Robo el título del presente escrito al
querido y admirado amigo César Augusto Cair (por cierto, debo aclarar -por
aquello de las suspicacias, aunque nunca niego los lazos afectivos, cuando
existen, a la hora de encarar una crítica- que no lo era cuando vi Eva ha muerto por primera vez y escribí
sobre la misma, que ni siquiera nos conocíamos, que tardamos en hacerlo, que
cuando pudimos saludarnos más allá de la virtualidad de las redes sociales fue
después de que, con la generosidad que le caracteriza, me pidiese que
escribiera el prólogo para Quinto
aniversario, que el libro ya estaba en el mercado cuando por fin nos dimos
un apretón de manos y un abrazo, que todo lo publicado en su día en este blog
fue, como siempre, mi opinión sincera, mi análisis particular y sin intereses
creados sobre lo que vi en escena, que el dramaturgo me interesó por lo que
experimenté y me hizo pensar, que así empezó a fraguarse una complicidad
artística que, sólo varios meses después, dio paso a una relación más cercana e
íntima), estábamos, como digo, hablando un jueves después de una de las
representaciones de La voz hermana (a
la que, por segunda vez, César llegó sin avisar para así abonar su entrada en
taquilla, descubriéndole entre el público, generoso como digo con el trabajo de
los demás), se daba el caso de que Pablo y yo habíamos reservado el siguiente domingo
para ver su último texto estrenado -Loba
noctámbula, sobre el que escribí recientemente y que regresará a la
cartelera antes del final de esta temporada-, así pudimos devolverle la
sorpresa (porque, siguiendo su ejemplo, no le habíamos anticipado nada y sólo
se lo contamos, ya que le teníamos delante, porque las entradas ya estaban
abonadas), el caso fue que, puesto que tanto la función de César como la de
Pablo eran sendos monólogos, empezamos a evocar algunos de los vistos
últimamente (la histórica reposición de Cinco
horas con Mario con una Lola Herrera en plenísima forma, la magistral Reina Juana a cargo de una portentosa
Concha Velasco, la estupenda versión de La
Plaza del Diamante que permitió a Lolita derrochar en escena todo su
potencial dramático), hablamos sobre su proliferación y nos preguntamos si
sería otra manera de intentar abaratar costes y poder exhibir un trabajo, íbamos
y veníamos sobre el asunto compartiendo tanto experiencias vividas como
espectadores como aquellas derivadas del proceso de poner en pie un proyecto
teatral y del día a día de cada función, y de repente César lanzó la frase al
más puro estilo Golpes Bajos pero con toda la carga que Bertolt Brecht (el
verdadero autor) puso en la misma, como afirmación, yo recogí el testigo y le
dije que, como interrogación, como consulta a los posibles lectores, recabando la
opinión del público, titularía de ese modo mi crónica sobre Loba noctámbula, pero una vez me sumergí
en el viaje emocional que el autor y director propone, una vez me dejé
arrastrar hasta el infierno más candente del amor contrariado, rechazado,
ignorado, abandonado y del modo en que María Laza lo expresa, en el momento en
que aquella mujer empezó a dolerme, a zarandearme, a reavivar esas lágrimas
amargas que en algún momento todos hemos enjugado y cuyo rastro no se borra del
todo como recordatorio de lo frágil que puede ser la felicidad por mucho que
esté asentada y bien alimentada, en cuanto sentí los aullidos como latigazos
propinados con saña vino a mi corazón aquella otra Loba que hiciera inmortal la
excelsa Marifé de Triana y, claro, ya me conocen los fieles, la copla se
impuso: “Palabras de negra historia, / palabras de desengaño / que vuelven a su
memoria / al cabo de tantos años”.
Pero seguí preguntándome si vivimos buenos
tiempos para el monólogo (el poema de Brecht, como siempre ocurre con su obra,
sirve para muchas realidades, acepta muchas interpretaciones, mantiene
terrorífica vigencia, “sólo agrada quien es feliz”, puede que te tilden de
revolucionario, de asocial, de antisistema sólo por decir en voz alta lo que la
mayoría quiere ocultar, como si la suciedad debajo de la alfombra se evaporase
por arte de magia en lugar de acumularse y hacerse más notoria), lo cierto es
que el arte en cualquiera de sus manifestaciones vive en crisis constante casi
desde su nacimiento, porque asusta su libertad y se intenta coartarlo,
reglamentarlo, domesticarlo, anularlo, porque se considera prescindible (e
incluso innecesario) y se hace creer al resto que es un lujo, un capricho, una
frivolidad, un absurdo, un engaño, se le niega su carácter contestatario e
intenta minimizar su efecto, el poder, sea del tipo que sea, quiere saber poco o
nada del arte si no lo puede utilizar como propaganda, en beneficio propio,
colgándose medallas y méritos, porque ciertas voces consideradas expertas
menosprecian un arte (llegan a negarle ese nombre) que sólo busque entretener, divertir,
evadir, regalar belleza, sin ínfulas, sin otras consideraciones, sin consignas,
sin remordimientos, sin vergüenza, sin subterfugios, porque aparecen
autoproclamados artistas (o así nombrados por aquellos interesados en su
promoción y triunfo, buscando el beneficio económico nada más, abusando del
afán y talento creativo de otros) que sólo pretenden el encumbramiento
personal, que se transforman en categorías propias y vacuas, en productos de
rápido consumo y veloz olvido, transmitiendo la sensación de que nada
perdurable ni digno de recuerdo sale de ese mundo, malgastando y pisoteando el
legado de siglos de entrega de todos los que han hecho posible que aún haya
personas a las que les interesen la literatura, la pintura, el teatro, la
música, el cine, la poesía, la escultura, el diseño, la arquitectura, como es
habitual en mí no dejé descansar a la lavadora, pasando de lo más mundano a lo
más sublime, viendo por una vez la botella medio llena y concluyendo que los malos
tiempos sirven como acicate para continuar creando, para seguir buscando
parcelas en las que sentirse más vivo que nunca y en las que encontrar el
remedio para las carencias que uno perciba en cada momento, sean carcajadas
estentóreas o llantos con hipo, sí, sabemos que “con la que está cayendo”
refugiarse en las páginas de un libro o en la oscuridad de una sala puede
parecer un ejercicio de inconsciencia, de dejación de funciones, pero sólo de
ese modo encontramos algunos el combustible para seguir caminando y plantando
cara a las adversidades (las personales y las comunes).
Volvamos a lo meramente teatral para señalar
que, si atendemos a la cartelera, el monólogo sigue gozando de buena salud
(aunque es cierto que hay un público que se muestra reacio, a no ser que entremos
en el territorio que aquí hemos dado en llamar El Club de la Comedia
-totalmente lícito, por supuesto, lo fantástico es que haya opciones muy
diversas y cada espectador pueda elegir lo que le apetezca, pero, como muy bien
nos matizó en su día el gran Miguel Rellán durante una entrevista, y él sabe de
lo que habla mejor que muchos puesto que ha hecho una cosa y la otra, eso no es
estrictamente un monólogo-), al menos así parece confirmarlo el hecho de que
las funciones previstas de la versión de La
voz humana de Cocteau que Israel Elejalde ha escrito y dirigido para que el
talento de Ana Wagener vuelva a dejarnos sin aliento han tenido que ampliarse
hasta finales de este mes y no son necesarias dotes adivinatorias para predecir
que, más pronto que tarde, regresará al ambigú del Pavón Teatro Kamikaze. Más
de uno me acusará de centralista por no desearle una gira larga, y ojalá la
tenga, este montaje merecería mantenerse mucho tiempo en cartel, sumarse a la
lista de espectáculos nacidos en el seno de esta compañía y a los que regresa
cada cierto tiempo, pero es que la manera en que Elejalde ha sabido aprovechar
el espacio, integrarlo en la acción, supone uno de sus máximos aciertos y se
hace complicado imaginarlo fuera de ese ambiente, el modo en que Wagener lo
habita es electrizante, nos sentimos parte de esa habitación en que se desata
el infierno, en realidad ya lo ha hecho antes de que lleguemos, tener a la
actriz a pocos centímetros añade una descarnadura al texto que nos hace recibir
cada palabra como lo que es, un latigazo en toda regla, un flagelo
inmisericorde y suicida como sólo puede propinar(se) quien se niega a aceptar
que el amor ha terminado, un refocilarse en la propia miseria con delectación y
sadismo, estar en el ambigú del Pavón mientras una volcánica Ana Wagener
susurra, ríe histéricamente, intenta mantener la calma, se envenena con sus
miedos, echa leña al fuego para que la herida siga abierta, aúlla con
impotencia, combina estados extremos con enorme naturalidad y contención
prodigiosa es una experiencia catártica, la que Israel Elejalde ha sabido beber
del original sin cometer el error de querer resultar más brillante, aunando
esfuerzos y voluntades para que el monólogo se imponga a los malos tiempos y
sea la única vía de escape posible.