Suele decirse mucho aquello de “que Dios te
libre del día de las alabanzas”, porque bien se ha demostrado que, en cuanto se
hace público el fallecimiento de alguien a quien en vida negamos el pan y la
sal o, sencillamente, ignoramos (y no nos referimos sólo a prestar más o menos
atención, sino a no saber nada sobre su obra y méritos, a, directamente, desconocer
su existencia), empiezan a proliferar como las setas después de unas buenas
lluvias (sobre todo ahora gracias a las redes sociales) panegíricos, lamentos,
obituarios, evocaciones, recordatorios que en demasiadas ocasiones son fruto
del copiar y pegar o del compartir que tanto abunda por aquí, ese querer formar
parte de lo que se percibe como mayoría, ese no quedarse fuera del sentir
general (o de lo que es así llamado) aunque ni se lea lo que se retuitea (y eso
que el tope son 140 caracteres, no digamos nada si se trata de artículos,
reportajes, textos más largos o vídeos que superen el minuto y medio de
duración -seamos generosos con el tiempo que alguien está dispuesto a dedicar a
algo antes de seguir navegando, saltando de aquí a allá, pegando más brincos
virtuales que una ficha de parchís que se va merendando las del equipo
contrario-), hay mucho papanatismo en ciertas glosas que, según de dónde o
quién vengan, sólo sirven para confundir al receptor (sin ir más lejos, hoy
mismo, al despedir a Leonard Cohen hay muchos que hace apenas un mes
recriminaban a la Academia Sueca la concesión del Nobel de Literatura a Bob
Dylan y ahora, tal vez también lo hicieron en su día, la contradicción es la
misma, se deshacen en elogios hacia el jurado que concedió al autor de Suzanne el Príncipe de Asturias de las
Letras en 2011 -entonces se llamaba así, ¡con lo fácil que hubiese sido, puesto
que es lo que es, denominar al galardón con la palabra Principado y, así, no
hubiese practicado, una vez más, ese machismo ancestral, consentido, refrendado,
latente y palpable!-, te topas con gente que en infinidad de ocasiones han
hecho mofa del modo de susurrar canturreando de Cohen o le han considerado un
antídoto infalible contra el insomnio -un servidor, sin ir más lejos, no lo
oculto, por eso guardé silencio en mi muro de Facebook, no me alegra su muerte,
desde luego, pero tampoco la siento como una pérdida en lo que a mi particular
mitología de gentes a las que adorar se refiere-, pero ahí están colgando
vídeos del artista o la traducción de alguna de sus canciones y hablando de su
maestría y utilizando calificativos de los que se ha burlado mil veces cuando eran
otros los que los empleaban para cantar, nunca mejor dicho, las excelencias que
ellos encontraban en aquel que musicó esplendorosamente, a cada uno lo que es de
cada uno, el Pequeño vals vienés de
Lorca -me refiero a conversaciones privadas, a charlas distendidas en las que
no se utilizan caretas ni imposturas (o eso queremos creer cuando entramos en
el terreno más íntimo), aunque he sorprendido a uno que expresó su descontento
en público y ahora parece el admirador más desolado del mundo-). Pero, por otro
lado (o siguiendo en el mismo en realidad), en España solemos ser muy ingratos,
muy cicateros, muy poco o nada pródigos en homenajes, reediciones, reposiciones,
celebraciones, estudios, relecturas (tampoco es que destaquemos demasiado en
lecturas, ¡como para repetir! ¡Qué ingenuo es uno!), reivindicaciones,
recuperaciones, en la salvaguarda de nuestro legado cultural, ahí está la
diferencia entre lo sucedido durante este 2016 en torno al IV Centenario de la
muerte de Cervantes y al de Shakespeare, aunque a los ingleses, a los
británicos en general, no les hace falta esperar a una fecha señalada para
festejar a sus autores, no se ven obligados, como en estos lares, a lanzar fuegos
de artificio que no dejan huella, a preparar un tanto a la carrera, cuando se
hace, solemnidades huecas que estallan como las burbujas del champán con que en
estas ocasiones (y en tantas otras) brindan las autoridades de cara a la galería,
organizando y utilizando el acto para su mera promoción personal. Aquí todos
los esfuerzos se van en localizar unos huesos, más, de nuevo, como posible
medalla que alguien pueda colgarse que como acto de justicia, de honra
necesaria, de estímulo y auténtico logro para que un escritor universal forme
parte (como sí sucede con el Bardo en su tierra natal) del sentir popular, de
aquello que se hereda y siente como propio, que se vive cotidianamente, que no
hay que esforzarse para conocer y amar (aunque ellos no bajan la guardia, por
eso consiguen esa implantación gozosa, no hay dolor ni sangre, es el público
quien lo demanda, son los niños los que aprenden fragmentos o participan en
montajes amateurs sin vivirlos como una obligación sino como una diversión),
aquí se pierde el tiempo en discusiones que descienden a lo más bajo (e incluso
rastrero), que olvidan el motivo principal de las mismas (y la altura intelectual,
las posibles aportaciones, la devoción que a veces es tan sólo supuesta por
Cervantes) para saldar cuentas pendientes y poder exhibir el título de “máxima
autoridad” con que sentirse por encima del resto, pero de hacer pedagogía, de
enseñar, de infundir y difundir, de aquello que consiguió con enorme
naturalidad y proporcionando disfrute y deleite una serie de animación (que uno
no dejará de añorar y reivindicar), consiguiendo que, con apenas 10 años, más
de uno intentase (y concluyese) la maravillosa aventura de adentrarse en las
páginas de ese libro al que siempre nos referimos como El Quijote.
Así, por ejemplo, el pasado 29 de septiembre
se cumplían cien años del nacimiento de Antonio Buero Vallejo, un nombre imprescindible
para hablar, entender y amar el teatro español del siglo XX, pero no había en
cartel ninguna de sus obras, algún acto aquí (sin la dimensión ni la
proliferación que hubieran sido deseadas) y una exposición allá (un tanto raquítica
y mal promocionada) ha sido todo a lo que ha podido recurrir el espectador que
anhela mantener la memoria viva y activa (y a la página web de RTVE donde, con
cierto descuido -característica general, por desgracia, del modo en que se
trata ese magnífico archivo de lo que en su día fueron emisiones que inyectaban
el dulce veneno del teatro-, pueden encontrarse algunas páginas doradas de los
espacios dramáticos que TVE emitía en horario de máxima audiencia -sí, era la
única, sí, siempre ha sido un juguete a mayor gloria de quien detentase el
poder, sí, se ha utilizado sin recato como difusora de propaganda, ¡pero hay
que ver cuánto le debemos en lo que bagaje cultural se refiere!-, muchas de las
cuales se deben a escritos originales del dramaturgo guadalajareño). Algunos
han escurrido el bulto alegando la poca o nula predisposición y colaboración de
los herederos de Buero, aquiescencia que no es imprescindible en según qué
asuntos, por un lado, aunque esto colisiona frontalmente con lo que su viuda,
la actriz Victoria Rodríguez, declaraba recientemente en una entrevista
concedida a ABC cuando Juan Ignacio García Garzón se extrañaba de que ningún
teatro público hubiese programado este año alguna obra del autor: “Claro,
parece que para eso no hay dinero. Y además, le voy a contar más cosas, ha
habido un director que quería montar Las
cartas boca abajo y yo hice gestiones para que en Castilla-La Mancha le
programaran en algún teatro. Pero no ha sido posible, y si usted ve las cosas
que hay allí anunciadas se le caen los palos del sombrajo. Supongo que es
consecuencia del chanchulleo político que hay, no quiero pensar que sea por no
hacer un Buero”. El caso es que, más allá de que se le siga estudiando en
institutos y universidades (aunque ignoro con qué intensidad y detenimiento, al
menos cuando cursé COU, entre 1987 y 1988, Historia
de una escalera era uno de los textos obligatorios en la asignatura de
Literatura, de hecho fue una de las preguntas que hubo que responder en el
examen de Selectividad), Buero Vallejo siempre queda un tanto arrinconado, hay
quien no le perdona su aparente connivencia con el franquismo, se le reprocha
que optase por seguir escribiendo pese a la censura, se pasa por alto su
condición de represaliado (lo importante es lo que escribió, pero ya que
algunos sacan a relucir lo meramente político para considerar dignos de
recuerdo a unos, que no siempre merecen la atención que se les presta,
convendría entonces conocer también la peripecia vital de alguien que, por
ejemplo, estuvo afiliado al Partido Comunista y trabajó por su reorganización
tras la Guerra Civil, compartió presidio con Miguel Hernández, estuvo condenado
a muerte, fue prohibido por esa censura contra la que hay quien llega a afirmar
no luchó, la esquivó con argucias literarias, con sutilezas, alegorías y
simbolismos que conforman un espléndido corpus dramático que todavía apabulla y
conmueve), se ignora qué y cómo cuentan injusticias, miserias, tragedias,
enfrentamientos contra el opresor, cómo se persigue, aboga, defiende y clama
por la libertad en creaciones como la ya citada Historia de una escalera (estrenada de tapadillo y para cumplir
con las bases del Premio Lope de Vega, que sorprendentemente obtuvo, puede que
el jurado se quedase en lo superficial, como tantas veces la censura que sólo
prohibía lo obvio, lo que no se andaba con tapujos ni recurría a subterfugios
-aunque les colaron golazos de antología-, o aquellos que debían controlar el
fallo no supieron hacer su trabajo represor, un éxito clamoroso e inmediato que
no se pudo evitar/ocultar), se desconocen La
fundación, Un soñador para el pueblo,
El tragaluz, El concierto de San Ovidio u Hoy es fiesta, impactos en plena línea de flotación del franquismo
aunque algunas puedan parecer ingenuas, conformistas, nada combativas.
Sí lo fue, y mucho, otro nombre a recuperar,
Alfonso Sastre, de hecho se enfrentó a Buero, el llamado y reconocido posibilista, su opuesto porque Sastre abogaba y denunciaba la
imposibilidad de escribir bajo el yugo de la censura, presentando a pesar de todo (o precisamente por ello) un teatro
claramente comprometido, vigoroso, potente, todo un escupitajo en el
rostro del Régimen que, en cuanto fue consciente de la fuga que suponía Escuadra hacia la muerte en su férreo muro de contención, se aplicó con
la furia represora habitual y prohibió las representaciones de esa función en
el María Guerrero en 1953 (dirigida por Pérez Puig e interpretada por, entre
otros, Adolfo Marsillach y Juanjo Menéndez), sólo tres días después del
estreno, no regresando a las tablas comerciales, al teatro público o privado
(sin embargo, era el texto que más elegían estudiantes como trabajo de fin de
curso o carrera, así como muchas compañías amateur), hasta hace poco más de un
mes en que, en un acto de pura justicia, se reestrenó con todos los honores en
el mismo lugar en que fue apeada de escena, es decir, el María Guerrero, actualmente
una de las sedes del Centro Dramático Nacional. Es una lástima que Paco Azorín
haya pensado que el texto debía retocarse, manipularse, variarse, reforzarse (como
si lo necesitase) con las palabras de Bertolt Brecht (por mucho que entronque
con Sastre, cada uno es cada uno y merece su espacio y nuestra atención sin interferencias ni remezclas, en todo caso, que se anuncie que el texto
es un refrito, una adaptación, una versión, una inspiración, que no se utilice
el nombre de nadie en vano o dando, en parte, gato por liebre), recargarse con
proyecciones, sonidos, no dejarlo expresarse por sí mismo, ahogándolo en una
escenografía que termina por jugar en contra del montaje al fagocitar lo
fundamental, es decir, la palabra, aquella que se prohibió, reprimió, silenció,
la que es magnífico se pueda conocer, representar, difundir y, de nuevo, sin
tener que incidir en lo político para que alguien lo lleve a cabo, claro que hay
mucho de ello en cada palabra, en cada personaje, pero lo que queda es el
conjunto, la calidad de un autor más allá de posicionamientos, ideologías y
filiaciones, una época a seguir estudiando que no precisa de actualizaciones,
retoques, atribuciones, estrambotes, reinterpretaciones, al menos hasta que la conozcamos
suficientemente, y si algo se queda antiguo, porque así sucede, si lo que en su
día fue rompedor, novedoso, bien recibido (o prohibido) pierde validez, fuerza,
pertinencia -ojalá así fuese en parte, ojalá se pudiese hablar en pasado de ciertas catástrofes, de ciertos dramas, de muchos desastres, aunque el triunfo de Trump, por no
referirnos a lo que tenemos más cerca, hace pensar que aún se necesitan autores como Sastre o Buero
que, con un tono u otro, den esperanzas o aporten desolación (cuando no las dos
cosas alternativamente), den voz a los que sufren, a los que no se escucha,
saquen a la luz los desmanes, los crímenes, los abusos-, si algo queda como
testimonio de otro momento, así debe ser, es decir, no negar la Historia, no
cambiar las palabras de nadie. De todos modos, a pesar de la estridencia del
montaje, de ese ruido que, dando al término el sentido que tiene en el mundo de la comunicación, ensucia el
mensaje, obstruye el discurso, a pesar de ese clamoroso error de casting que es
Julián Villagrán, a pesar de que se ha reducido a Sastre y menguado su voz tronante, si Escuadra hacia la muerte les pilla a
mano puede ser un buen primer paso para entrar en el universo de un autor que
debe seguir representándose, igual que Buero Vallejo y tantos otros.