lunes, 13 de marzo de 2017

LA COMPAÑÍA ESTÁ MUY SOBREVALORADA (Y LA SOLEDAD TAMBIÉN)






   Hoy, y ayer me pasó lo mismo, no es un día en que me apetezca demasiado escribir, ando alborotado y un tanto preocupado por la tía Carmen (por fortuna, dentro de lo malo, sólo ha tenido una rotura de la cabeza del fémur, ya se encuentra en fase preoperatoria, todo está controlado y ella se muestra muy tranquila), inquieto como siempre que debo regresar al hospital en que mi padre ingresó para no volver a casa, anticipando las posibles secuelas en lo que a desorientación y lagunas de memoria puede provocar la intervención (y el hecho de verse paralizada y posteriormente mermada en sus movimientos, ella que es tan activa y no ha perdido ese nervio para atender la cocina, cuidar de los perritos de una vecina, hacer la compra y demás), pero, por otro lado, sé que dejarme llevar por la pantalla en blanco (que ya no lo está tanto porque he reunido hasta ahora 158 palabras -contando hasta “palabras”-) me ayuda no a evadirme pero sí a preocuparme durante un rato de otra cosa, vigilar una tarea que dé un resultado del que sentirme mínimamente satisfecho, por mucho que sea algo que nace con carácter personal, si lo voy a colgar en el blog, si algunas personas amables le van a dedicar parte del siempre escaso tiempo libre (y del ocupado, en realidad sólo es uno aunque guste el primer adjetivo en el sentido de indicar que nadie nos impone qué hacer durante esos minutos), puesto que quedará ahí para ser leído por quien lo desee, lo lógico es que lo encare con cierto oficio, como ejercicio de mi profesión (de mi vocación, de mi formación, de mi experiencia). Y, así, con estos balbuceos previos a la escritura, he recordado una reciente conversación con el querido y admirado César Augusto Cair, el director y dramaturgo que en estos días encara la cuarta temporada de “Eva ha muerto” (ya nos ocupamos en su día de tan apasionante espectáculo: https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2013/12/sin-eva-al-desnudo.html, aunque volveremos sobre él porque ahora, en Nave 73, presenta algunos cambios muy significativos y que le confiere otra dimensión), ese artista generoso que gusta de difundir y apoyar el trabajo de los demás, que en más de una ocasión le ha pedido (incluso exigido) a Pablo que, puesto que “La voz hermana” ya es una realidad y continúa su periplo (ese proceloso que César conoce muy bien porque lo probó -lo prueba cada día- y lo sabe), escriba algo más, otra función, que no deje huérfano a su primer texto dramático estrenado (que no escrito, porque alguno anterior -terminado, rematado, revisado, hasta comenzado a ensayar (lo de ciertos actores daría para otro desvarío del arpa o para una función -sí, ya existe Chorus Line, pero lo que yo digo es más para tragedia o sainete, depende del tono y de la ironía que ese día se quiera gastar-); Pablo siempre afirma, y lo volvió a repetir, que necesita sentir el rapto de la inspiración, que ponerse a crear como obligación le lastra y coarta, incluso cuando hemos redactado nuestros libros de cine ha habido momentos en que ha frenado su en general buen ritmo de producción porque no se encontraba en plenitud o contento con el fruto del esfuerzo y ha esperado a recobrar su ímpetu y, especialmente, su comunión con lo que escribe. Es cierto que, por necesidad del oficio, y César Augusto afirma que eso es algo que se nota a la legua, un servidor tiene, podemos decir, muy desarrollado el músculo escritor, que me encuentre más o menos inspirado, me sienta mucho, poco o nada complacido con lo que firmo y muestro, haya recurrido a técnica pura y dura o haya logrado un texto que represente mi pensar y/o sentir, algo con lo que identificarme, todo pasa a un segundo plano cuando tan sólo se trata de escribir, entiéndase lo que quiero decir, cuando se trata de no dejar dormir el hábito, como bien señaló Isabel Allende cuando creía que, tras desbordarse con la estremecedora y bellísima Paula, jamás volvería a escribir pero, siguiendo su ritual, el siguiente 8 de enero se puso a ello recurriendo a su formación periodística, “hay que entregar, no sirven veleidades artísticas”; no estoy quitando ni un gramo de dedicación a cualquier cosa que haya tenido que escribir, de hecho a veces me revuelvo un poco porque, aunque tengo bien claro que no es así, pudiera parecer que Pablo u otras personas quitan trascendencia, calidad, pertinencia o acierto a lo que mal que bien termino por dar a la luz, pero sí tengo que reconocer que hay oportunidades en las que, por así decirlo, tiro de piloto automático y cubro el expediente sin demasiado esfuerzo (y poca aplicación).
   Y ya ven que sólo dando vueltas a mis ganas o (supuesta) faltas de las mismas ha ido conformándose uno de mis párrafos quilométricos habituales, repleto de frases subordinadas, paréntesis y acotaciones, cuando el caso es que, ya que me senté frente al teclado y la pantalla, quería recomendarles todo lo contrario, es decir, una lectura refrescante, regocijante, muy interesante, que invita a la reflexión desde la mera diversión, un magnífico ejemplo de cómo lo trascendente (lo que nos atañe, lo que nos inquieta, lo que nos pertenece) no tiene por qué ser solemne (en realidad, es mucho más efectivo si se sabe recubrir de gracejo, ironía, quitándose importancia o no dándole más de la debida, sin cargar las tintas, sin dictar al lector cómo debe reaccionar -o dejar de hacerlo, lo que es aún peor-), una jocosa obra de madurez absoluta que sólo podía nacer en el ánimo y echar raíces en el talento de una mujer que lleva muchos años diseccionando sin rubor pero con suma delicadeza (que con el tiempo ha ido transformando en una retranca muy bien dosificada y matizada) ese complejo y siempre por explorar territorio en que se desarrollan las relaciones humanas, especialmente las sentimentales, las amorosas, las de pareja. Anne Tyler ha presentado su versión de La fierecilla domada de Shakespeare -a la que tituló, literalmente, La chica vinagre- y Lumen acaba de editarla en nuestro país como Corazón de vinagre con una traducción de Miguel Temprano García que potencia la agilidad y concisión de la autora (y el buen rollo que transmite aunque hable de cosas que pueden llegar a doler, perturbar o angustiar) de El turista accidental o El matrimonio amateur (y de que la que en su momento, perdón por abusar de las citas propias, glosamos aquí El hombre que dijo adiós: https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2013/08/a-quien-conmigo-va.html); la novela pertenece a una de las propuestas más estimulantes nacidas para la conmemoración del 400 aniversario del fallecimiento del Bardo, aquella en la que The Hogartgh Shakespeare ha dado carta blanca a autores contemporáneos para que, partiendo de una de las obras del autor, creen una nueva, algo que ya conocimos en España, también gracias a Lumen, cuando publicó hace unos meses El hueco del tiempo de Jeannette Winterson (les prometo que es la última vez que lo hago hoy, pero por no cansar a los habituales o a los que leyeron esa entrada, quede aquí el link por si a alguien puediera interesarle (no es obligatorio y lo que sigue puede entenderse, o esa es mi intención, sin esa lectura): https://elarpadebecquer.blogspot.com.es/2016/08/todo-pasa-y-todo-queda.html).
   Tal vez sea La fierecilla domada uno de los títulos más recurrentes a la hora de hablar de la misoginia de Shakespeare o al menos de lo poco que cuidaba a sus personajes femeninos, meros estereotipos (y los tiene, no hay duda, también masculinos, a veces era muy de trazo grueso, iba a lo básico, creaba para el gran público, quería éxito, hablaba de lo más elemental -pero, ¡ah, señores!, qué modo de hacerlo-), comparsas de los masculinos, queja que se agudiza y hasta torna en lamento inconsolable (cuando no en deseos de prohibición) al analizar la literatura del siglo XVI -y anteriores y posteriores- con ojos del XXI (o eso quieren pensar algunos, que tampoco hemos avanzado ni cambiado tanto), olvidando que (y eso sí es algo a analizar, divulgar, evitar, reprobar y lo que se quiera) las mujeres tenían prohibido actuar, que sólo hombres daban vida a los roles de ambos sexos, fuese como fuese Shakespeare estaría más empeñado en conseguir una obra que pudiera representarse que en la inmortalidad de sus criaturas, y aun así (aunque hay para quien no es suficiente y -al igual que, por ejemplo, se hace con el musical- escruta inmisericordemente -y minusvalora, reduce, bufa- estos personajes para quejarse amargamente porque “son peores que los de los hombres”) ahí están Gertrudis, Ofelia, Julieta, Porcia, lady Macbeth o la propia Catalina para posibilitar interpretaciones históricas, legendarias, inolvidables, galardonadas, que pueden apagar el foco que sigue al protagonista. Y a buen seguro habrá quien acuse a Anne Tyler de no ser feminista, de no resultar activista, de dibujar (siguiendo el original) un personaje arisco, a ratos puede que grotesco, tal vez asocial (no sólo con los hombres, aunque éste sea el aspecto central de la historia), en realidad un auténtico clamor, tanto en el XVI como en el XXI, que pone el dedo en la llaga: ¿Por qué se considera un fracaso no casar a una hija?, es más, ¿por qué es una obligación -un derecho, una potestad,- del progenitor?, e incluso si lo que se señala es que aquella, poniendo el foco en ella, se queda para vestir santos, se está convirtiendo en una solterona (o algo peor), ¿por qué tanta preocupación? (aunque con menor virulencia, lo mismo sirve para el modo en que muchas familias se inquietan por que uno -o dos o los que sean- de los varones permanece soltero y sin ánimo de cambiar) Lo que sucede es que sigue molestando que las mujeres ejerzan su derecho a elegir cómo quieren vivir, aún era más revolucionario ese discurso cuando se estrenó La fierecilla domada, texto que podría leerse bajo el prisma del sarcasmo, de la burla, de la crítica a determinadas costumbres (lo que no es óbice para afirmar que la conclusión de la obra nunca me ha resultado satisfactoria: prefiero una Catalina brava y auténtica, no, como diría Cecilia, una muñeca que no tiene opinión, una marioneta, un adorno, un trofeo que exhibir). Y también de eso viene a hablar Anne Tyler, aunque aquí el padre de la protagonista quiera casarla para que su ayudante de laboratorio no tenga que abandonar el país, más por un interés bien particular que por aquello de no ser criticado por los vecinos, y lo hace con inteligencia, describiendo a sus personajes con precisión, a través de sus acciones y palabras, con un estilo muy directo y en nada afectado que no se enreda en disquisiciones, que no busca contentar a todo el mundo, consintiendo que el lector dialogue con la novela y, sobre todo, suelte unas cuantas carcajadas (y sonría casi sin parar). Y, sin destripar nada, el final resulta mucho más coherente, verosímil y deseable que el de Shakespeare, aunque habrá quien tuerza el hocico, sí, porque Tyler no mantiene un discurso didáctico ni apologético ni dogmático: sencillamente, deja respirar a sus personajes (los coloca al lado, es decir, no hay escalafones, no hay nadie superior) y, en el camino, nos ha hecho pasar un rato magnífico.