No recuerdo si fue a raíz de un comentario
escrito por él mismo o porque participaba en la conversación provocada por una
noticia compartida por uno de sus contactos(me suena más lo segundo), el caso
es que, atendiendo como tantas veces a la siempre interesante y estimulante participación
del admirado Toni Hill en Facebook, me encontré con que se hablaba entre
escritores, gentes del mundo editorial y algún que otro intruso como un
servidor (aunque el debate versaba sobre cifras de ventas, recepción de títulos
y autores, es decir, los lectores éramos el punto de partida y llegada) sobre
novela negra, sobre la sobreabundancia de publicaciones que usaban el género
como reclamo (en ocasiones, demasiadas, sin que las novelas en cuestión tengan
nada que ver con el asunto, ni siquiera remotamente por mucho que haya un
cadáver -o varios-), sobre el abuso de la etiqueta, sobre las promociones
orquestadas en torno a lo que, sin ningún tipo de reparo, hay que denunciar
como estafa (porque eso es anunciar una cosa y venderla como tal para que el
contenido del libro esconda otra muy distinta -y lo mismo valdría para aquellos
que firman una novela y después se demuestra que la ha escrito otro, increíble
que alguien así tenga un programa con altos índices de audiencia, una revista
mensual, sea considerada por alguien como referente y tenga la confianza de no
sé cuántos millones de espectadores, al menos los iletrados de la misma cadena
reconocen que sus memorias, reflexiones, recetas y demás ambiciones sólo están
dictadas, insinuadas, explicadas a alguien que conoce y practica el oficio o al
menos se le supone-), la charla virtual se había centrado en las progresivamente
menguantes ventas de lo negro, hablando en términos muy generales, y de cómo
algunos autores considerados fundamentales no superaban determinado nicho por
mucho que se hablase de ellos en términos superlativos. Eran varios los
comentarios que señalaban un asunto que, de una forma u otra, es recurrente en
este blog, fundamentalmente porque los fieles conocen de sobra mi pasión por el
género, por lo detectivesco, por lo policial (y hoy más que nunca me encanta
usar esta palabra, en seguida verán por qué): ante la constante aparición de
títulos, ante la publicación compulsiva de volúmenes que se anuncian como el
último grito, la nueva tendencia, la reescritura más original, la reelaboración
definitiva, la enésima vuelta de tuerca, la reinvención anhelada (eso por no
hablar de los supuestos herederos de los autores canónicos, las nuevas reinas
del crimen y demás imitadores), el lector se siente sobrepasado, asfixiado, no
puede estar al día por mucho que lo procure, termina por confundir a unos con
otros (algo muy fácil puesto que hay demasiados que escriben con planilla, no
tienen alma, no aportan, no se recuerda nada de lo leído al cabo de no demasiado
tiempo -incluso, llegado el caso, se duda haberlo hecho-), se hastía porque,
por mucho que entusiasme algo, un lector empedernido mezcla épocas, géneros,
estilos, no sólo de novela negra vive un ratón de biblioteca como el que
suscribe. Precisamente por todo esto, se vive una epifanía, un entusiasmo
inagotable, un placer infinito, una celebración de la literatura cuando uno se
topa con un autor que, por un lado, desmiente (como Hammett, como Chandler,
como P. D. James, como Giménez Bartlett, como Vázquez Montalbán, como González
Ledesma, como tantos) esa falsedad que cierta facción crítica e incluso algunos
editores han difundido y siguen haciéndolo relativa al hecho de que este género
no necesita buenos escritores, basta con que sean efectivos, hay quien osa
afirmar que los lectores de algo tan ínfimo rechazan “la literatura”, y, por
otro, no reniega del género ni lo malea o pervierte, no se aprovecha de su
difusión para dar gato por liebre, lo asume, le imprime un color particular, se
muestra cuidadosamente ortodoxo en lo formal para permitirse todo tipo de
heterodoxias en el desarrollo, en la escritura, en la voz narrativa, siempre
con el máximo respeto y sin perder de vista que, con sus particularidades, esas
que le han ganado menciones, distinciones, galardones, lectores (sin olvidar que
su producción literaria se desarrolla en diferentes ámbitos y estilos), lo que
pretende (y consigue) es escribir una novela policial, como repite una y cien
veces Leonardo Padura, el magnífico escritor cubano con quien un servidor tuvo
el honor de conversar en Madrid a finales del pasado septiembre cuando vino a
presentar junto a Félix Viscarret y Jorge Perugorría la adaptación televisiva
de las cuatro primeras novelas protagonizadas por Mario Conde, su ya imprescindible
y antológica aportación al género negro.
Esta tetralogía conocida como Cuatro estaciones podrá verse en 2017 en
TVE, pero como adelanto se estrenó en salas cinematográficas el segundo
capítulo, Vientos de La Habana inspirado
en Vientos de Cuaresma, y no
repetiremos lo que ya escribimos en Celuloide en vena para no abusar de la
paciencia de esas personas amables que continúan visitando ambos blogs, aunque
tampoco hace falta haberlo leído para continuar ahora con la lectura (si es que
han tenido el valor de llegar hasta este renglón). Puesto que las novelas
conforman un ciclo cerrado (aunque pueden leerse desordenadas y no hace falta
leer las cuatro si no desea), se optó por rodar las cuatro películas
consecutivamente, porque así se concibieron como filmes independientes (igual
que su precedente literario) aunque mantengan el espíritu seriado que Padura
fue incorporando a las historias según las iba escribiendo, ya que en un
principio no pensó que Mario Conde fuera a protagonizar más de un título: “En Pasado perfecto [el primer título que
publicó] necesitaba un personaje que fuera el investigador y tenía que ser
policía para que fuese verosímil en la Cuba de 1989. Con el tiempo me cargué la
verosimilitud, le puse a comprar y vender libros viejos, si bien ahora no hace
investigaciones como policía y por eso mantiene el contacto con los que fueron sus
colegas, por a veces necesita recursos que no tiene como civil. Lo cierto es
que Conde nació como personaje utilitario, hasta que pensé en escribir el
cuarteto y lo que era un esqueleto se fue cubriendo de carne. Es que ocurrió
algo muy bonito: resulta que Pasado
perfecto iba a ganar un premio en Cuba pero se le dijo al jurado que no
podía hacerlo y, por lo tanto, tuve que publicarla en México, pero como todo el
mundo que pudo leerla en Cuba me dijo que le gustaba mucho el personaje decidí
darle más vida”. Y es que Mario Conde es la voz de una generación, una
conciencia llena de contradicciones, de prejuicios (y no quiere perderlos, en
parte al menos, le son útiles para afrontar y enfrentar las investigaciones en
que se ve envuelto), una voz muy crítica consigo mismo y con la sociedad
cubana, en esos aspectos es donde Padura es, al mismo tiempo, muy ortodoxo,
fiel a un tipo de novela que nació en plena Gran Depresión, como un grito, como
una denuncia, como testimonio descarnado, componente social imprescindible para
que el género sea lo que es, pero imprimiendo esa “cubanidad” que le hace
único: “Con estas novelas policiacas me he propuesto algo que en realidad
entronca con el resto de mi obra, porque aparece en mi periodismo, en mis ensayos,
en mis guiones, quiero hacer una crónica posible y verosímil de la vida cubana
contemporánea. Y hay quien dice que lo policial no sirve para eso, cuando es la
forma literaria más generosa que te puedas imaginar, y sus recursos me sirven a
la perfección para desarrollar un proyecto de novela social. Es por eso que siempre
hablo de mi afinidad con Vázquez Montalbán: Manolo hizo lo mismo y ahí está el
retrato de esa Barcelona, de la transición, de una época, ojalá en un futuro
ocurriera con mis novelas como con las de él, porque se está viendo en el presente
lo que él ya predijo, véase, por ejemplo, Asesinato
en el Comité Central y la crisis del PSOE”.
“(…)Me gusta descubrir esos altos
impredecibles de La Habana -segundas y hasta terceras plantas, frontones de un
barroquismo trasnochado y sin retorcimientos espirituales, nombres de
propietarios olvidados, fechas de cemento y lucetas de vidrios incompletas por
las piedras y las pelotas y los años-, donde siempre pensé que había aire hasta
el cielo. A esa altura, superior a la escala humana, está el alma más limpia de
la ciudad, que abajo se contamina de historias sórdidas y lacerantes. Desde
hace dos siglos La Habana es una ciudad viva, que impone sus propias leyes y
escoge sus peculiares afeites para marcar su singularidad vital. ¿Por qué me
tocó esta ciudad, precisamente esta ciudad desproporcionada y orgullosa?
Intento entender este destino insoslayable, no escogido, tratando a la vez de
entender a la ciudad, pero La Habana se me escapa y siempre me sorprende con
sus rincones perdidos en blanco y negro y mi comprensión queda roída como el
viejo escudo de unos hidalgos de riqueza de mango, piña y azúcar. Al final de
tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los
claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en
una jinetera triste, el hombre airado en un posible asesino, el joven petulante
en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al
retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino,
entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el
hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos
y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad
que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una
muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores
que avanzan… Y aunque me quiera rebelar, esta ciudad me tiene agarrado por el
cuello y me domina, con sus últimos misterios. Por eso sé que es pasajera,
mortal, la ruinosa belleza de un escudo de hidalgos y la paz aparente de una
ciudad que por ahora veo con los ojos del amor y se atreve a descubrirme esas
alegrías inesperadas de su fastuosa prosapia. Me gustaría ver con tus ojos la
ciudad, me dijo ella cuando le hablé de mi último hallazgo, y pienso que sí,
que sería hermoso y lúgubre -escuálido y conmovedor, tal vez- mostrarle mi
ciudad, pero ya sé que es imposible, pues ella nunca podrá calzar mis anteojos,
está desbordada de felicidad, y la ciudad no se le va a revelar. Decía Miller
que París es como una puta, pero La Habana es más puta todavía: sólo se ofrece
a los que le pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así
entrega la última intimidad de sus entrañas.” Es uno de los muchos fragmentos (perteneciente
en este caso a Vientos de Cuaresma) que podrían escogerse para comprender
cómo La Habana es mucho más que un escenario en los textos de Padura, una
ciudad sublimada, sentida, vivida, pateada, adorada, pero también viviseccionada,
expurgada, condenada, examinada con lupa de muchos aumentos, algo capital que,
lógicamente, no podía quedar fuera de la pantalla: “Fue un trabajo muy intenso
y por momentos agotador [escribieron los cuatro guiones como si fuese uno] porque
la vida de Mario Conde se va desarrollando a lo largo de los cuatro libros,
pero en cada uno hay un caso policial diferente que resolver y había que
dosificar la primera para irla combinando con los segundos. El problema es que
cuando trabajas una historia policiaca hay un elemento dramático que te condiciona:
todas las causas deben tener efectos y cada uno de éstos debe estar precedido
por una de aquellas, no puedes perder la lógica y debes mantener una fidelidad
a la línea argumental. Además, queríamos que no se perdiera, porque es
importante en las novelas y para sus lectores y esperamos lo sea para los
espectadores porque lo hayamos logrado, el ambiente de La Habana, el contexto
socio-cultural y político, el retrato generacional, y tratamos de preservar
estos elementos y para no quedarnos sólo en lo policial”.
No es la primera vez que Leonardo Padura
ejerce como guionista, pero nunca antes había trabajado sobre un material
previo, un material escrito por él que hay que cribar, adaptar, retocar e
incluso suprimir en parte y acometió la tarea junto a Félix Viscarret y Lucía
López Coll, su mujer: “Escribir los guiones no fue un trabajo cómodo y fluido,
no voy a decir lo contrario: nos peleábamos muchísimo, más caballerescamente
con Félix, con mi mujer de halarnos los pelos, ¡como si soplasen los vientos de Cuaresma, jajaja!,
es lo que hace la confianza. Fue fantástico, eso sí, poder combinar tres
miradas diferentes: Lucía es muy lógica con los argumentos, me ayuda a no
perderla en las novelas según le voy pasando las diferentes versiones, Félix
tiene una visión plástica y, además, un conocimiento profundo del cine negro y
yo estaba en la disyuntiva de cuánto sacrificar y cuánto salvar para
representar la globalidad de la novela. Para mí, hablando como novelista, hay
un desafío fundamental cuando escribes un guión y es que tienes un espacio
limitado, el productor dice cuánto puede durar la película, tantas páginas a
tal espacio suponen tantos minutos, algo que no me preocupa cuando estoy con
una novela, precisamente ayer terminé un capítulo de la nueva que estoy
preparando y resultó que lo que pensaba liquidar en no más de nueve páginas ha
necesitado quince, porque la palabra va creando la atmósfera, necesitas que se
mueva un árbol, que caiga una hoja, mil cosas que en un guión se reduce a “sopla
el viento” o “Conde camina por la calle” y ahí terminó la historia, porque ya
es cometido del director cómo lo filme y cómo lo concrete en pantalla”. Albert
Finney fue un extraordinario Hércules Poirot a las órdenes de Lumet, añadiendo
algo más de caricatura y parodia al personaje pero tomándolas de lo creado por
Agatha Christie, Margaret Rutherford no tiene nada que ver con Miss Marple, ni
en físico ni en modos, pero supone un constante regocijo la manera en que la
hizo suya, Jorge Perugorría demuestra ser una elección perfecta (y eso que, con
la excepción de Fresa y chocolate y,
precisamente, Regreso a Ítaca, con
guión de Padura, es un actor que suele fatigarme cuando no crisparme) para
transformarse en un personaje que, con toda intención, jamás es descrito por el
autor: “Si recuerdas las novelas, te acordarás de que describo muy bien a todos
los personajes… ¡excepto a Conde! Siempre lo dejo para que el lector construya
el personaje, no doy pelos y señales sobre su físico como sí hago con el resto.
Pero en 1999 llegó a La Habana un director español con el propósito de adaptar Paisaje de otoño y ya traía a Perugorría
como propuesta para encarnarlo. Desde ese momento, cualquier propuesta, idea o intentona
de llevar a Mario Conde a la pantalla tenía a Jorge como intérprete y así
empecé a imaginármelo, aunque debo confesar que hay un elemento que me
atrevería a considerar neurótico, no sé qué otra palabra emplear, en la creación
de los personajes: cuando escribo las novelas me imagino a mi Conde, un tanto
nebuloso, el de siempre, pero si escribo los guiones necesito tener el actor y
apoyarme en su rostro y en sus gestos para cuadrar mejor los diálogos y todo el
conjunto. En lo literario mantengo ese espacio de libertad que no hay en el
guión, puesto que es un trabajo más de servicio y la novela es el género de la
libertad por definición”. Y con ese Conde difuminado e inconcreto empieza
Leonardo Padura a imaginar la historia, necesariamente negra, algo que no
olvida por mucho que la imaginación juegue malas pasadas: “Mi método de trabajo
es muy heterodoxo: cuando empiezo a escribir sé que necesito un suceso violento
en algún momento, a veces llega más pronto, a veces más tarde, pero queda claro
que es una novela policiaca, lo que ocurre es que sigo adelante y llega un
punto en que caigo en la cuenta de que no tengo un asesino, es entonces cuando
paro, hago una relectura y decido quién será… ¡Es lo menos ortodoxo que te
puedes echar a la cara! Pero es que lo que más me interesa es el retrato de una
sociedad a través de la investigación de un crimen y, de alguna manera, termina
siendo utilitaria en favor de mi objetivo principal”. Sí, es cierto, La Habana
y sus habitantes son lo que cuentan, los que dan carnalidad y sustancia a la
historia, de los que conocemos cómo respiran, cómo sueñan, cómo aceptan, cómo
se refrenan, cómo aman, cómo cocinan, cómo viven, cómo malviven, cómo
sobreviven, cómo vegetan, pero todo eso está perfectamente imbricado con lo
puramente policiaco, las pistas, los porqués, las explicaciones, la coherencia
de la resolución del crimen se sustenta en la precisa descripción de las gentes
que habitan la ciudad que Leonardo Padura no quiere abandonar porque es su
sangre, su realidad, su escenario vital y literario, porque es la tinta en la
que sumerge su pluma para seguir conquistándonos con cada nueva entrega de su
talento.
P.D.: No me resisto a copiar otro fragmento,
también de Vientos de Cuaresma, una
nueva invitación a dejarse seducir por su prosa: “Había una vez, hace algún
tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una
posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a
querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por
las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho,
preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser
escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo
tan fabuloso como El Conde de Montecristo,
hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una
continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto, donde mata todo lo bello que creó en su primera
historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a
Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que
se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J.D.
Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de
Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro
muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a
ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de
dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron
vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un
dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve
obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la
imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de
los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el
bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan
muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y
regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras va
dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos
días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual
que los héroes de Los misterios de París.”