“La
muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien”,
así lo sentenció en su día Iván Turguéniev y supo sintetizar a la perfección
ese permanente estupor que (paradójicamente) vive cualquiera cuando se enfrenta
al fallecimiento de alguien más o menos conocido, la capacidad de sorpresa que
la Parca mantiene prístina, llegando en el momento más inesperado e inoportuno,
pillándonos a contramano, sin entrenamiento posible, jugando con sus propias
reglas, haciendo trampas, variando a su antojo lo que creíamos establecido,
dejándonos sin capacidad de respuesta por mucho que su llegada se hubiese
anunciado en la primera línea del relato o en el diagnóstico médico, también
podemos apelar a ese intangible llamado “alma rusa”, a esas melancolía,
desolación, amargura y tantas sensaciones más que, aunque expresadas de manera
distinta, alientan (aunque pueda parecer un oxímoron la elección de tal verbo)
la escritura de esos autores decimonónicos (y posteriores -y a buen seguro
anteriores aunque quien esto firma no tenga tanto conocimiento como para
asegurarlo-) que, desde aquellas latitudes, nos siguen explicando tantas cosas
hoy en día, exponiendo sentimientos, certezas, dudas, dilemas, miedos, podemos
colegir que, con el desencanto que llevaba arraigado en su corazón pero que
supo transmutar en arte, Turguéniev señala, sencillamente, que la muerte es el
final del camino y que cada quien deberá afrontar la propia, esa que siempre
será nueva por única e irrepetible. Y la primera parte de la frase, esa
sentencia que bien podría pronunciar Philip Marlowe o algún personaje creado
por James Ellroy, Patricia Highsmith o cualquier maestro del género, ese “la
muerte es una vieja historia” que bien podría llevar como colofón un “querido
Watson” o un “mon ami” ha servido a Hernán Rivera Letelier para dar título a la
novela que Alfaguara ha publicado en España a comienzos de este 2017, título
que, responde a través del correo electrónico, “apareció por casualidad durante
el proceso de escritura. Es el primer título de todas mis novelas que no me
pertenece”.
La
muerte es una vieja historia es una novela policiaca que respeta un cierto
esquema clásico, responde al convencionalismo de plantear interrogantes e
involucrar al lector en la resolución de los mismos pero, por encima de todo,
es una magnífica vuelta de tuerca al género, una brillante parodia plena de
emoción y farsa, combinando y equilibrando ambos aspectos, divirtiendo en la acepción
más amplia del término, una humorada que no funcionaría con la misma
efectividad sin el tono policiaco, novela detectivesca (o de investigadores,
para que no suene tan fuerte -es algo que se explica en el libro-) que no
despertaría el mismo interés de no estar narrada con tanta ligereza y tomándoselo
todo a broma, una mezcla explosiva que mueve al entusiasmo y a la admiración,
aunque el autor se quite importancia: “Si no me preguntan cómo escribo mis
novelas lo sé perfectamente, si me lo preguntan ya no lo sé. Soy un práctico,
no un teórico. A veces he llegado a pensar que soy solo un médium, que alguien
me dicta, o mueve mis dedos en el teclado. De ahí que uno de mis libros se
titule Romance del duende que me escribe
mis novelas”. Llamémosle duende, llamémoslas musas, hablemos de raptos de
inspiración, el caso es que, ya lo dijo Picasso, te pillen trabajando o con la
disposición de ponerte a ello o, que sea así si así se lo parece al autor (o al
receptor del soplo, siguiendo con su razonamiento), tener la suerte de ser el
elegido para recibir ese dictado que ha conseguido que la producción de Hernán
Rivera Letelier pueda considerarse una de las más sorprendentes, innovadoras,
ricas y plausibles no sólo de Chile, sino del mundo que habitamos, como lo
demuestra La muerte es una vieja historia
al concentrar tantas posibilidades de lectura en apenas 200 páginas: “Siempre
lo digo. Más que un escritor, me considero un corrector. Aprendí desde el
comienzo que el arte estaba en la corrección. Cualquiera puede escribir, no
todos saben corregir” (por lo tanto, a pesar del duende, si usted no interviniese,
cabe pensar que el resultado no sería el mismo, querido maestro).
Aunque no exista la intención de escribir
una serie, ni tan siquiera de recuperar el personaje en alguna narración
posterior, toda novela policiaca que se precie necesita un personaje central,
un investigador al que seguir en el proceso de desentrañar el o los misterios
que vayan apareciendo a lo largo del relato; aquí nos encontramos con el Tira
Gutiérrez, el único investigador privado de Antofagasta, alguien que, tras
perder su trabajo como minero, siguió un curso por correspondencia para poder
ser llamado detective (aunque, como ya se señaló, esa palabra incomode y asuste
a los lugareños), un tipo al que su mujer abandonó porque “era inteligente que
no servía para nada”, un cuarentón (aunque de aspecto juvenil a pesar del
mechón blanco que luce sobre su frente) que sufre de insomnio, no tolera el
alcohol y lleva meses sin fumar, sin duda, como puede comprobarse por este
acelerado retrato robot, toda una creación que estuvo ahí desde el origen: “El
Tira Gutiérrez nació junto con la idea de escribir una policial. Lo mismo que
la hermana Tegualda. Ambos están creados con retazos de personas que he
conocido alguna vez en alguna parte. Aunque, por supuesto, ambos tienen también
mucho de mí”. ¡Ah, la hermana Tegualda! ¡Qué personaje! Contrapunto del Tira
(porque posee más capacidades deductivas que él), una monja evangélica que
llega como cliente pero se transforma en asistente del investigador,
fundamentalmente porque necesita un trabajo, también porque “pese a su carita
de santa al primer intercambio de palabras [el Tira] vio que era lista e
inteligente, y tenía la sagacidad de un animal de fábula” (sin desdeñar el
hecho de que “aunque ella misma lo ignoraba, la hermana era dueña de una
sensualidad que le transmigraba los poros”): “La hermana Tegualda nació en el momento en que me dije
que el Tira necesitaba un asistente. Por intuición pensé que debía de ser una mujer
joven, bella y sensual, como para que mantuviera nervioso al Tira. Después le
busqué algún rasgo que la destacara y ahí se me ocurrió lo de evangélica y, al
instante, me vino a la memoria el nombre Tegualda, que es el de una hermana
evangélica que conocí de niño y de la que estaba enamorado hasta los huesitos.
Mis padres eran evangélicos pentecostales”. Además, hay una plétora de
secundarios (Don Memo, el Muertito, Madame Encarnación) que contribuyen a que
la acción se enriquezca a cada paso, personajes vívidos y vibrantes que aportan
sin ocupar más espacio del debido, con su función perfectamente definida y
controlada para no merendarse a la pareja protagonista, comentario que el
escritor agradece para luego remitirse a lo que ya respondió antes, es decir,
que es un médium y el inquieto duendecillo maneja los hilos y mueve sus dedos (los
de Hernán Rivera Letelier) sobre el teclado.
Además de bajo los auspicios de
Turguéniev, la novela se presenta con una cita de Raymond Chandler: “Hace
tiempo que me he persuadido de que lo que hace aburridas a las novelas
policiales, al menos en un plano literario, es que los personajes se extravían
cuando ha transcurrido un tercio. A menudo la apertura, la puesta en escena, el
establecimiento del trasfondo, es muy bueno. Pero después la trama se espera, y
los personajes se vuelven meros nombres. ¿Qué puede hacerse para evitarlo? Se
puede escribir acción constante, y eso está muy bien si uno lo disfruta. Pero lamentablemente
uno madura, uno se vuelve complicado e inseguro, uno se interesa en los dilemas
morales más que en quién le rompió a quién la cabeza… (…) Sea como sea escribí
esto como quería escribirlo, porque ahora puedo hacerlo”. Y uno, dándoselas de
ingenioso, pregunta si La muerte es una
vieja historia la escribió así, tal y como quiso, porque ahora puede
hacerlo y si Chandler es un referente o un mero punto de partida para tomar un
camino diametralmente opuesto: “A mí las novelas policiales no me gustan. No
las leo. Lo único que leí fue Un largo
adiós, de Chandler. Escribí esta novela policial como a mí me habría
gustado leer una novela policial, con poca violencia y mucho humor. Y pensando
más en el lenguaje y en el estilo que en la solución del caso. Más que atrapar
al criminal, yo busco atrapar al lector. El epígrafe de Chandler lo encontré en
un libro de cartas del autor [tal vez se refiere al recopilatorio del que
hablamos en su día, A mis mejores amigos
no los he visto nunca, lectura que se aprovecha para volver a recomendar]”.
Consigue atrapar al lector, vaya que sí, le envuelve con su escritura
minimalista, libre de lo accesorio, sumando continuamente pequeños detalles que
la enriquecen, con diálogos vivaces que conforman en sí mismos la acción,
sorprendiendo con su frescura y ausencia de ínfulas, una escritura precisa y
preciosa que rompe fronteras casi en cada frase, pasando de lo aparentemente
estrambótico y esperpéntico (dicho ambos adjetivos -y otros similares- como el
mayor de los elogios por las alturas alcanzadas) a lo más mundano y cotidiano,
tratado todo con enorme naturalidad, con implacable realismo, haciendo farsa
muy en serio: “Como autodidacta, tengo cuatro herramientas para escribir de las
cuales la principal es la experiencia. Las otras son: memoria, imaginación e
intuición (esta última también es fundamental). La diferencia entre los
escritores académicos o intelectuales y yo, radica en que ellos creen en lo que
escriben (creen en sus títulos, en su erudición); en cambio yo no creo en lo
que escribo: yo tengo fe en lo que escribo”. Y consigue, predicando con el
ejemplo, permitiendo que le conozcamos por sus obras, que esa fe se propague
entre la cantidad ingente de lectores (de fieles, de creyentes) que ha
cosechado en los quince idiomas a los que, por el momento, ha sido traducido. Como
ejemplo final de por qué Hernán Rivera Letelier es una permanente revelación y
revolución para el lector que se zambulle en una de sus novelas (imposible no
hacerlo a las pocas líneas, a lo sumo cuando han pasado tres o cuatro páginas),
como constatación de que La muerte es una
vieja historia (como los clásicos del género que se mantienen vivos y en
perfecto estado de revista) es un policial que acepta múltiples lecturas,
reproduzco un párrafo que compartí hace pocos días con mis contactos de
Facebook, una espléndida andada dedicada a aquellos que se empeñan en
empobrecer, camuflar, pervertir, utilizar sin sentido palabras, pretender
cambiar el significado de otras, todo viene, en parte, a raíz de que la hermana
Tegualda no quiera hablar de “violador” sino de “perjudicador”, aunque lo que
motiva al Tira Gutiérrez es el hecho de que las autoridades se refieran a la
gente pobre como “gente vulnerable” como le recuerda su asistente: “Tiene
razón, hermana. Cómo le temen a las palabras esa tracalada de buenos para nada.
No creo que usted se acuerde, es muy joven, pero en tiempos de la dictadura -perdón,
gobierno militar-, para ellos no hubo golpe sino pronunciamiento, no hubo
torturas sino apremios ilegítimos, no hubo desaparecidos sino gente no habida. Y
ahora en el país ya no hay crisis sino crecimiento negativo, no hay cesantes
sino desvinculados, no hay vagabundos sino personas en situación de calle. Y si
nos vamos al mundo en general veremos que ya no hay guerras sino intervenciones
militares, no hay ataques sin provocación sino ataques preventivos, no hay
muertos inocentes sino daños colaterales, no hay cárceles ilegales sino zonas
de confinamientos”. ¡Menos mal que hay duendes que dicen las cosas bien
claritas!