ven que ni siquiera he esbozado el argumento -aunque me muero de ganas por poder comentar La carne con Pablo en cuanto la termine-)