martes, 7 de febrero de 2017

DESPUÉS DE LO PEOR







   Adorno decretó que no era posible escribir poesía después de Auschwitz, incluso calificó de “acto de barbarie” el hecho de ponerse a trenzar versos tras haber ocurrido aquello que, sin ningún género de duda, sólo puede expresarse a través de lágrimas, de lamentos provocados por heridas difíciles de restañar de las que sigue manando, más allá de la inevitable sangre, un pus muy espeso y hediondo, putrefacto a fuerza de acumularse y macerarse en lo más recóndito, sólo parece posible proferir exclamaciones de espanto sin límites, palabras balbuceantes, entrecortadas, suspiros temblorosos, intentos vanos por enhebrar un discurso coherente por muy elemental que lo pretendamos, elegías sacudidas por estremecimientos de horror, los mismos que deberíamos sentir a diario ante la inhumanidad de que la llamada humanidad sigue (seguimos, no nos consideremos libres de la acusación por el mero hecho de, como en este caso, escribir antes de cenar unas cuantas palabras de reproche que sirvan como recordatorio y, de alguna manera, lavatorio de la mala conciencia -si es que la hay- de no hacer nada al respecto), la inhumanidad, decíamos, de que se sigue haciendo gala y que es sancionada, apoyada y consentida a través de las urnas (da igual lo mucho o poco que se difunda la Historia porque nosotros mismos nos condenamos a repetir errores e infamias). Por mucho que se comprenda y comparta lo que el filósofo alemán quiere expresar (aunque propicia e invita a una reflexión de la que cada cual puede extraer sus propias conclusiones, válidas siempre que se argumenten adecuadamente y no se tergiverse ni malinterprete torticeramente una sentencia que deja muy claro qué quiere significar), por mucho que la poesía se vincule a, como señala el DRAE, la “manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa”, no conviene olvidar que, como todo género literario, como toda expresión artística, como toda creación humana, está (o debería) en constante renovación, revolución, innovación, acepta múltiples voces, infinidad de matices, que más allá de esa definición también el diccionario sanciona que es poesía cualquier composición en verso, que en aquellos lejanos años de EGB y Bachillerato nos hacían leer el  Cantar de mío Cid, que Jorge Manrique vivió en el siglo XV y sus Coplas a la muerte de su padre son una cumbre de la que seguir aprendiendo, que aprendimos ripios divertidos de la mano de Gloria Fuertes como entrenamiento para su poesía adulta -siempre directa, de fácil acceso, pero profunda, crítica y a ratos amarga-, que ahí están, sin salirnos de España, Dámaso Alonso, Luis Cernuda, Lorca, tantos, antes y después de Auschwitz (y de los horrores que ese nombre simboliza), que han engrandecido la poesía sin ahorrarnos dolor, siendo un necesario altavoz, avivando el grito íntimo y aún más el colectivo que no deberíamos acallar mientras algunos sigan comportándose como si fuesen los amos del mundo (lo son, por eso actúan con total impunidad, y cuando se marchan llegan otros similares, puede que con intenciones, condicionantes e intereses creados diferentes pero produciendo los mismos y letales resultados), que el silencio no sea cómplice de la barbarie, que el arte juegue a ratos su papel de placebo, de evasión, de burbuja, pero que no evite mancharse de barro, que no esquive la confrontación, que no se escude en una mala interpretación de la petición de Adorno (que, en realidad, uno toma más como una maldición: ya no será posible recuperar cierta ingenuidad prístina, de un modo u otro nos arrancaron la inocencia de cuajo), que no revista de corrección política, que, dicho en román paladino, no se la coja con papel de fumar.
   Y es que hay, por desgracia, mucho fundamentalista del dolor, de la tragedia, de la ofensa, que sólo acepta una forma de afrontar las cosas, que se burla de otros en su misma situación o similar, incluso los reprende e intenta o logra acallar, hay quien pretende imponer su modo de actuar (en esto como en todo), da igual que hablemos de enfermedades (con el hiriente mantra de “la actitud hace mucho”, prometiendo curación a cambio de sonrisas, exigiendo a los enfermos buen talante y ausencia de quejas) o de holocaustos. Claude Lanzmann, el director de la imprescindible Shoah (1985), lleva muchísimos años arremetiendo contra cualquier cineasta que, a su juicio, osa “poner en imágenes lo inimaginable”, centrando sus diatribas en La lista de Schindler (1993) por utilizar actores y reconstruir los escenarios en que tuvo lugar, impartiendo su bendición a El hijo de Saúl (2015) al dejar fuera de foco el horror, al sugerirlo mediante sonidos, al mostrar casi exclusivamente el rostro del protagonista y rehuir los contraplanos para saber qué contempla, qué sucede a su alrededor (aunque, todo hay que decirlo, Géza Röhrig, el actor principal -debutante en esas lides, tal vez por eso no molestó al francés-, explicó que Lanzmann llegó diez minutos tarde a la proyección en Cannes y estuvo hablando con su mujer gran parte de la misma); recuérdese la agria polémica provocada tras el estreno de La vida es bella (1997) de Roberto Beningni ante lo que muchos quisieron ver como una burla, como un chiste, quedándose muy en la superficie o en el prejuicio, absurdamente indignados ante lo que, a todas luces, era un homenaje a tanta gente que perdió su vida mientras tantos banalizaban el mal (también Hannah Arendt sufrió el acoso y derribo de los que, incluso con buenas intenciones -Lanzmann, por ejemplo, sigue creando, no se limita a lanzar andanadas porque sí, las sustenta en su obra-, no aceptan que alguien les tire por tierra los esquemas o les haga replanteárselos, esa gente de pensamiento único que, a la postre, es tan intolerante como aquel al que condenan -y dejémoslo en eso para no enredar más este texto-).
   Berta Vias Mahou, en el prólogo (preciso y revelador pero un tanto escaso) al volumen titulado El chal en que Lumen recogió hace unos meses el relato homónimo de Cynthia Ozick y su continuación (Rosa), recuerda que el silencio, la resignación, las lágrimas ahogadas antes de brotar, la inexpresividad mientras asesinaban a un familiar (o a varios, a muchos, a todos) podía suponer la supervivencia, “muchos judíos tuvieron que tragarse el aullido de lobo”, pero es de justicia que alguien, las propias víctimas o sus herederos, otros ciudadanos, dé voz a lo sucedido, transmita lo sufrido, es necesario que la poesía a ratos duela, incomode, haga sufrir, porque es la expresión de los sentimientos, porque no todo es belleza, porque todo paraíso está amenazado desde su creación, porque siempre tiene una sombra a punto de cernirse, porque un concepto adquiere significación plena cuando tiene un antónimo, porque comprendemos y distinguimos lo que nos place de lo que nos disgusta, porque llamamos a las cosas por su nombre. Una de las eternas candidatas al Nobel (que cumplirá en abril 89 años), la ya mencionada Cynthia Ozick, hija de judíos rusos que huyeron a EEUU ante los pogromos puestos en marcha tras el asesinato del zar Alejandro II, ha colocado el asunto de la identidad judía como columna central de toda su obra, pero hasta 1977 no se atrevió a tocar directamente el tema de las personas a las que ella aborrece llamar “supervivientes” (la considera una mera etiqueta que lleva a olvidar la condición humana de los así catalogados), e incluso en ese momento se refrenó, puesto que El chal no vio la luz hasta 1980 y Rosa tuvo que esperar otros tres años más para, al igual que su narración hermana, aparecer en las páginas de The New Yorker, reuniéndose en un volumen doce años después de su escritura. Eso, como bien señala Vias Mahou, habla de la prudencia de la escritora, de su recato -uno incluso diría de su pudor, puede que Adorno sobrevolase por ahí-, “de su deseo de encontrar una forma de expresión adecuada para semejante atrocidad”.
   Pero, sin duda, encontrándola, sobre todo en El chal, pieza muy breve, seca, árida, directa y elíptica, un prodigio en su modo de ahondar sin apenas una prosa que rae, oprime, asfixia, sin lirismo ni tremendismo, creando una atmósfera un tanto onírica, fruto de una mentalidad mermada que se deja llevar por alucinaciones para sobrellevar la cruel realidad, que convoca la magia aunque la sabe inefectiva para no aceptar el desenlace (como comprobaremos que sucede en Rosa), una mujer hundida en el infierno, lugar del que nunca se sale, siempre hay más, lo demuestra este estremecedor díptico, aún con más virulencia en la segunda narración, porque en apariencia todo ha quedado atrás, porque parece que hay espacio para el humor, para el desenfado, para el recreo, pero lo peor siempre está por llegar y nadie parece percatarse de ello. La maestría de Cynthia Ozick para concretar con precisión de orfebre, para expresar mucho con poco, para esbozar y desbrozar en unas cuantas frases, para llegar hasta el hueso con algunas palabras, queda patente en un volumen que, en menos de cien páginas, deja muy claro por qué hay que seguir escribiendo poesía (dicho en términos generales), por qué necesitamos escritoras de su talla, de su humanidad, de su lucidez, por qué el Nobel ya llega tarde (y lo sigue haciendo).