Siempre ando dando vueltas a cuatro o cinco
ideas (a veces incluso más, en otras sólo una, de vez en cuando hay momentos de
absoluta dejadez) con la intención de escribir algún texto que refugiar en este
ángulo oscuro del salón que ocupa el arpa, pero como, a pesar de lo mucho que
disfruto cuando desempeño esa tarea (tal y como sucede ahora mismo), me siento fundamentalmente
espectador, lector, periodista, persona (en el sentido de hacer cosas o de
abandonarme a las pasiones que me permiten contactar con el trabajo de otros y
admirarlo), voy postergando escritos que, de alguna manera, quedan archivados
en mi cerebro y en mi corazón, que se van ampliando y retocando según pasa el
tiempo, que varían su sentido, que se mezclan entre sí, pero que al final, de
una forma u otra, terminan por florecer y aparecer ante los ojos de los amables
lectores. Y se da el caso de que la semana pasada me reencontré con el querido
Miguel Ángel Barroso para charlar sobre mil cosas, fundamentalmente sobre su
documental PierPaolo, pero algunas
novedades laborales (por fin, de repente, alguien ofrece un trabajo remunerado,
aunque sólo sea para unos días) y compromisos previos me están impidiendo
visionar su trabajo y, por mucho que tenga la fortuna de conocer al autor, no
me gusta hablar sobre lo que no he tenido oportunidad de conocer de primera
mano y, por lo tanto, ese asunto deberá esperar (pero hago la firme promesa de
no demorarlo demasiado -aunque ahí están los Oscar llamando a la puerta y aún quedan
cosas por contar en Celuloide en vena-). Pero se da el caso de que algo sobre
lo que hablamos la otra tarde viene que ni pintado para comenzar el presente
escrito puesto que, curtidos ambos en las lides periodísticas, en concreto en
las que se refieren a la crítica cinematográfica, repasando sin acritud pero
sin medias tintas aventuras propias o ajenas (pero conociendo a los
protagonistas y a veces habiendo sido testigos de las mismas), abordamos el
espinoso asunto de las camarillas, de los compartimentos estancos, de los paniaguados,
de aquellos que perpetúan el clientelismo, que aceptan sin recato el esclavismo
y/o el soborno (no hace falta percibir un pago en metálico para ello, hay otras
muchas prebendas y canonjías que obtener como resultado de poner en almoneda la
ética profesional), esas voces que se pregonan como libres pero en realidad
hablan al dictado de quien paga (y que no dan su brazo a torcer aunque sea
público y notorio, prefieren mantener una actitud cínica -y puede que mentir
descaradamente- a reconocer por qué dicen lo que dicen). Llegar a un punto en
que no te ves capaz de pisotear más veces tu dignidad (eso es lo peor: hacerlo
tú mismo) o haber sido capaz de sobrevivir un tiempo sin tener que hacerlo (lo
que aún te convierte en más peligroso para el resto -es morder la mano que te
da de comer, eso dicen, intentando confundir la lealtad, el compromiso honesto
y bien ganado, aquello que no se ha de traicionar, con la sumisión, el
sometimiento, el abuso, la venta de cuerpo y alma-) sigue siendo la causa
directa de que muchos colegas a los que congratula poder llamar y considerar
así no ejerzan la profesión o no estén asumiendo las tareas que deberían o
recibiendo los parabienes que merecen (lo digo en modo indicativo porque son
muchos los que día a día tendrían que recibir el aplauso del público aunque
sólo sea en su retirada más o menos a tiempo o voluntaria), justa recompensa a
su calidad, a su nobleza, a su capacidad, a sus méritos, revalorizando un
prestigio ganado en buena lid (y que, las cosas como son, los receptores
olvidan en cuanto abandonan -u obligados a abandonar- la primera línea).
El caso es que nos fuimos un tanto por los
cerros de Úbeda, tal y como acabo de volver a hacer (digresiones e introitos
inacabables a los que ya están acostumbrados los pacientes y leales que continúan
asomándose a este blog), todo vino rodado cuando mencionamos que, hablando en
términos periodísticos, uno debe ser honesto y reconocer ante los demás (son, de
una forma u otra, su público, aquellos que compran un periódico, sintonizan una
emisora, buscan un contenido, demandan lo que alguien en concreto produce por
el mero hecho de llevar su firma) sus lazos de amistad con aquel sobre el que
habla, eso no invalida el juicio, todo lo contrario, lo peor es ponerse a
lanzar loas desmesuradas sin sentido (aún más cuando responden a intereses de
empresa o imposiciones -se puede ser cauto para, al menos, no quedar señalado,
no hace falta hablar de “obra maestra” si no se piensa que haya tal, se pueden salvar
los muebles de aquel a quien hay que dejar en buen lugar sin necesidad de caer
en lo ridículo y/o patético, haciendo notorio el gato encerrado-), tampoco hay
que coartarse excesivamente si el entusiasmo se nos antoja inevitable,
precisamente el equilibro entre pasión y entendimiento es el más complicado de
mantener y ahí es donde mejor puede medirse quién se toma el oficio en serio y
quién atiende a su juego para obtener un beneficio y no tener que pagar ninguna
prenda a cambio (también hay mucho proselitismo, mucho fanatismo, mucho intento
-y logro- de alienación, pero mejor dejémoslo para otro día). Y (a ver si
enderezo el discurso antes de seguir bifurcándome sin solución) nos pusimos a
filosofar un poco sobre semejante cuestión porque Miguel Ángel tuvo la
gentileza de decirme que estaba deseando que viese su documental puesto que
sabía que le daría una opinión sincera, que no le regalaría los oídos, que
analizaría lo que no me gustase para encontrar el motivo por el que eso
sucedía, en definitiva, confiaba en mi criterio (como otros muchos amigos y
gentes de la profesión artística tienen a bien hacer y llevan años
concediéndome su confianza sin tacha ni condiciones); al margen de
agradecérselo (él mismo es un espléndido crítico, una persona de juicio que no
se ha dejado intoxicar por corrientes, dictámenes, pensamientos únicos ni
demás, con la que puedes discrepar y establecer un diálogo enriquecedor), le
dije que nunca he negado que en ocasiones he rebajado mi tono abrupto y molesto
de espectador que se siente agredido ante lo que vive como una tomadura de pelo
(o un aburrimiento mortal o cualquier incomodidad provocada por la obra a
considerar que impida el disfrute de la experiencia) para no herir
susceptibilidades de gente a la que quiero y respeto, aún más si existen lazos
de amistad o cuando menos una simpatía nacida del conocimiento personal, que a
veces he optado por guardar silencio para no hacer daño pero también para
salvaguardar el valor que otros pueden dar a mis valoraciones, porque me parece
innoble poner algo por las nubes (o atacarlo inmisericordemente) sólo por quedar
bien o para que alguien no te retire el saludo (si sólo me quiere para que le
baile el agua estamos mejor alejados), aunque emplear esta táctica (sobre todo
abusar de ella) deja al descubierto a quien la practica, bien sea porque rehúye
mojarse y expresar pareceres encontrados (hay mucho buenismo en este asunto –“sólo
escribo sobre lo que me gusta”-, pero a veces no queda claro si no se tiene una
opinión por desconocimiento o porque no se quiere dar) o porque para todos
aquellos que, por así decirlo, pueden comprender ese código restringido al
estar en la misma onda queda claro que la falta de noticias a veces no es una
buena noticia, sino todo lo contrario.
Y toda esta parrafada (que, al menos, se
ahorrarán los lectores -si quedan- el día que escriba sobre el documental de
Miguel Ángel Barroso) viene a cuento (así quiero pensarlo) porque no hace mucho
que terminé la segunda novela de alguien con quien he compartido programas de
radio y televisión, tertulias públicas y privadas, alguien a quien conozco hace
muchos años, alguien a quien puedo llamar amigo con todas las letras porque
siempre lo ha demostrado y sin pedir nada a cambio ni cobrarse favores (trabajó
mucho tiempo en un gabinete de prensa y, aunque hacía los ofrecimientos
pertinentes de diferentes actividades, nunca agobió, obligó, trapicheó o impuso
nada, siempre dejaba que cada uno decidiese qué contenidos podían serle útiles
para el programa), alguien que durante un tiempo también se vio obligado a no
poder expresarse con libertad porque ese que se pensaba director pero en
realidad era dictador decretaba cómo debíamos juzgar las películas de que nos
ocupábamos cada semana según sus propios intereses (“los del programa”, se le
llenaba la boca cuando sólo buscaba medrar, colmar su ambición, hacer
propaganda pura y dura). Y, reconociendo que cogí el libro con cariño, lo
cierto es que Las calculadoras de
estrellas de Miguel Ángel Delgado (sí, tocayo de Barroso) me ha hecho pasar
algunos buenos ratos (lo leí con avidez, es imposible desengancharse, tiene la
cadencia precisa para que quieras leer un capítulo -y luego otro y después
otro-) y muy pronto olvidé que el autor es alguien querido para dejarme
arrastrar por su luminosa prosa, heredera directa de aquella literatura que
adoramos cuando éramos chavales, no en vano ha salido del magín y el corazón de
aquel que, junto a María Santoyo, fue el comisario de la exposición Julio Verne. Los límites de la imaginación,
sólo por citar uno de sus créditos, aunque tampoco puede ni debe olvidarse que
es una de las personas que ha conseguido que el mito de Nikola Tesla se
extendiese en nuestro país, contagiando la fiebre por un personaje al que la
Historia ha negado durante demasiado tiempo el lugar que le correspondía.
Su curiosidad periodística siempre ha gozado
de buena salud, nunca ha dejado de hacer preguntas, por eso ha desarrollado un
instinto muy sensible para encontrar personalidades a las que no se ha
concedido ese trato, arrinconándolas, borrando sus nombres, sus huellas, sus
obras, siendo despojadas de una bien ganada inmortalidad a base de injusticias,
de abusos, de latrocinios, expulsadas de la historia oficial porque son muy
pocos los que la dictan (aún menos los que la escriben); Miguel Ángel siente
predilección por aquellos hombres y mujeres que han sido ninguneados y ocultados,
cuando no tachados porque a unos cuantos no les convenía que sus nombres (y
sexo o color de la piel) trascendiesen, así lo demuestra en sus artículos, así,
como decimos, lo hizo (y sigue haciendo) con Tesla, a quien convirtió en personaje
decisivo de su primera novela (Tesla y la
conspiración de la luz), así ha vuelto a hacerlo en Las calculadoras de estrellas que publicó Destino en el último
trimestre de 2016. Las mujeres homenajeadas ya desde el título son las que,
contratadas por la Universidad de Harvard porque eran mano de obra barata y se
las consideraba idóneas para llevar a cabo un trabajo rutinario (lo que los
hombres doctos tenían por tal), elaboraron un auténtico mapa celestial entre
finales del XIX y principios del XX que hizo posible la imparable revolución
astronómica que sentó sus bases en el resultado de miles de horas de
observación, cuantificación, clasificación, entrega y pasión. Como se ha dicho,
la novela evoca el aire, el ritmo, el tono, el ambiente de aventura que
caracterizaba a Julio Verne (sabiamente mezclado con pinceladas que transpiran
a Charlotte Brönte o a Dickens, por mucho que el escenario de la acción sea
Estados Unidos), haciendo comprensible el imprescindible lenguaje científico,
asentándose en una exhaustiva documentación y en un lenguaje contrastado con minuciosidad
con expertos en la materia, precisión que contribuye a la verosimilitud pero no
empaña ni oculta la historia personal, la peripecia particular, la posibilidad
de empatizar con sus protagonistas, la real Maria Mitchell y la inventada
Gabriella Howard, sabiendo hablar para entendidos pero, sobre todo, para
neófitos, para ignorantes, para los que, como un servidor, siempre hemos sido
muy de Letras y, a pesar de lo apasionante que en sí pueden resultar la Física,
la Química u otras ciencias, solemos mirar hacia otro lado cuando son el asunto
principal (defecto que sí podríamos achacar a Verne aunque, las cosas como son,
nos percatamos de sus parrafadas científicas cuando somos adultos, ya que de
niños devoramos páginas en las que sólo se habla de -caso de Cinco semanas en globo- temperatura a la
que debe arder el gas para conseguir más o menos elevación, peso de los
ocupantes, dimensiones y materiales con que construir la barquilla y cuestiones
similares).
Puede que haya quien piense que Las calculadoras de estrellas se suma al
carro de un estupendo filme recientemente estrenado en nuestro país y que opta a
tres Oscar el próximo 26 de febrero, incluso habrá quien incluya a ambas
(novela y película) en una tendencia (puede que hasta digan “moda” para así
depreciarla aún más) a glorificar a aquellos a los que considerar (ellos
intentarán minimizar el golpe de ese modo, pero son documentos inapelables los
que vienen a desmentir a la Historia o, al menos, a añadirle capítulos), a
todos los que fueron desheredados, desposeídos, segregados, oprimidos,
esclavizados, discriminados, asesinados, podríamos seguir enumerando adjetivos
casi hasta la extenuación; en realidad, hay que hablar de justicia, de
necesidad, de no aceptar todo lo que está escrito, de mirar más allá de
nuestras narices, de detectar los agujeros (o los zurcidos toscos) que hay en
muchas historias que se transmiten sin alterar ni una coma, sin aceptar
preguntas, sin atender a contradicciones, sin curiosidad por los puntos
suspensivos o las notas a pie de página. Por fortuna, hay escritores como
Miguel A. Delgado (por respetar la grafía con que aparece su nombre en la
portada) que se ponen a imaginar pero con conocimiento de causa, investigando y
completando la Historia, regalando vibrantes páginas de pura literatura cuando
los documentos se acaban, rellenando huecos con honestidad, procurando no
faltar a la verdad (y, sí, es mi amigo y eso hace que me sienta orgulloso, pero
bien saben los fieles al blog que si no hubiese disfrutado tanto con Las contadoras de estrellas también lo
diría).