He dudado bastante dónde publicar este texto, pero como inevitablemente
me salía algo muy personal, como no se trataba de glosar los méritos artísticos
de Debbie Reynolds (que también), como lo que empezó a nacer esta mañana cuando
me enteré de la muy triste e incluso fatídica noticia de su fallecimiento tenía
más visos de desvarío/confesión que de obituario más o menos ortodoxo, pensé
que a ella le gustaría bailar al ritmo del arpa y saludar con su clásico gesto
sonriente entre angelical y mordaz al blog hermano (Celuloide en vena) en el
que otras estrellas han sido celebradas, lloradas y homenajeadas; como además
ya tuvo su momento de gloria en Celuloide y Candilejas, la página creada por
Pablo que he tenido demasiado abandonada, pero aquí anuncio que la tendencia va
a cambiar en 2017, para no confundir a los amables lectores que se interesan
por lo que un servidor escribe, como en realidad me voy a copiar sin recato (al
fin y al cabo, en aquel escrito nacido tras haberle sido entregado el premio
del SAG a toda una vida dedicada a la interpretación me limité a hablar de mis
percepciones, de mis emociones, de mis sentimientos hacia ella a lo largo del
tiempo, del inolvidable momento vivido viéndola en escena, de la breve charla
con ella tras el fabuloso show), creo que es preferible que, en lo que al que
suscribe se refiere, la Reynolds se quede en aquel Celuloide (http://pablovilaboy.wixsite.com/celuloideycandilejas/single-post/2015/01/28/DEBBIE-REYNOLDS-Tanto-gusto)
y ahora se asocie al ángulo oscuro del salón para iluminarlo con su rutilante
presencia, la misma que inundó el escenario del Apollo Theatre de Londres aquel
9 de mayo de 2010 en que tuvimos la inmensa fortuna de, como prometía la
publicidad, tener la insólita oportunidad de tener a pocos metros a uno de los
nombres señeros del mundo del espectáculo, una mujer que, a sus 78 años,
demostraba que, tal y como anunciaba la marquesina, estaba muy viva y fabulosa.
Fue gracias a la instantánea que inmortaliza aquel momento (y que está
en nuestro salón en un cuadro que preparó Pablo junto a una de las entradas de
aquel día y a un afiche del espectáculo con su firma) cómo tuve que asumir una
noticia que, debo reconocer, me costó digerir, especialmente teniendo en cuenta
que poco más de veinticuatro horas antes me lamentaba (como tantos fans de La guerra de las galaxias y las
películas posteriores) de la muerte de Carrie Fisher, su hija: Pablo la había
colgado en Facebook evocando aquel encuentro y despidiéndose así de ambas, pero
confieso que tuve que leer sus palabras dos o tres veces antes de comprender que
era cierto que la madre había seguido la estela de la hija y entraban del brazo
en la inmortalidad. Ellas mismas hicieron pública su rivalidad, se dedicaron
palabras ácidas, sarcásticas, incluso insultantes, Carrie transformó sus
desencuentros, sus enfrentamientos, sus reproches, sus adicciones, su relación
de poco amor y bastante odio en un libro que no ocultaba su carácter
autobiográfico y que se hizo tremendamente popular, con adaptación fílmica
incluida (Postales desde el filo (1990)
en la que Meryl Streep dio vida a la Fisher mientras Shirley MacLaine se
transformó en un espléndido trasunto de la Reynolds), Carrie demostró ser digna
heredera de su madre al regresar años después por la puerta grande con un
vitriólico, descarnado y desopilante monólogo en que no dejaba títere con
cabeza, comenzando (y terminando) por ella misma, sin eufemismos ni
correcciones, desgranando las “virtudes” de su árbol genealógico, sin olvidar a
papá Eddie (Fisher), pero entre andanadas, chistes, puyas y causticidad, a
pesar de los pesares (o precisamente por todo eso), madre e hija desarrollaron
una complicidad inteligente y sardónica, no jugaron a un falso olvido pero dejaron
a un lado viejos rencores para regalar momentos mágicos como la recepción por
parte de Debbie del premio antes comentado de manos de Carrie, siempre tocadas
por la lucidez de la ironía, parodiándose sin ridiculizarse, formando un frente
común que ni la parca ha sido capaz de destruir.
Y es que la dulce protagonista de Cantando
bajo la lluvia (1952) era cualquier cosa menos eso, aunque lo cierto es que
nunca lo ocultó, tal vez al principio sí vendió el papel de víctima, de
abandonada, no puede negarse que lo fue puesto que Eddie Fisher aún era su
marido cuando, como ella misma declaró, lo mandó a que consolase a una gran
amiga, Elizabeth Taylor, que había quedado viuda tras el accidente de aviación
en que perdió la vida Mike Todd “y se quedó con él”, pero su matrimonio era
cualquier cosa menos idílico y bien se encargó Carrie de proclamarlo a los
cuatro vientos. Pero el talento de ambas estuvo en reconvertir lo negativo, lo
terrible, lo doloroso, su lado más perverso y tendente al drama y el
enfrentamiento en su carta de presentación y, sobre todo, en el terreno abonado
para que su talento eclosionase. Así, Debbie Reynolds miraba a un teatro
abarrotado con auténtica sorpresa, la función era un domingo (el día de
descanso en Gran Bretaña) a las cuatro de la tarde (las llamadas matinales
empiezan sobre las dos o dos y media, el horario no era tan extraño en aquellos
lares), y se/nos preguntaba si no teníamos nada mejor que hacer, para, a
continuación, extrañarse porque hubiese gente menor de cuarenta años (que la
adoraban gracias a la serie Will y Grace (1999-2006),
donde había sido contratada para un capítulo pero apareció en todas las temporadas
debido a la repercusión y el éxito de aquella primera intervención) y, marcando
el tono general del espectáculo, quiso darse a conocer diciendo: “¿Recuerdan Star Wars? ¡Soy la madre de la Princesa
Leia!”, petición que desde ese momento hicimos a George Lucas (y posteriormente
a J. J. Abrams) y que, lamentablemente, no podrá llevarse a cabo más que
digitalmente (y tiemblo ante lo que ahora se me antoja como funesta premonición
pero no explico para no destripar a nadie lo que sucede en la recientemente
estrenada Rogue One). A partir de
ahí, al margen de hacer gala de una voz que todavía afinaba con gracia y
soltura, Debbie fue cobrándose algunas deudas que transformaba en arte, sus dardos
envenenados e incluso crueles devenían en chispeantes por el modo en que los
profería, por el adorno que les conferían su imperturbable (aunque llena de
matices y oquedades) sonrisa, sus jubilosos brazos, sus movimientos de
rutilante estrella, parodió a Katherine Hepburn, a Marlene Dietrich, a Barbra
Streisand (demostrando, por cierto, grandes facultades canoras), hizo burla de
los entonces aún vivos pero muy deteriorados físicamente Eddie Fisher y
Elizabeth Taylor (él moriría tan sólo cuatro meses después, ella antes de
cumplirse un año), “ahí los tienen y aquí me ven, además, cuando Eddie se
marchó, yo me casé con un millonario”, se río de todo y de todos,
fundamentalmente de sí misma: “Pregunté cómo podía hacer un espectáculo y me
dijeron que reuniese mis hits, lo cual me lo ponía muy fácil porque sólo tengo
uno [Tammy]”.
Y, al final, como tantas veces hemos contado, agradecido, admirado,
estuvo algo más de una hora en la puerta de artistas del teatro recibiendo a
todo el que quisiera saludarla, hacerse una foto, llevarse una firma de
recuerdo, entregada al público como sólo alguien tan enorme puede hacer, sin
mostrar cansancio (cuando entramos llevaba casi una hora y aún quedaban unas
veinte personas), cercana, espontánea, ágil (“Miss Reynolds, we are spanish” “¡Tanto
gusto!”), sin perder el foco que la iluminaba convenientemente (una estrella no
sólo debe serlo sino también aparentarlo siempre), haciendo aún más inolvidable
el momento, sintiéndola algo nuestro desde entonces, lamentando terriblemente
la pérdida aunque su legado (e igualmente el de Carrie Fisher) es impresionante
y no va a perder fuerza (nunca mejor dicho) ni vigencia y la tenemos cada día
frente a los ojos, nos provoca sonrisas, guiños, recuerdos, llueve en nuestro
corazón pero no importa porque nos ponemos a cantar y bailar para lanzar un
potente “good morning” como sólo una gran estrella puede proferir e iluminar
por más que venga desde una galaxia muy, muy lejana.