martes, 7 de marzo de 2017

POR ELLA LEEMOS (Y ESCRIBIMOS)







  Aunque su nombre no me era desconocido, debo reconocer que la primera persona que me habló de Agatha Christie como posibilidad lectora fue la madre de mi amigo Joaquín, esa que estaba empeñada a toda costa en que su hijo fuese un brillante estudiante cuando no pasaba del aprobado más que en contadas ocasiones, esa que se esforzaba en que su vástago demostrase en cada momento unas capacidades que, las cosas como son, él prefería mantener adormiladas o sin desarrollar, esa que por un lado quería que Joaquín leyese con avidez, sin freno, sin condiciones, sin límites, mientras por otro ponía todas las trabas del mundo al regirse por un puritanismo rayano en lo enfermizo, olfateando (literalmente) mi ejemplar de El cartero siempre llama dos veces (título que ella debía conocer aunque sólo fuese por la versión cinematográfica protagonizada por Lana Turner -aunque su cultura, más amplia de lo que, por desgracia, era habitual entre las mujeres de su generación en un país que luchaba por quitarse la dictadura de encima y evitar las secuelas, dejaba bastante que desear al responder a una educación pacata, dogmática, muy restringida y casi circunscrita a lo necesario para ser una buena ama de casa-), puesto que en la portada aparecía un fotograma de la entonces reciente puesta al día de la historia llevada a cabo por Bob Rafelson gracias al espléndido guión de David Mamet (sin recurrir a actualizaciones que en tantas ocasiones distorsionan, pervierten y malogran el material original) que, aunque no pertenecía a la popular y potente (en todos los sentidos) secuencia que convirtió la harina en un afrodisiaco, dejaba claro que Jessica Lange y Jack Nicholson se (según decía la buena señora) dejaban llevar por sus peores instintos y daban rienda suelta a la lujuria. Sea como sea, Agatha Christie le parecía inocente a pesar de tanto crimen, de familias consumidas por el rencor, la avaricia o los amores encontrados, de asesinatos sangrientos, peligros inminentes y personajes amorales, Joaquín sí era lector compulsivo de la serie de Los Tres Investigadores, de hecho fue quien me aficionó de verdad a ellos aunque mi hermano tenía alguno de sus libros, una de las muchas tardes que pasábamos en su casa volvíamos a repasar el listado de misterios que, bajo los auspicios de Alfred Hitchcock, Júpiter, Pete y Bob habían resuelto, decidíamos cuál leeríamos a continuación, el caso es que Joaquín le preguntó a su madre, “oye, ¿y esos libros que me dijiste en los que sale una señora?”, ella se levantó del sofá en el que cosía, fue a una de las librerías (había unas cuantas repartidas por la casa, eso no se puede negar ni obviar) y creo que cogió Un gato en el palomar, el caso es que identifiqué el nombre de la autora (ya empezaba a buscar otros títulos más allá de los meramente juveniles, especialmente si había un asesinato o intriga por resolver, y por lo tanto la tía Agatha había llamado mi atención) y mientras la madre de Joaquín decía que en ese no salía la señorita Marple pero era de los que más le gustaba, yo tomaba la decisión de incluir a la Christie entre los regalos de Reyes (si no era ya Navidad, estábamos muy cerca) y, al expresarla en voz alta, mi destino quedó sellado porque, recomendación que le agradeceré toda la vida (lo contado antes no quita esto otro), la madre de mi amigo dijo: “Que te regalen El tren de las 4.50, uno de los mejores”. Y, ya sin solución de continuidad, vino rodado todo lo que he repetido demasiadas veces como para hacerlo una más, baste volver a reivindicarme como sobrino de la tía Agatha, admirador incondicional y para siempre desde aquellos días finales de 1981.
   Aunque siempre hemos discrepado y chocado, aunque nuestras ideologías no pueden ser más opuestas, aunque es cierto que los años han ido acercándonos y relajando, mi hermano y yo compartimos aficiones y pasiones y en los terrenos artísticos, más allá de ciertas querencias, por encima de dogmas, irracionalidades y prejuicios de cada uno, nos hemos comunicado sin muchas tensiones (inexistentes ahora, por mucho que él se ponga pesado recomendando una serie y yo me muestre cerril en que hay temáticas que me aburren), más aún cuando se trata de novela de misterio y/o negra, por eso muy pronto repasaba con él el listado de títulos de Agatha Christie que solía venir en la contraportada de aquellos tomos de la editorial Molino, empezando a diseñar mi estrategia lectora, aprendiendo que “Poirot” era un apellido y se pronunciaba “puarot” (e incluso “puagó” si nos poníamos estupendos), descubriendo que Testigo de cargo era de una de las películas favoritas de la abuela (“¡Ay, qué bonita!”) y se basaba en un relato de mi recién estrenada autora de cabecera, prendándome de la señorita Marple en el mismo momento en que su amiga la Sra. McGillicudy le comunica que cree haber visto cómo se cometía un crimen en el tren que viajaba en dirección contraria al suyo. Así, no ha sido extraño haber pasado unas cuantas horas de lo más entretenidas (repartidas en varios días, aunque el autor consigue enganchar desde el principio, aún más si se pertenece a la cofradía agathiana), inmerso en la lectura de un libro que Eduardo me pasó hace un par de meses, en parte porque presintió con acierto que me interesaría, fundamentalmente porque Juan Francisco Escudero presenta El secreto de la mansión Flint (publicado por Bohodón Ediciones) como el homenaje que debía a quien le impulsó como lector y como lector (no creo que haya ningún misterio, ¿verdad?, ya se sabe a quién nos referimos) y así lo detalla en la solapa: “Mi relación con la literatura seguramente entra de lleno en la contradicción más absoluta. Estudiante de Ciencias pero con alma de contador de historias, mi primer contacto significativo con el mundo del papel tuvo lugar leyendo un libro sobre un detective histriónico de origen belga que me cautivó porque conseguía que te vieras involucrado en un mundo completo y enrevesado pero envuelto de una sencillez sin límites. No entonces, sino unos años más tarde y de pie frente a una tumba en el cementerio de St. Mary, en Cholsey, me prometí a mí mismo que algún día intentaría emular la magia de quien allí descansaba. He escrito libros que no tienen nada que ver con el misterio, sin embargo, esto es lo que siempre había soñado aun sabiendo que jamás podré llegar a su altura. Sólo puedo decir gracias, MRS. CHRISTIE”.
   Cada cierto tiempo, Pablo vuelve a la carga e insiste en que, con toda la novela policiaca que he leído y leo (en sus diferentes registros y posibilidades), con lo bien que me conozco la obra de la tía Agatha (aunque, por fortuna, siempre queda mucho por descubrir, releer, rescatar de las brumas de una lectura ávida y voraz de hace más de treinta años), no tendría problema para trenzar un argumento, que si sigo empeñado en que no soy capaz de escribir ficción (y no lo soy, es un hecho, reconozco mis limitaciones, durante años me frustraba, ahora lo sobrellevo sin problemas gracias en parte a este blog) él pondría lo demás una vez yo trace las líneas maestras, es decir, el crimen (por fortuna, no me ha esperado y, si los hechos se suceden como están previstos, en este año aparecerá publicada su segunda novela, un título de género negro -y algo más-), pero se me antoja muy difícil no caer en una mera copia, en una repetición, sería imposible ser original, sorprendente (de hecho, la mayoría de las veces que intuyo por dónde van los tiros en una película o novela con un misterio que resolver es porque, de una forma u otra, evoco alguna de las soluciones que tía Agatha utilizó), sé que caería en el estereotipo, en lo facilón (en parte lo sé porque en más de una ocasión me puse a la tarea, especialmente en plena efervescencia christiana, también años después cuando intenté pensarme como posible novelista), y aún más lo he confirmado leyendo a Juan Francisco Escudero, quien ha sabido ponerse al abrigo de la tía Agatha sin imitarla, haciendo guiños a los lectores fieles, a los fans de mucho tiempo, pudiendo rastrear influencias de El truco de los espejos, El asesinato de Roger Ackroyd, El tren de las 4.50 o aquellos títulos narrados por Hastings, al menos, uno ha ido evocando esas lecturas, tal vez en el ánimo y en la intención del autor han pesado otras, puede que algunas, sencillamente, se hayan deslizado en la escritura sin que él fuese plenamente consciente, porque lo que ha captado a la perfección y ha reproducido con sumo cuidado es el ambiente, la atmósfera, el tipo de personajes, las relaciones entre ellos, todos los elementos que conforman el canon christiano, dándoles viveza, sin que chirríen ni se queden en lo superficial o lo caricaturesco, un estimulante ejercicio literario que en sí mismo resulta muy atractivo y absorbente, aún más cuando se comparten lazos sanguíneos (nadie puede negarlos con la de sangre derramada que hemos compartido) con la que, se pongan como se pongan eruditos, diletantes y culturetas varios, sigue siendo la reina indiscutible, la que lo inventó todo, la que nos sigue dejando con la boca abierta incluso aunque conozcamos la identidad del asesino, hace el truco como los grandes magos, muy cerca, delante de tus ojos, pero te envuelve, te envenena (en más de un sentido, jajaja), te hurta con honestidad un pase (o paso) y, abracadabra, los ojos como platos porque tía Agatha lo ha vuelto a lograr y de no ser por Poirot o la señorita Marple (o algunos otros) seguiríamos in albis. Sí, es cierto, echarle un pulso a la Christie es casi un suicidio, pero Juan Francisco Escudero puede estar más que satisfecho del resultado (y nuestra tía también).