lunes, 17 de junio de 2019

HABITAR LOS LIBROS






   Son ya tantos (y tan largos, verdaderos testamentos como siempre bromea -pero acierta- mi Pepa Muñoz, gracias a quien llegué a la novela que hoy nos ocupa) los escritos perpetrados para este ángulo oscuro del salón que no estoy seguro de, como sí he hecho en Facebook y no una sola vez, haber nombrado, rendido admiración, mostrado mis eternos respetos personales y profesionales a alguien a quien, con toda justicia y hechos que así lo avalan, debo llamar maestro porque eso fue desde el primer día en que coincidí con él en una rueda de prensa y me atendió/ayudó con  sus habituales elegancia y exquisitez en formas, maneras y decires, alguien a quien tuve la inmensa fortuna de poder transformar en inspiración casi cotidiana porque, con el tiempo, pasé muchas horas a su lado junto al micrófono, el gran hombre de radio y excelso poeta (o viceversa) Javier Lostalé, una de las pocas personas verdaderamente bondadosas que me he encontrado en este oficio y en la vida en general. Aunque uno ya hiciese algo similar sin ponerme nombre, aunque pertenezca a esa generación inevitable y maravillosamente encarnada en Bastian (a quien queríamos imitar antes de que Michael Ende publicase La historia interminable), aunque uno sintiese la llamada de los libros y se dejase absorber/abducir por la letra impresa, fue gracias a/a partir de Javier, porque él lo fue en las ondas como muy poca gente será capaz de serlo alguna vez (son necesarias grandes dosis de sabiduría, emotividad, honestidad, pulcritud, sensibilidad, calidades artísticas y humanas y algunas virtudes más de las que carece sobradamente aquel poeta huero que tanto se aprovechó de él para medrar -y ridiculizarle, menospreciarle, procurar (sólo eso, no daba para más) opacarle-, especialmente de su desbordante humanidad, de su candor, de su confianza en la bondad de conocidos y desconocidos), fue Javier quien me hizo tomar conciencia de esa condición de habitante de los libros que llevo impresa en el alma desde que tengo uso de razón, esa pasión desbordada que te lleva a fundirte con el objeto de tu deseo/amor y que nos hermana con aquellos que la viven de modo similar, ese algo intangible pero identificable en miradas que brillan, manos que tiemblan, palabras que se atropellan/encienden, corazón que se dispara, temblor incontenible en que se agolpan las emociones, algarabía variada al escoger, husmear, acariciar un libro, estar rodeado de ellos, sumergirse en la lectura con el anhelo de no tener que regresar a las rutinas, pasar, como Dorothy, de un mundo en blanco y negro (con muchos grises) al colorido (no importa el tono, el hecho de fundirse con los renglones proporciona harta felicidad a quien lo hace) de nuestra imaginación espoleada por las palabras que alguien reunió para dotarlas de vida.

   Un episodio nacional, la vibrante y estimulante novela de Carlos Mayoral que publicó Espasa hace unos meses, ha avivado de manera superlativa (en todos los sentidos) este fuego del letraherido que siempre quiere ir un poco más allá en su inacabable idilio con la letra impresa, no en vano fue/es gracias a Galdós (sí, el título es tal como referencia directa a él, uno de los protagonistas de la historia que se narra) cómo conseguí atravesar el espejo y habitar en las páginas de un libro (o verlas aparecer ante mis ojos en mi vida cotidiana), experimenté con intensa viveza la dichosa epifanía (que repito a diario, en seguida lo explico) cuando leímos en el primer curso de Bachillerato Misericordia, uno de cuyos escenarios principales se encontraba relativamente cerca del instituto y a cuyas espaldas (más o menos) vivimos nosotros desde hace ya seis años. La profesora de aquel año (Carlota) nos invitó a buscar las huellas todavía presentes del Madrid de aquel texto en la realidad o a señalar con precisión y conocimiento propio las localizaciones galdosianas, los lugares en que se hallaban edificios ya desaparecidos, especialmente el Hospital cuyo nombre dio título a la novela, creo que muy pocos de los que se agolpan cada Navidad para corear lo de “Cortilandia, Cortilandia, vamos todos a cantar” son conscientes de que doña Benina y Almudena (y tantos menesterosos y demás paisanaje) aún aletean/sobreviven por allí (de hecho, acabo de saludar a los espíritus de unos personajes que siempre ensoñaré con los rostros de mis admirados María Fernanda D´Ocón y José Bódalo, puesto que interrumpí la escritura para pasear a Fosco después de su cena y nuestra ruta habitual pasa por la Plaza del Celenque). Y aunque uno no ha leído (y, sobre todo, releído) a Galdós todo lo que debiese/le habría gustado, le considero uno de mis autores de cabecera porque le respiro y evoco cada día (me centro en Misericordia por haber sido el punto de partida -aunque conociese Fortunata y Jacinta a través de la insuperable versión televisiva debida a Mario Camus, no había leído antes a don Benito más allá de una versión de Marianela reducida y adaptada al público infantil- y por la impronta dejada en aquel/este lector que se siente más vivo entre/a partir de palabras escritas que hacer suyas y, como en este caso, revivir a diario), por ello la novela de Mayoral me atrajo desde el principio, el entusiasmo y el disfrute no hicieron sino aumentar a pasos agigantados durante la lectura, por todo esto y lo que ahora viene le dije sin ambages (y sintiéndolo sinceramente) durante el apasionante encuentro que mantuvimos con él el pasado mes de marzo que, en gran medida, ha escrito la novela de mi vida, una de las que mejor puede resumir mi bagaje/experiencia como lector puesto que la narración arranca el 2 de julio de 1888, fecha del que ya siempre será llamado crimen de la calle Fuencarral, momento en que Galdós vive un fogoso (así lo demuestra la correspondencia entre ambos) romance con Emilia Pardo Bazán, la magnífica escritora, la activista, la pionera, la rompedora, una feminista a la que seguimos necesitando, una mujer de la que tomar ejemplo.

   Para ir dejándome a un lado y adentrarnos en Un episodio nacional, que es de lo que se trata, señalaré que estudié Bachillerato y COU en un instituto de la calle Santa Brígida que ya no existe (sí el edificio y aún se destina a actividades docentes/educativas), justo enfrente del Teatro Martín (desaparecido), centro que rendía tributo a doña Emilia, de ahí su nombre, sito, como es fácil comprobar, no demasiado lejos del 109 de Fuencarral en que sucedió el mencionado crimen, emplazamiento cercano al que fuese domicilio de la Pardo Bazán (San Bernardo, 37), ya ven que no estoy sublimando o exagerando nada, casi todo en mi vida me he llevado/mantenido de un modo u otro cerca de ambos literatos y, por lo tanto, me ha ido preparando para una lectura tan gozosa como la de la novela de Carlos Mayoral, con quien, además, charlamos en Cervantes y Compañía, librería ubicada en la calle Pez cuya esquina con San Bernardo aparece en la novela (y yendo para allí vivimos una escena que parecía extraída/copiada de sus páginas, pero mejor no entrar en detalles para anticipar lo menos posible de lo que puede encontrarse en el libro que deseo lean los leales visitantes de este rincón -casi les exhorto a ello, estoy convencido de que nadie quedará defraudado-). Un episodio nacional, por así decirlo, tenía que llegar, una novela consecuencia directa y feliz de la labor que Carlos lleva a cabo en redes sociales (busquen @LaVozdeLarra en Twitter, si es que no son todavía seguidores) y en su trabajo como periodista cultural en el que, aunque atienda diversos frentes, siempre aparece el XIX como faro: “Soy muy decimonónico, nunca lo he escondido, y creo que este periodo de la Restauración está demasiado denostado para lo mucho que se coció en él: España ha dejado atrás su momento de máximo esplendor, dicho así en términos imperiales, el siglo XIX está atravesado por grandes conflictos, pero este momento concreto viene a detenerlos, a ponerlos sobre la mesa, a ser el punto de partida para más o menos dos décadas en que se lleva a cabo un análisis, se fragua el regeneracionismo de Joaquín Costa, ya asoman los noventayochistas, es el momento en que destacan dos grandes literatos, los dos grandes personajes de esta novela: Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán”. Narración pura y netamente literaria que va mucho más allá, que nunca olvida su carácter de ficción histórica, que sabe combinar su indudable labor divulgativa con el entretenimiento que proporciona sin consentir que la balanza se incline hacia ningún lado, sabiendo integrar en la trama, en el ambiente descrito, en la época recreada, la información necesaria para que sea digerible (y apasionante) para un neófito en la materia y al mismo tiempo complacer y resultar novedoso (por el tratamiento, por escribir con mirada del siglo XXI) e igualmente adictivo para quien la conoce: “Recuerdo que, ya con la novela terminada, le preguntaba a mi editora en qué género podríamos encuadrarla: histórica, de crímenes, romántica. No sé si llegamos a alguna conclusión, pero me fui a casa con la sensación de que, teniendo matices de todas estas etiquetas, es una novela muy de homenajes, creo que es el mejor modo para definirla. Y no sólo los más obvios, sino por los arquetipos del XIX que me apeteció introducir: el amor a tres bandas, presente en “Madame Bovary”, “La Regenta”, “Los pazos de Ulloa”, “Ana Karenina” o “Fortunata y Jacinta”, también el auge de los regionalismos que empiezan a emerger, los movimientos sociales que llegan a España con retraso, menciones a enfermedades que son de la época. Y ese fue el mayor problema en el proceso creativo: introducir en una novela del siglo XXI todos estos elementos tan del XIX y que tuviese sentido y pertinencia. Fue así cómo nació Melquiades, el personaje que analiza y da cuenta del momento”.

   Gran hallazgo este Melquiades que narra en primera persona y se convierte en interlocutor del lector, mientras conocemos a Galdós y a Emilia a través de la tercera, profundizando en sus personalidades pero sin pretender imitarles (lo que hubiese sido inevitable de haberles convertido en narradores), analizándolos desde fuera, tratándoles con sumo respeto (y conocimiento de ambos): “Me daba mucho miedo el tratamiento que dos personajes como Galdós y Emilia merecían, había que reflejar su amor tórrido, está en sus cartas, pero me costaba mucho imaginar una escena de cama al uso entre ambos, por todo ello me venía muy bien la tercera persona y reservar la primera para Melquiades, así podía observar y establecer una distancia intelectual, como si mirase un púlpito. Y, aunque no lo tenía previsto, mi mirada y la de Melquiades terminaron por coincidir en muchas percepciones, en juicios morales, se dan muchas analogías. Y es que, aunque pensaba que no iba a ser capaz de recrearlos, una vez terminada la novela puedo decir que me sentí más cómodo en el hilo narrativo que se refiere a Galdós y Emilia que con los personajes inventados por mí”. Respetando el momento en que Melquiades escribe, Mayoral le regala una prosa rica, profusa, medida, minuciosa, con aliento galdosiano, algo que señalo y destaco durante el encuentro, por más que esté de acuerdo en la matización que el autor hace con respecto a esa etiqueta: “Galdós tiene muchas caras, es algo lógico en quien estuvo cuarenta años escribiendo, no sé si se puede hablar de “prosa galdosiana” queriendo ser precisos, pero sí hay algo que le caracteriza, que recupera de Cervantes y ya deja fijado para siempre, que es jugar con los registros y mezclarlos, ampliando matices sin que jamás chirríe ni resulte forzado”. Y lo mismo sirve para describir lo que él consigue con una novela maravillosamente escrita, en la que se perciben tanto el disfrute como el mimo puestos en cada frase, espléndido homenaje a unos escritores (y no sólo a los protagonistas, es hasta emocionante la habilidad y facilidad con que Carlos va cuajando el texto de referencias literarias y de apariciones estelares que sorprenden en parte por -habrá quien lo considere así- su audacia, pero sobre todo por su pertinencia), una de esas lecturas que invita a seguir en ello, a buscar, a regresar, a saldar deudas (como la mía con doña Emilia, confío en hacerlo de una vez dentro de no mucho -y con intereses, faltaría más-), a revisar en la web de RTVE el capítulo de La huella del crimen dedicado al crimen de la calle Fuencarral (un tanto fallido, no estaba Angelino Fons en su mejor momento tras dirigir a Ángel Cristo en El Cid Cabreador, resultan muy divertidos Luis Escobar y Francisco Nieva y Carmen Maura un poco desubicada a ratos), también es Un episodio nacional una excelente crónica judicial (“Los testimonios de los testigos están inspirados en los originales recogidos en las actas del juicio, incluso hay alguna frase literal, el sumario está completo en la Biblioteca Nacional, tiene más de mil páginas y está muy bien escrito”), un título a celebrar en sí mismo y por lo que representa (y en lo que puede/debería convertirse): “Lo más positivo que he sacado de la novela ha sido poder nombrar, tratar, hablar de tantos autores que en aquellos años, y hay que reivindicarlo, nos convirtieron, de nuevo, en potencia cultural, especialmente en lo literario, algo que se ningunea desde la base, o sea aquí mismo. Hay que rescatarlos, republicarlos, potenciarlos, darles el lugar que merecen, quitarles el estigma”. Efectivamente, hay que leerlos (y a Carlos Mayoral también, desde luego).