viernes, 4 de noviembre de 2016

VERÁN QUE TENGO MI ALMA EN LA HABANA







  No recuerdo si fue a raíz de un comentario escrito por él mismo o porque participaba en la conversación provocada por una noticia compartida por uno de sus contactos(me suena más lo segundo), el caso es que, atendiendo como tantas veces a la siempre interesante y estimulante participación del admirado Toni Hill en Facebook, me encontré con que se hablaba entre escritores, gentes del mundo editorial y algún que otro intruso como un servidor (aunque el debate versaba sobre cifras de ventas, recepción de títulos y autores, es decir, los lectores éramos el punto de partida y llegada) sobre novela negra, sobre la sobreabundancia de publicaciones que usaban el género como reclamo (en ocasiones, demasiadas, sin que las novelas en cuestión tengan nada que ver con el asunto, ni siquiera remotamente por mucho que haya un cadáver -o varios-), sobre el abuso de la etiqueta, sobre las promociones orquestadas en torno a lo que, sin ningún tipo de reparo, hay que denunciar como estafa (porque eso es anunciar una cosa y venderla como tal para que el contenido del libro esconda otra muy distinta -y lo mismo valdría para aquellos que firman una novela y después se demuestra que la ha escrito otro, increíble que alguien así tenga un programa con altos índices de audiencia, una revista mensual, sea considerada por alguien como referente y tenga la confianza de no sé cuántos millones de espectadores, al menos los iletrados de la misma cadena reconocen que sus memorias, reflexiones, recetas y demás ambiciones sólo están dictadas, insinuadas, explicadas a alguien que conoce y practica el oficio o al menos se le supone-), la charla virtual se había centrado en las progresivamente menguantes ventas de lo negro, hablando en términos muy generales, y de cómo algunos autores considerados fundamentales no superaban determinado nicho por mucho que se hablase de ellos en términos superlativos. Eran varios los comentarios que señalaban un asunto que, de una forma u otra, es recurrente en este blog, fundamentalmente porque los fieles conocen de sobra mi pasión por el género, por lo detectivesco, por lo policial (y hoy más que nunca me encanta usar esta palabra, en seguida verán por qué): ante la constante aparición de títulos, ante la publicación compulsiva de volúmenes que se anuncian como el último grito, la nueva tendencia, la reescritura más original, la reelaboración definitiva, la enésima vuelta de tuerca, la reinvención anhelada (eso por no hablar de los supuestos herederos de los autores canónicos, las nuevas reinas del crimen y demás imitadores), el lector se siente sobrepasado, asfixiado, no puede estar al día por mucho que lo procure, termina por confundir a unos con otros (algo muy fácil puesto que hay demasiados que escriben con planilla, no tienen alma, no aportan, no se recuerda nada de lo leído al cabo de no demasiado tiempo -incluso, llegado el caso, se duda haberlo hecho-), se hastía porque, por mucho que entusiasme algo, un lector empedernido mezcla épocas, géneros, estilos, no sólo de novela negra vive un ratón de biblioteca como el que suscribe. Precisamente por todo esto, se vive una epifanía, un entusiasmo inagotable, un placer infinito, una celebración de la literatura cuando uno se topa con un autor que, por un lado, desmiente (como Hammett, como Chandler, como P. D. James, como Giménez Bartlett, como Vázquez Montalbán, como González Ledesma, como tantos) esa falsedad que cierta facción crítica e incluso algunos editores han difundido y siguen haciéndolo relativa al hecho de que este género no necesita buenos escritores, basta con que sean efectivos, hay quien osa afirmar que los lectores de algo tan ínfimo rechazan “la literatura”, y, por otro, no reniega del género ni lo malea o pervierte, no se aprovecha de su difusión para dar gato por liebre, lo asume, le imprime un color particular, se muestra cuidadosamente ortodoxo en lo formal para permitirse todo tipo de heterodoxias en el desarrollo, en la escritura, en la voz narrativa, siempre con el máximo respeto y sin perder de vista que, con sus particularidades, esas que le han ganado menciones, distinciones, galardones, lectores (sin olvidar que su producción literaria se desarrolla en diferentes ámbitos y estilos), lo que pretende (y consigue) es escribir una novela policial, como repite una y cien veces Leonardo Padura, el magnífico escritor cubano con quien un servidor tuvo el honor de conversar en Madrid a finales del pasado septiembre cuando vino a presentar junto a Félix Viscarret y Jorge Perugorría la adaptación televisiva de las cuatro primeras novelas protagonizadas por Mario Conde, su ya imprescindible y antológica aportación al género negro.
   Esta tetralogía conocida como Cuatro estaciones podrá verse en 2017 en TVE, pero como adelanto se estrenó en salas cinematográficas el segundo capítulo, Vientos de La Habana inspirado en Vientos de Cuaresma, y no repetiremos lo que ya escribimos en Celuloide en vena para no abusar de la paciencia de esas personas amables que continúan visitando ambos blogs, aunque tampoco hace falta haberlo leído para continuar ahora con la lectura (si es que han tenido el valor de llegar hasta este renglón). Puesto que las novelas conforman un ciclo cerrado (aunque pueden leerse desordenadas y no hace falta leer las cuatro si no desea), se optó por rodar las cuatro películas consecutivamente, porque así se concibieron como filmes independientes (igual que su precedente literario) aunque mantengan el espíritu seriado que Padura fue incorporando a las historias según las iba escribiendo, ya que en un principio no pensó que Mario Conde fuera a protagonizar más de un título: “En Pasado perfecto [el primer título que publicó] necesitaba un personaje que fuera el investigador y tenía que ser policía para que fuese verosímil en la Cuba de 1989. Con el tiempo me cargué la verosimilitud, le puse a comprar y vender libros viejos, si bien ahora no hace investigaciones como policía y por eso mantiene el contacto con los que fueron sus colegas, por a veces necesita recursos que no tiene como civil. Lo cierto es que Conde nació como personaje utilitario, hasta que pensé en escribir el cuarteto y lo que era un esqueleto se fue cubriendo de carne. Es que ocurrió algo muy bonito: resulta que Pasado perfecto iba a ganar un premio en Cuba pero se le dijo al jurado que no podía hacerlo y, por lo tanto, tuve que publicarla en México, pero como todo el mundo que pudo leerla en Cuba me dijo que le gustaba mucho el personaje decidí darle más vida”. Y es que Mario Conde es la voz de una generación, una conciencia llena de contradicciones, de prejuicios (y no quiere perderlos, en parte al menos, le son útiles para afrontar y enfrentar las investigaciones en que se ve envuelto), una voz muy crítica consigo mismo y con la sociedad cubana, en esos aspectos es donde Padura es, al mismo tiempo, muy ortodoxo, fiel a un tipo de novela que nació en plena Gran Depresión, como un grito, como una denuncia, como testimonio descarnado, componente social imprescindible para que el género sea lo que es, pero imprimiendo esa “cubanidad” que le hace único: “Con estas novelas policiacas me he propuesto algo que en realidad entronca con el resto de mi obra, porque aparece en mi periodismo, en mis ensayos, en mis guiones, quiero hacer una crónica posible y verosímil de la vida cubana contemporánea. Y hay quien dice que lo policial no sirve para eso, cuando es la forma literaria más generosa que te puedas imaginar, y sus recursos me sirven a la perfección para desarrollar un proyecto de novela social. Es por eso que siempre hablo de mi afinidad con Vázquez Montalbán: Manolo hizo lo mismo y ahí está el retrato de esa Barcelona, de la transición, de una época, ojalá en un futuro ocurriera con mis novelas como con las de él, porque se está viendo en el presente lo que él ya predijo, véase, por ejemplo, Asesinato en el Comité Central y la crisis del PSOE”.
   “(…)Me gusta descubrir esos altos impredecibles de La Habana -segundas y hasta terceras plantas, frontones de un barroquismo trasnochado y sin retorcimientos espirituales, nombres de propietarios olvidados, fechas de cemento y lucetas de vidrios incompletas por las piedras y las pelotas y los años-, donde siempre pensé que había aire hasta el cielo. A esa altura, superior a la escala humana, está el alma más limpia de la ciudad, que abajo se contamina de historias sórdidas y lacerantes. Desde hace dos siglos La Habana es una ciudad viva, que impone sus propias leyes y escoge sus peculiares afeites para marcar su singularidad vital. ¿Por qué me tocó esta ciudad, precisamente esta ciudad desproporcionada y orgullosa? Intento entender este destino insoslayable, no escogido, tratando a la vez de entender a la ciudad, pero La Habana se me escapa y siempre me sorprende con sus rincones perdidos en blanco y negro y mi comprensión queda roída como el viejo escudo de unos hidalgos de riqueza de mango, piña y azúcar. Al final de tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en una jinetera triste, el hombre airado en un posible asesino, el joven petulante en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino, entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores que avanzan… Y aunque me quiera rebelar, esta ciudad me tiene agarrado por el cuello y me domina, con sus últimos misterios. Por eso sé que es pasajera, mortal, la ruinosa belleza de un escudo de hidalgos y la paz aparente de una ciudad que por ahora veo con los ojos del amor y se atreve a descubrirme esas alegrías inesperadas de su fastuosa prosapia. Me gustaría ver con tus ojos la ciudad, me dijo ella cuando le hablé de mi último hallazgo, y pienso que sí, que sería hermoso y lúgubre -escuálido y conmovedor, tal vez- mostrarle mi ciudad, pero ya sé que es imposible, pues ella nunca podrá calzar mis anteojos, está desbordada de felicidad, y la ciudad no se le va a revelar. Decía Miller que París es como una puta, pero La Habana es más puta todavía: sólo se ofrece a los que le pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así entrega la última intimidad de sus entrañas.” Es uno de los muchos fragmentos (perteneciente en este caso a Vientos de Cuaresma) que podrían escogerse para comprender cómo La Habana es mucho más que un escenario en los textos de Padura, una ciudad sublimada, sentida, vivida, pateada, adorada, pero también viviseccionada, expurgada, condenada, examinada con lupa de muchos aumentos, algo capital que, lógicamente, no podía quedar fuera de la pantalla: “Fue un trabajo muy intenso y por momentos agotador [escribieron los cuatro guiones como si fuese uno] porque la vida de Mario Conde se va desarrollando a lo largo de los cuatro libros, pero en cada uno hay un caso policial diferente que resolver y había que dosificar la primera para irla combinando con los segundos. El problema es que cuando trabajas una historia policiaca hay un elemento dramático que te condiciona: todas las causas deben tener efectos y cada uno de éstos debe estar precedido por una de aquellas, no puedes perder la lógica y debes mantener una fidelidad a la línea argumental. Además, queríamos que no se perdiera, porque es importante en las novelas y para sus lectores y esperamos lo sea para los espectadores porque lo hayamos logrado, el ambiente de La Habana, el contexto socio-cultural y político, el retrato generacional, y tratamos de preservar estos elementos y para no quedarnos sólo en lo policial”.
   No es la primera vez que Leonardo Padura ejerce como guionista, pero nunca antes había trabajado sobre un material previo, un material escrito por él que hay que cribar, adaptar, retocar e incluso suprimir en parte y acometió la tarea junto a Félix Viscarret y Lucía López Coll, su mujer: “Escribir los guiones no fue un trabajo cómodo y fluido, no voy a decir lo contrario: nos peleábamos muchísimo, más caballerescamente con Félix, con mi mujer de halarnos los pelos, ¡como  si soplasen los vientos de Cuaresma, jajaja!, es lo que hace la confianza. Fue fantástico, eso sí, poder combinar tres miradas diferentes: Lucía es muy lógica con los argumentos, me ayuda a no perderla en las novelas según le voy pasando las diferentes versiones, Félix tiene una visión plástica y, además, un conocimiento profundo del cine negro y yo estaba en la disyuntiva de cuánto sacrificar y cuánto salvar para representar la globalidad de la novela. Para mí, hablando como novelista, hay un desafío fundamental cuando escribes un guión y es que tienes un espacio limitado, el productor dice cuánto puede durar la película, tantas páginas a tal espacio suponen tantos minutos, algo que no me preocupa cuando estoy con una novela, precisamente ayer terminé un capítulo de la nueva que estoy preparando y resultó que lo que pensaba liquidar en no más de nueve páginas ha necesitado quince, porque la palabra va creando la atmósfera, necesitas que se mueva un árbol, que caiga una hoja, mil cosas que en un guión se reduce a “sopla el viento” o “Conde camina por la calle” y ahí terminó la historia, porque ya es cometido del director cómo lo filme y cómo lo concrete en pantalla”. Albert Finney fue un extraordinario Hércules Poirot a las órdenes de Lumet, añadiendo algo más de caricatura y parodia al personaje pero tomándolas de lo creado por Agatha Christie, Margaret Rutherford no tiene nada que ver con Miss Marple, ni en físico ni en modos, pero supone un constante regocijo la manera en que la hizo suya, Jorge Perugorría demuestra ser una elección perfecta (y eso que, con la excepción de Fresa y chocolate y, precisamente, Regreso a Ítaca, con guión de Padura, es un actor que suele fatigarme cuando no crisparme) para transformarse en un personaje que, con toda intención, jamás es descrito por el autor: “Si recuerdas las novelas, te acordarás de que describo muy bien a todos los personajes… ¡excepto a Conde! Siempre lo dejo para que el lector construya el personaje, no doy pelos y señales sobre su físico como sí hago con el resto. Pero en 1999 llegó a La Habana un director español con el propósito de adaptar Paisaje de otoño y ya traía a Perugorría como propuesta para encarnarlo. Desde ese momento, cualquier propuesta, idea o intentona de llevar a Mario Conde a la pantalla tenía a Jorge como intérprete y así empecé a imaginármelo, aunque debo confesar que hay un elemento que me atrevería a considerar neurótico, no sé qué otra palabra emplear, en la creación de los personajes: cuando escribo las novelas me imagino a mi Conde, un tanto nebuloso, el de siempre, pero si escribo los guiones necesito tener el actor y apoyarme en su rostro y en sus gestos para cuadrar mejor los diálogos y todo el conjunto. En lo literario mantengo ese espacio de libertad que no hay en el guión, puesto que es un trabajo más de servicio y la novela es el género de la libertad por definición”. Y con ese Conde difuminado e inconcreto empieza Leonardo Padura a imaginar la historia, necesariamente negra, algo que no olvida por mucho que la imaginación juegue malas pasadas: “Mi método de trabajo es muy heterodoxo: cuando empiezo a escribir sé que necesito un suceso violento en algún momento, a veces llega más pronto, a veces más tarde, pero queda claro que es una novela policiaca, lo que ocurre es que sigo adelante y llega un punto en que caigo en la cuenta de que no tengo un asesino, es entonces cuando paro, hago una relectura y decido quién será… ¡Es lo menos ortodoxo que te puedes echar a la cara! Pero es que lo que más me interesa es el retrato de una sociedad a través de la investigación de un crimen y, de alguna manera, termina siendo utilitaria en favor de mi objetivo principal”. Sí, es cierto, La Habana y sus habitantes son lo que cuentan, los que dan carnalidad y sustancia a la historia, de los que conocemos cómo respiran, cómo sueñan, cómo aceptan, cómo se refrenan, cómo aman, cómo cocinan, cómo viven, cómo malviven, cómo sobreviven, cómo vegetan, pero todo eso está perfectamente imbricado con lo puramente policiaco, las pistas, los porqués, las explicaciones, la coherencia de la resolución del crimen se sustenta en la precisa descripción de las gentes que habitan la ciudad que Leonardo Padura no quiere abandonar porque es su sangre, su realidad, su escenario vital y literario, porque es la tinta en la que sumerge su pluma para seguir conquistándonos con cada nueva entrega de su talento.
   P.D.: No me resisto a copiar otro fragmento, también de Vientos de Cuaresma, una nueva invitación a dejarse seducir por su prosa: “Había una vez, hace algún tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho, preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo tan fabuloso como El Conde de Montecristo, hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto, donde mata todo lo bello que creó en su primera historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J.D. Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras va dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual que los héroes de Los misterios de París.”