Las librerías de lance eran (y lo siguen
siendo) un paraíso para aquel adolescente que leía desde que tenía uso de razón
(el tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de los coches que estaban
aparcados en el camino que recorríamos hasta la Dehesa de la Villa), sumergirse
en aquellos anaqueles a punto de estallar porque los volúmenes estaban apiñados
y metidos con calzador, rebuscar entre los que se amontonaban en las mesas,
dejarse sorprender por lo que aparecía en la mano casi por arte de magia, encontrar
lo que uno pensaba era inencontrable, rastrear hasta dar con un tesoro
largamente anhelado, dejarse atrapar, envolver, cautivar por ese olor a papel
manoseado o viejo que parece el perfume más embriagador cuando te asalta sin
remisión al abrir un libro, acariciar lomos y portadas, en definitiva, sentirte
a tus anchas, hacer realidad el sueño de estar rodeado por libros sin temor a
poder quedar sepultado, envidiando a Bastián que fue abducido por La historia interminable y se transformó
en uno de sus personajes, recibir innumerables impulsos y despertar (aunque
rara vez estuvo, está o estará dormido) el insaciable apetito de lector voraz e
infatigable. Y en una de esas incursiones, hace ya mucho tiempo, antes de
reconocer el nombre de un autor al que aún no había tenido ocasión de leer (el
tiempo es siempre un bien escaso para el que podría vivir en su sillón
favorito, bien pertrechado, acondicionado y aprovisionado, abandonándolo lo meramente
imprescindible para el descanso y las necesidades ineludibles del cuerpo) y,
sobre todo, identificar un título que me había sido recomendado en más de una
ocasión, un volumen impuso su presencia anunciando en la portada que me
encontraba ante “la mejor historia de fantasmas de toda la literatura
universal” y el tiempo se detuvo unos instantes hasta descubrir que se refería
a Otra vuelta de tuerca de Henry
James, como ya digo alguien sobre quien había escuchado elogios encendidos de
algunos de mis maestros en la aventura lectora, quienes habían mencionado en
concreto la narración que servía como título a la recopilación de algunas de
sus novelas cortas (o relatos largos, como se prefiera, en realidad una mezcla
de seis piezas de variada extensión, hay una -Lo mejor de todo, traducido como el resto por Soledad Silió- que
ocupa menos de veinte páginas mientras que otras -En la jaula y la que da nombre al conjunto- se desarrollan en unas
cien) que se presentaba como manjar apetitoso y no tardó en ser abonada junto a
las otras piezas hechas mías aquella tarde. Poco podía imaginar que lo que iba
a descubrir entre sus páginas era mucho más de lo que esperaba porque Henry
James practicó con maestría, esmero y profusión diferentes géneros, estilos y
longitudes según lo que cada narración precisase, y a la sorpresa inicial de que
Otra vuelta de tuerca no fuese una
historia de fantasmas al uso (al menos no respondiese a aquello que uno, aún en
pañales en el asunto, tenía como esquema clásico y recurrente) se fue sumando
el hecho de que sus compañeras de volumen fuesen, como suele decirse, cada una
de su padre y de su madre, en el sentido de que, más allá de ciertos rasgos
estilísticos, de ciertas características comunes, de la firmeza en el trazo, de
la hondura psicológica, de un pulso que reconocer como sello del autor, poco
tenían que ver entre sí e incluso algunas no podían ser catalogadas de “historias
de fantasmas” (aunque entre ellas se encontraba El banco de la desolación, una de las cumbres jamesianas), pero no
me sentí estafado porque con lo que temblé gracias a Otra vuelta de tuerca me llegó para el resto, al margen de que
James sabe provocar angustia, aprensión, malestar, incomodidad o terror de mil
formas distintas y de manera sutil, imperceptible, te rodea de una atmósfera
ominosa y opresiva antes de que puedas percatarte de ello, y cuando te das
cuenta ya es tarde para abandonar la lectura (y el miedo se experimenta con
sumo placer gracias a su deslumbrante prosa).
Seguí picoteando aquí y allá en la
producción del autor nacionalizado británico al final de su vida aunque nacido
en Nueva York, pero el acicate definitivo para convertirme en uno de sus más
rendidos admiradores lo recibí, como tantas cosas, cuando conocí a Pablo,
apenas habíamos cruzado unas cuantas conversaciones (varias a través del
ordenador) cuando, compartiendo desde el principio pasiones literarias, me dijo
que le gustaba mucho escribir y que se conformaría con tener una sola obra, no
le importaría no ser capaz de nada más, siempre que esta pudiese ser comparable
a Retrato de una dama. Puesto que la
adaptación de Jane Campion me había dejado bastante frío, la novela llevaba mucho
tiempo en casa pero no había pasado de hojearla un tanto distraídamente en
alguna ocasión, como los lazos afectivos se iban estrechando a gran velocidad,
puesto que Pablo iba a venir a Madrid en breve, pensé que nada mejor que hacer
coincidir su vista con mi lectura, auspiciado por los elogiosos, vibrantes y
emocionados comentarios con los que Pablo me fue allanando el camino para que
esa obra magistral que deja pequeño cualquier adjetivo por muy encomiástico que
sea me obligase a pasar páginas casi en un estado delirante (y son unas
cuantas, depende de la edición: Penguin Clásicos la publicó en 2015 en la misma
colección que el volumen que en seguida desgranaremos y en esa oportunidad
alcanzó más de 800), bebiendo el texto con ansia pero pudiendo deleitarme,
perplejo ante la brillantez de un autor prolijo y detallista que, al mismo
tiempo, sabe mantenerse en una ambigüedad e inconcreción que permite a los
personajes mantenerse vivos, no caer en lo arquetípico, guardar alguna
sorpresa, ser tan enigmáticos como, incluso sin pretenderlo, nos resultan los
que nos rodean o podemos serlo nosotros para los demás, no siempre es fácil
adivinar cómo actuaremos a continuación, resulta imposible tenerlo todo
previsto, James es un maestro en despejar incógnitas aunque su hábitat casi
natural es la tierra de nadie, lo que no puede explicarse, lo que sencillamente
sucede, esas zonas de penumbra que nunca somos capaces de iluminar
convenientemente, la rareza cotidiana de vivir y convivir, en realidad, la
mayoría de sus historias podrían ser consideradas de terror, de una forma u
otra, en un sentido muy amplio, una de sus máximas virtudes (y abunda en ellas)
es la de mezclar lo real con lo sobrenatural hasta conformar un conjunto
indisoluble, algo fácilmente perceptible si estamos mínimamente atentos y no
nos encastillamos tras el racionalismo más atroz y reduccionista, no hace falta
tener una imaginación desbocada (de hecho, no es buena consejera en estos
asuntos) para percatarse de los variados sucesos que protagonizamos o de los
que somos testigos y que después somos incapaces de narrar, concretar,
explicar(nos), comprender, desentrañar los porqués o el cómo.
Todos estos aspectos y otros muchos quedan
perfectamente desarrollados (y disfrutados) en el gozoso volumen que, con el
título genérico de Fantasmas, Penguin
Clásicos editó a principios de 2016, siguiendo la recopilación que Leon Edel,
una de las máximas autoridades (si no la máxima) en Henry James, llevó a cabo
en 1948 de los dieciocho relatos del autor que se han considerado de temática
fantástica, aunque se ha optado por incluir el prólogo y los prefacios a cada
narración (reveladores y apasionantes, pero, como el propio Edel indica, es
conveniente dejarlos para el final, leerlos como complemento y, así, evitar
revelaciones que estropeen las inevitables y deseadas sorpresas de una primera
lectura) que el editor y estudioso reelaboró y añadió para la edición
definitiva de 1971, titulada Stories of
the Supernatural para incidir en los aspectos psicológicos y dar cuenta del
interés de James por las ciencias ocultas. Fantasmas
sólo ofrece doce relatos, puesto que Otra
vuelta de tuerca ha tenido su propio volumen en la colección, al igual que
los cinco restantes aparecieron en la antología titulada Relatos, llevada a cabo por Luis Magrinyà y también aparecida en el
mismo sello, pero eso no supone ninguna merma ni se resiente la calidad del
conjunto, en parte porque a Henry James siempre se le está descubriendo,
siempre resulta nuevo, porque cualquiera de sus páginas merece un lugar de
honor, porque ya en sus cuentos más tempranos se percibe el talento aunque sea
incipiente, aunque se pliegue a ciertas convenciones, aunque aún titubee y esté
probando, la ordenación cronológica de Fantasmas
permite comprobar su evolución, cómo fue dejando atrás rémoras o vicios de
principiante, cómo fue desplegando su incontenible arte, cómo fue llenando su
pluma de intenciones, de puntos suspensivos, de matices, cómo fue engrandeciendo
su prosa, cómo regresó a temas que le preocupaban, cómo trabajó incansablemente,
cómo cuidaba, meditaba y no descuidaba ningún detalle, cómo, sin artificios ni alardes
de virtuosismo, sin obviedades ni simplezas, fue descorriendo velos o, cuando
le convino como recurso dramático, añadiendo los propios a las peripecias
vitales de sus personajes. El volumen se completa con ¿Hay vida después de la muerte?, un ensayo aparecido en Harper´s Bazaar en 1910, quizás
excesivamente teórico, pero que demuestra el concienzudo trabajo de
investigación y documentación que Henry James llevaba a cabo antes de escribir,
combinando intereses particulares con el deseo de responder algunos
interrogantes que, quien más quien menos, todos nos hemos planteado en alguna
ocasión, motivo por el que sus historias siguen cautivando y han trascendido
cualquier género en que puedan ser englobadas, razón por la que sus escritos
son más pertinentes y actuales que muchos de nuestros contemporáneos, no hay
más que abrir Fantasmas por dónde se
quiera, incluso al azar (me permito recomendar por encima de los demás, El alquiler del fantasma -con traducción
de Carlos Pujol y Vicente Riera-, Nona
Vincent -con traducción de Luis Magrinyà- y La vida privada -con traducción de María Luisa Balseiro-), para
confirmar (o descubrir) que la prosa de Henry James está en plena forma, lista
para ser vivida (y sentida)… incluso más allá de la propia vida (y como el
propio autor dijo, si alguien opta por no creer en los fantasmas porque así se
siente más seguro, que al menos no los moleste… por lo que pudiera pasar).