A buen seguro, habrá lectores que, sólo por
el título de este texto, sabrán sobre qué voy a hablar, identificarán la
canción a la que parafraseo y, por lo tanto, no les sorprenderá en absoluto el
asunto central (bueno, es mi intención que lo sea, aunque ya conocen mi
tendencia a perderme por los cerros de Úbeda y otros aún más lejanos); me
encantaría que eso sucediese porque, de alguna manera, sería un homenaje, la
constatación de que aún somos muchos los que conocemos, recordamos, mantenemos
viva la obra de una espléndida cantautora a la que nunca, ni en su momento de
máximo reconocimiento y triunfo, se le ha hecho la justicia debida por la
calidad de sus composiciones, la pertinencia, osadía, ironía y belleza de sus
letras, una personalidad, una artista que debería ser de referencia, es decir,
Mari Trini. Y podemos jugar con aquellos que ni tan siquiera puedan apuntar el
título de la canción (aunque habrá también quien desentrañe la adivinanza antes
de ser formulada porque conozcan la obra que, una vez más, vamos a recomendar y
celebrar o, al menos, la hayan reconocido por la fotografía -la poderosa fotografía de David Semuret- que hay un poco más
arriba), igual que hacía ella cuando empezaba a decir “a ese hombre, mitad
muchacho, que cuando habla se parece a un pavo real ni se te ocurra hacerle daño
porque él no entiende la diferencia entre el bien y el mal”… ¿Saben de quién
está hablando? Seguro que la segunda estrofa lo pone un poco más fácil: “A ese
hombre ilusionado que la manzana tan prohibida fue a buscar que nadie intente
hoy criticarlo, pues su pecado nos ha traído algo original. Estoy hablando de…”
¡Adán, efectivamente! Y el estribillo era un puro grito de júbilo y reivindicación
al afirmar “por eso ahora me pronuncio, te anuncio y denuncio que, de él, no me
separo ni a tiros, de verdad”, con esa sencillez, con ese lenguaje cotidiano y
de la calle que Mari Trini sabía aderezar con la poesía para alumbrar himnos
irrepetibles como Te amaré, te amo y te
querré, Amores, Ayúdala o este A ese hombre, tema menos conocido que otros aunque sonó mucho en
los primeros años 80 cuando la compositora era tremendamente popular y contaba
con una legión de seguidores que, por desgracia, olvidaron muy pronto su obra y
se acostumbraron a vivir sin su música más allá de algún arranque de nostalgia
esporádico y efímero.
Y Adán es el único protagonista de Eva ha muerto, la función escrita y
dirigida por César Augusto Cair sobre la que escribimos en diciembre de 2013
cuando tuvimos ocasión de asistir a una representación de la misma, la que
luego repetimos tiempo después, la que ha podido verse en Nave 73 todos los miércoles
de marzo (aún hay posibilidad de acercarse a la sala el próximo 29, ojalá
alguien me rectificase y se anunciaran nuevas fechas, allí o en otro lugar). En
esta cuarta temporada, el espectáculo ha sufrido transformaciones muy
significativas que han potenciado sus virtudes y hecho aflorar otras que
estaban agazapadas o inutilizadas al quedar un tanto encajonada en espacios
escénicos que no merecen ese nombre, a no ser que lo que en ellos se ofrece
haya nacido teniéndolos en mente durante el proceso creativo. El profundo espacio
vacío que se ofrece en esta ocasión a los espectadores mientras van ocupando
sus asientos es muy amplio, invita a imaginar, ofrece infinidad de
posibilidades, iluminado con acierto e intención sólo en el centro (¡Bravo una vez más, Ángel Salamanca!) convoca
penumbras, produce oscuridad, es insondable, desértico, desolador, diríase
apocalíptico por más que estemos en el edén, en ese paraíso cuyo nombre sólo
entendemos (y anhelamos) porque conocemos su revés, su antónimo, su cruz, su
castigo, su ausencia. Y ahí, en ese aspecto que pudiera parecer meramente
lingüístico, en la más pura semántica, es donde Eva ha muerto comienza a tomar cuerpo (nunca mejor dicho), donde el
impresionante escritor que es César Augusto Cair hunde las raíces de un texto
que es un auténtico logro porque no deja nada al descuido, porque prima su
carácter escrito, es decir, su aliento poético, se recrea en frases para leer,
releer, asimilar, analizar, con las que dialogar muy íntimamente, pero son
frases nacidas para ser dichas en voz alta, para ser interpretadas, para llegar
hasta el receptor oralmente, y el autor jamás pierde de vista este detalle
(primordial, pero a muchos considerados dramaturgos -bueno, técnicamente lo
son, es cierto- parece traerles sin cuidado -también a ciertos guionistas-). Y
Cair hace reflexionar a Adán tal y como podríamos hacerlo cada uno de nosotros
(y, aunque fuese para llegar a conclusiones opuestas, deberíamos hacerlo: no
dar nada por hecho o aceptado sin más, huir del dogma pero no de la evidencia
-o de la falta de la misma, si se quiere-), descubriéndolo todo, nombrándolo o
viviéndolo por primera vez, plenamente original (en sus diferentes acepciones,
poniendo hincapié en lo de “perteneciente o relativo al origen” pero sin perder
de vista lo de “que ha servido como modelo para hacer otro u otros iguales a él”
y también aquello de “que tiene, en sí o en sus obras o comportamiento,
carácter de novedad” -las comillas indican que son citas literales del DRAE-),
Adán inaugurando la dicotomía, por eso hay un árbol que presenta una dualidad y
otorga el conocimiento de la misma, el Creador necesita de ella para que su
obra tenga sentido, para regir los destinos de sus criaturas, para seguir
siendo superior, sólo conociendo la diferencia entre el bien y el mal (esa que,
bien lo señalaba Mari Trini, no necesitaba el Adán original) aparece el
concepto de “pecado” y por lo tanto de “penitencia”, artimaña un tanto artera
(dicho sea sin pretender ofender) porque el paraíso está viciado de origen al
incluir la tentación y, por lo tanto, posibilitar el desmoronamiento de lo
idílico (que, se repetirá las veces que haga falta, se designa y comprende así
como contraposición a lo que no resulta tal -y para ello, obviamente, hay que
conocer las dos caras de la moneda-).
Y este talante dialogante (en contra de lo
que muchos quieren pensar sin molestarse en profundizar, sin preocuparse por
conocer, viviendo a la defensiva -en gran parte porque son conscientes de los
argumentos endebles, si pueden ser considerados así, que enarbolan cuando se
discuten estas y otras cuestiones-) es el que mueve a César Augusto Cair a
colocarnos frente al espejo, frente a nosotros mismos, frente a aquella bestia
elegida, frente a aquel primate que puso nombre a los otros animales y era
capaz de comunicarse con su Creador hablando el mismo idioma, diálogo aún más
patente y remarcado en esta nueva puesta en escena ya que Iván Hermes, el nuevo
Adán, es mucho más simio que sus predecesores, a ratos farfulla, gruñe, camina
a cuatro patas, es decir, el creacionismo y la teoría de la evolución conviven
sin tensiones en esta puesta en escena gracias al impactante y magnífico de un
actor que interpreta con cada músculo, con las manos que a ratos son garras y
en otros pezuñas, desplegando un poderío físico que impone e incluso acogota,
transformándose en cuestión de segundos en un hombre enamorado, es decir,
humanizándose por ese sentimiento puro, prístino, no inducido que le faculta
para erguirse y hablar. Asistir al modo en que Iván Hermes dulcifica su voz, su
mirada, su cuerpo, ser testigo de su metamorfosis es absolutamente emocionante,
sus ojos descubren a la mujer y, sin solución de continuidad, empiezan a hacer
realidad el amor, concepto inexistente hasta el momento, es un prodigio cómo un
texto que posee un aliento (un vendaval) tan puro y primigenio cobra vida con
esa rotundidad gracias a un intérprete que lo asume hasta las últimas
consecuencias, es maravilloso cómo el director y el dramaturgo que conviven en César
Augusto Cair se complementan a la perfección para que cada pieza encaje en el
lugar idóneo y las palabras iluminen (y golpeen y conmuevan y provoquen y
estimulen y nos inviten a meditar -y nos quedemos con ellas-) mientras se crea
la atmósfera perfecta para que lo paradisíaco no lo parezca tanto y, de
repente, se produzca la epifanía (y también estalle el dolor). Mari Trini
concluía su canción dirigiéndose “a ese niño con cuerpo de hombre” y
rogando/exigiendo “que nadie intente destruir su integridad”, porque así fue
creado (o generado o evolucionado), en esas cosas uno es bastante seguidor de
Rousseau (al menos, en lo referente a la naturaleza de los humanos, lo de las
corrupciones es más complejo), gracias a Eva
ha muerto viajamos hasta el origen, seguimos haciéndonos preguntas, nos
mantenemos en constante evolución. ¡Que este simio fieramente humano (hoy estoy
reconstruyendo frases de todo el mundo) siga mucho tiempo en los escenarios!