Adorno decretó que no era posible escribir
poesía después de Auschwitz, incluso calificó de “acto de barbarie” el hecho de
ponerse a trenzar versos tras haber ocurrido aquello que, sin ningún género de
duda, sólo puede expresarse a través de lágrimas, de lamentos provocados por heridas
difíciles de restañar de las que sigue manando, más allá de la inevitable sangre,
un pus muy espeso y hediondo, putrefacto a fuerza de acumularse y macerarse en
lo más recóndito, sólo parece posible proferir exclamaciones de espanto sin
límites, palabras balbuceantes, entrecortadas, suspiros temblorosos, intentos
vanos por enhebrar un discurso coherente por muy elemental que lo pretendamos, elegías
sacudidas por estremecimientos de horror, los mismos que deberíamos sentir a
diario ante la inhumanidad de que la llamada humanidad sigue (seguimos, no nos
consideremos libres de la acusación por el mero hecho de, como en este caso,
escribir antes de cenar unas cuantas palabras de reproche que sirvan como
recordatorio y, de alguna manera, lavatorio de la mala conciencia -si es que la
hay- de no hacer nada al respecto), la inhumanidad, decíamos, de que se sigue
haciendo gala y que es sancionada, apoyada y consentida a través de las urnas
(da igual lo mucho o poco que se difunda la Historia porque nosotros mismos nos
condenamos a repetir errores e infamias). Por mucho que se comprenda y comparta
lo que el filósofo alemán quiere expresar (aunque propicia e invita a una
reflexión de la que cada cual puede extraer sus propias conclusiones, válidas
siempre que se argumenten adecuadamente y no se tergiverse ni malinterprete torticeramente
una sentencia que deja muy claro qué quiere significar), por mucho que la
poesía se vincule a, como señala el DRAE, la “manifestación de la belleza o del
sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa”, no conviene
olvidar que, como todo género literario, como toda expresión artística, como
toda creación humana, está (o debería) en constante renovación, revolución,
innovación, acepta múltiples voces, infinidad de matices, que más allá de esa
definición también el diccionario sanciona que es poesía cualquier composición
en verso, que en aquellos lejanos años de EGB y Bachillerato nos hacían leer
el Cantar
de mío Cid, que Jorge Manrique vivió en el siglo XV y sus Coplas a la muerte de su padre son una
cumbre de la que seguir aprendiendo, que aprendimos ripios divertidos de la
mano de Gloria Fuertes como entrenamiento para su poesía adulta -siempre
directa, de fácil acceso, pero profunda, crítica y a ratos amarga-, que ahí
están, sin salirnos de España, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Lorca, tantos,
antes y después de Auschwitz (y de los horrores que ese nombre simboliza), que
han engrandecido la poesía sin ahorrarnos
dolor, siendo un necesario altavoz, avivando el grito íntimo y aún más el
colectivo que no deberíamos acallar mientras algunos sigan comportándose como
si fuesen los amos del mundo (lo son, por eso actúan con total impunidad, y
cuando se marchan llegan otros similares, puede que con intenciones,
condicionantes e intereses creados diferentes pero produciendo los mismos y
letales resultados), que el silencio no sea cómplice de la barbarie, que el
arte juegue a ratos su papel de placebo, de evasión, de burbuja, pero que no
evite mancharse de barro, que no esquive la confrontación, que no se escude en
una mala interpretación de la petición de Adorno (que, en realidad, uno toma
más como una maldición: ya no será posible recuperar cierta ingenuidad
prístina, de un modo u otro nos arrancaron la inocencia de cuajo), que no
revista de corrección política, que, dicho en román paladino, no se la coja con
papel de fumar.
Y es que hay, por desgracia, mucho
fundamentalista del dolor, de la tragedia, de la ofensa, que sólo acepta una
forma de afrontar las cosas, que se burla de otros en su misma situación o
similar, incluso los reprende e intenta o logra acallar, hay quien pretende
imponer su modo de actuar (en esto como en todo), da igual que hablemos de
enfermedades (con el hiriente mantra de “la actitud hace mucho”, prometiendo
curación a cambio de sonrisas, exigiendo a los enfermos buen talante y ausencia
de quejas) o de holocaustos. Claude Lanzmann, el director de la imprescindible Shoah (1985), lleva muchísimos años
arremetiendo contra cualquier cineasta que, a su juicio, osa “poner en imágenes
lo inimaginable”, centrando sus diatribas en La lista de Schindler (1993) por utilizar actores y reconstruir los
escenarios en que tuvo lugar, impartiendo su bendición a El hijo de Saúl (2015) al dejar fuera de foco el horror, al
sugerirlo mediante sonidos, al mostrar casi exclusivamente el rostro del
protagonista y rehuir los contraplanos para saber qué contempla, qué sucede a
su alrededor (aunque, todo hay que decirlo, Géza Röhrig, el actor principal
-debutante en esas lides, tal vez por eso no molestó al francés-, explicó que
Lanzmann llegó diez minutos tarde a la proyección en Cannes y estuvo hablando
con su mujer gran parte de la misma); recuérdese la agria polémica provocada
tras el estreno de La vida es bella (1997)
de Roberto Beningni ante lo que muchos quisieron ver como una burla, como un
chiste, quedándose muy en la superficie o en el prejuicio, absurdamente
indignados ante lo que, a todas luces, era un homenaje a tanta gente que perdió
su vida mientras tantos banalizaban el mal (también Hannah Arendt sufrió el
acoso y derribo de los que, incluso con buenas intenciones -Lanzmann, por
ejemplo, sigue creando, no se limita a lanzar andanadas porque sí, las sustenta
en su obra-, no aceptan que alguien les tire por tierra los esquemas o les haga
replanteárselos, esa gente de pensamiento único que, a la postre, es tan
intolerante como aquel al que condenan -y dejémoslo en eso para no enredar más
este texto-).
Berta Vias Mahou, en el prólogo (preciso y
revelador pero un tanto escaso) al volumen titulado El chal en que Lumen recogió hace unos meses el relato homónimo de
Cynthia Ozick y su continuación (Rosa),
recuerda que el silencio, la resignación, las lágrimas ahogadas antes de
brotar, la inexpresividad mientras asesinaban a un familiar (o a varios, a
muchos, a todos) podía suponer la supervivencia, “muchos judíos tuvieron que
tragarse el aullido de lobo”, pero es de justicia que alguien, las propias
víctimas o sus herederos, otros ciudadanos, dé voz a lo sucedido, transmita lo
sufrido, es necesario que la poesía a ratos duela, incomode, haga sufrir,
porque es la expresión de los sentimientos, porque no todo es belleza, porque
todo paraíso está amenazado desde su creación, porque siempre tiene una sombra
a punto de cernirse, porque un concepto adquiere significación plena cuando
tiene un antónimo, porque comprendemos y distinguimos lo que nos place de lo
que nos disgusta, porque llamamos a las cosas por su nombre. Una de las eternas
candidatas al Nobel (que cumplirá en abril 89 años), la ya mencionada Cynthia
Ozick, hija de judíos rusos que huyeron a EEUU ante los pogromos puestos en
marcha tras el asesinato del zar Alejandro II, ha colocado el asunto de la
identidad judía como columna central de toda su obra, pero hasta 1977 no se
atrevió a tocar directamente el tema de las personas a las que ella aborrece
llamar “supervivientes” (la considera una mera etiqueta que lleva a olvidar la
condición humana de los así catalogados), e incluso en ese momento se refrenó,
puesto que El chal no vio la luz
hasta 1980 y Rosa tuvo que esperar
otros tres años más para, al igual que su narración hermana, aparecer en las
páginas de The New Yorker,
reuniéndose en un volumen doce años después de su escritura. Eso, como bien señala
Vias Mahou, habla de la prudencia de la escritora, de su recato -uno incluso
diría de su pudor, puede que Adorno sobrevolase por ahí-, “de su deseo de
encontrar una forma de expresión adecuada para semejante atrocidad”.
Pero, sin duda, encontrándola, sobre todo en
El chal, pieza muy breve, seca,
árida, directa y elíptica, un prodigio en su modo de ahondar sin apenas una
prosa que rae, oprime, asfixia, sin lirismo ni tremendismo, creando una
atmósfera un tanto onírica, fruto de una mentalidad mermada que se deja llevar
por alucinaciones para sobrellevar la cruel realidad, que convoca la magia
aunque la sabe inefectiva para no aceptar el desenlace (como comprobaremos que
sucede en Rosa), una mujer hundida en
el infierno, lugar del que nunca se sale, siempre hay más, lo demuestra este
estremecedor díptico, aún con más virulencia en la segunda narración, porque en
apariencia todo ha quedado atrás, porque parece que hay espacio para el humor,
para el desenfado, para el recreo, pero lo peor siempre está por llegar y nadie
parece percatarse de ello. La maestría de Cynthia Ozick para concretar con
precisión de orfebre, para expresar mucho con poco, para esbozar y desbrozar en
unas cuantas frases, para llegar hasta el hueso con algunas palabras, queda
patente en un volumen que, en menos de cien páginas, deja muy claro por qué hay
que seguir escribiendo poesía (dicho en términos generales), por qué
necesitamos escritoras de su talla, de su humanidad, de su lucidez, por qué el
Nobel ya llega tarde (y lo sigue haciendo).