Aunque su nombre no me era desconocido, debo
reconocer que la primera persona que me habló de Agatha Christie como
posibilidad lectora fue la madre de mi amigo Joaquín, esa que estaba empeñada a
toda costa en que su hijo fuese un brillante estudiante cuando no pasaba del
aprobado más que en contadas ocasiones, esa que se esforzaba en que su vástago
demostrase en cada momento unas capacidades que, las cosas como son, él
prefería mantener adormiladas o sin desarrollar, esa que por un lado quería que
Joaquín leyese con avidez, sin freno, sin condiciones, sin límites, mientras
por otro ponía todas las trabas del mundo al regirse por un puritanismo rayano
en lo enfermizo, olfateando (literalmente) mi ejemplar de El cartero siempre llama dos veces (título que ella debía conocer
aunque sólo fuese por la versión cinematográfica protagonizada por Lana Turner
-aunque su cultura, más amplia de lo que, por desgracia, era habitual entre las
mujeres de su generación en un país que luchaba por quitarse la dictadura de
encima y evitar las secuelas, dejaba bastante que desear al responder a una
educación pacata, dogmática, muy restringida y casi circunscrita a lo necesario
para ser una buena ama de casa-), puesto que en la portada aparecía un
fotograma de la entonces reciente puesta al día de la historia llevada a cabo
por Bob Rafelson gracias al espléndido guión de David Mamet (sin recurrir a
actualizaciones que en tantas ocasiones distorsionan, pervierten y malogran el
material original) que, aunque no pertenecía a la popular y potente (en todos
los sentidos) secuencia que convirtió la harina en un afrodisiaco, dejaba claro
que Jessica Lange y Jack Nicholson se (según decía la buena señora) dejaban
llevar por sus peores instintos y daban rienda suelta a la lujuria. Sea como
sea, Agatha Christie le parecía inocente a pesar de tanto crimen, de familias
consumidas por el rencor, la avaricia o los amores encontrados, de asesinatos
sangrientos, peligros inminentes y personajes amorales, Joaquín sí era lector
compulsivo de la serie de Los Tres Investigadores, de hecho fue quien me
aficionó de verdad a ellos aunque mi hermano tenía alguno de sus libros, una de
las muchas tardes que pasábamos en su casa volvíamos a repasar el listado de
misterios que, bajo los auspicios de Alfred Hitchcock, Júpiter, Pete y Bob
habían resuelto, decidíamos cuál leeríamos a continuación, el caso es que
Joaquín le preguntó a su madre, “oye, ¿y esos libros que me dijiste en los que
sale una señora?”, ella se levantó del sofá en el que cosía, fue a una de las
librerías (había unas cuantas repartidas por la casa, eso no se puede negar ni
obviar) y creo que cogió Un gato en el
palomar, el caso es que identifiqué el nombre de la autora (ya empezaba a
buscar otros títulos más allá de los meramente juveniles, especialmente si
había un asesinato o intriga por resolver, y por lo tanto la tía Agatha había
llamado mi atención) y mientras la madre de Joaquín decía que en ese no salía
la señorita Marple pero era de los que más le gustaba, yo tomaba la decisión de
incluir a la Christie entre los regalos de Reyes (si no era ya Navidad,
estábamos muy cerca) y, al expresarla en voz alta, mi destino quedó sellado porque,
recomendación que le agradeceré toda la vida (lo contado antes no quita esto
otro), la madre de mi amigo dijo: “Que te regalen El tren de las 4.50, uno de los mejores”. Y, ya sin solución de
continuidad, vino rodado todo lo que he repetido demasiadas veces como para
hacerlo una más, baste volver a reivindicarme como sobrino de la tía Agatha,
admirador incondicional y para siempre desde aquellos días finales de 1981.
Aunque siempre hemos discrepado y chocado,
aunque nuestras ideologías no pueden ser más opuestas, aunque es cierto que los
años han ido acercándonos y relajando, mi hermano y yo compartimos aficiones y
pasiones y en los terrenos artísticos, más allá de ciertas querencias, por
encima de dogmas, irracionalidades y prejuicios de cada uno, nos hemos
comunicado sin muchas tensiones (inexistentes ahora, por mucho que él se ponga
pesado recomendando una serie y yo me muestre cerril en que hay temáticas que
me aburren), más aún cuando se trata de novela de misterio y/o negra, por eso
muy pronto repasaba con él el listado de títulos de Agatha Christie que solía
venir en la contraportada de aquellos tomos de la editorial Molino, empezando a
diseñar mi estrategia lectora, aprendiendo que “Poirot” era un apellido y se
pronunciaba “puarot” (e incluso “puagó” si nos poníamos estupendos), descubriendo
que Testigo de cargo era de una de
las películas favoritas de la abuela (“¡Ay, qué bonita!”) y se basaba en un
relato de mi recién estrenada autora de cabecera, prendándome de la señorita
Marple en el mismo momento en que su amiga la Sra. McGillicudy le comunica que
cree haber visto cómo se cometía un crimen en el tren que viajaba en dirección contraria
al suyo. Así, no ha sido extraño haber pasado unas cuantas horas de lo más
entretenidas (repartidas en varios días, aunque el autor consigue enganchar
desde el principio, aún más si se pertenece a la cofradía agathiana), inmerso
en la lectura de un libro que Eduardo me pasó hace un par de meses, en parte
porque presintió con acierto que me interesaría, fundamentalmente porque Juan
Francisco Escudero presenta El secreto de
la mansión Flint (publicado por Bohodón Ediciones) como el homenaje que
debía a quien le impulsó como lector y como lector (no creo que haya ningún
misterio, ¿verdad?, ya se sabe a quién nos referimos) y así lo detalla en la
solapa: “Mi relación con la literatura seguramente entra de lleno en la
contradicción más absoluta. Estudiante de Ciencias pero con alma de contador de
historias, mi primer contacto significativo con el mundo del papel tuvo lugar
leyendo un libro sobre un detective histriónico de origen belga que me cautivó
porque conseguía que te vieras involucrado en un mundo completo y enrevesado
pero envuelto de una sencillez sin límites. No entonces, sino unos años más
tarde y de pie frente a una tumba en el cementerio de St. Mary, en Cholsey, me
prometí a mí mismo que algún día intentaría emular la magia de quien allí
descansaba. He escrito libros que no tienen nada que ver con el misterio, sin
embargo, esto es lo que siempre había soñado aun sabiendo que jamás podré
llegar a su altura. Sólo puedo decir gracias, MRS. CHRISTIE”.
Cada cierto tiempo, Pablo vuelve a la carga
e insiste en que, con toda la novela policiaca que he leído y leo (en sus
diferentes registros y posibilidades), con lo bien que me conozco la obra de la
tía Agatha (aunque, por fortuna, siempre queda mucho por descubrir, releer,
rescatar de las brumas de una lectura ávida y voraz de hace más de treinta
años), no tendría problema para trenzar un argumento, que si sigo empeñado en
que no soy capaz de escribir ficción (y no lo soy, es un hecho, reconozco mis
limitaciones, durante años me frustraba, ahora lo sobrellevo sin problemas
gracias en parte a este blog) él pondría lo demás una vez yo trace las líneas
maestras, es decir, el crimen (por fortuna, no me ha esperado y, si los hechos
se suceden como están previstos, en este año aparecerá publicada su segunda
novela, un título de género negro -y algo más-), pero se me antoja muy difícil
no caer en una mera copia, en una repetición, sería imposible ser original,
sorprendente (de hecho, la mayoría de las veces que intuyo por dónde van los
tiros en una película o novela con un misterio que resolver es porque, de una
forma u otra, evoco alguna de las soluciones que tía Agatha utilizó), sé que
caería en el estereotipo, en lo facilón (en parte lo sé porque en más de una
ocasión me puse a la tarea, especialmente en plena efervescencia christiana,
también años después cuando intenté pensarme como posible novelista), y aún más
lo he confirmado leyendo a Juan Francisco Escudero, quien ha sabido ponerse al
abrigo de la tía Agatha sin imitarla, haciendo guiños a los lectores fieles, a
los fans de mucho tiempo, pudiendo rastrear influencias de El truco de los espejos, El
asesinato de Roger Ackroyd, El tren
de las 4.50 o aquellos títulos narrados por Hastings, al menos, uno ha ido
evocando esas lecturas, tal vez en el ánimo y en la intención del autor han
pesado otras, puede que algunas, sencillamente, se hayan deslizado en la
escritura sin que él fuese plenamente consciente, porque lo que ha captado a la
perfección y ha reproducido con sumo cuidado es el ambiente, la atmósfera, el
tipo de personajes, las relaciones entre ellos, todos los elementos que
conforman el canon christiano, dándoles viveza, sin que chirríen ni se queden
en lo superficial o lo caricaturesco, un estimulante ejercicio literario que en
sí mismo resulta muy atractivo y absorbente, aún más cuando se comparten lazos
sanguíneos (nadie puede negarlos con la de sangre derramada que hemos
compartido) con la que, se pongan como se pongan eruditos, diletantes y
culturetas varios, sigue siendo la reina indiscutible, la que lo inventó todo,
la que nos sigue dejando con la boca abierta incluso aunque conozcamos la
identidad del asesino, hace el truco como los grandes magos, muy cerca, delante
de tus ojos, pero te envuelve, te envenena (en más de un sentido, jajaja), te
hurta con honestidad un pase (o paso) y, abracadabra, los ojos como platos
porque tía Agatha lo ha vuelto a lograr y de no ser por Poirot o la señorita
Marple (o algunos otros) seguiríamos in albis. Sí, es cierto, echarle un pulso
a la Christie es casi un suicidio, pero Juan Francisco Escudero puede estar más
que satisfecho del resultado (y nuestra tía también).