Son ya tantos (y tan largos, verdaderos testamentos como siempre bromea
-pero acierta- mi Pepa Muñoz, gracias a quien llegué a la novela que hoy nos
ocupa) los escritos perpetrados para este ángulo oscuro del salón que no estoy
seguro de, como sí he hecho en Facebook y no una sola vez, haber nombrado,
rendido admiración, mostrado mis eternos respetos personales y profesionales a alguien
a quien, con toda justicia y hechos que así lo avalan, debo llamar maestro
porque eso fue desde el primer día en que coincidí con él en una rueda de
prensa y me atendió/ayudó con sus
habituales elegancia y exquisitez en formas, maneras y decires, alguien a quien
tuve la inmensa fortuna de poder transformar en inspiración casi cotidiana
porque, con el tiempo, pasé muchas horas a su lado junto al micrófono, el gran
hombre de radio y excelso poeta (o viceversa) Javier Lostalé, una de las pocas
personas verdaderamente bondadosas que me he encontrado en este oficio y en la
vida en general. Aunque uno ya hiciese algo similar sin ponerme nombre, aunque
pertenezca a esa generación inevitable y maravillosamente encarnada en Bastian
(a quien queríamos imitar antes de que Michael Ende publicase La historia
interminable), aunque uno sintiese la llamada de los libros y se dejase
absorber/abducir por la letra impresa, fue gracias a/a partir de Javier, porque
él lo fue en las ondas como muy poca gente será capaz de serlo alguna vez (son
necesarias grandes dosis de sabiduría, emotividad, honestidad, pulcritud,
sensibilidad, calidades artísticas y humanas y algunas virtudes más de las que
carece sobradamente aquel poeta huero que tanto se aprovechó de él para medrar
-y ridiculizarle, menospreciarle, procurar (sólo eso, no daba para más)
opacarle-, especialmente de su desbordante humanidad, de su candor, de su
confianza en la bondad de conocidos y desconocidos), fue Javier quien me hizo
tomar conciencia de esa condición de habitante de los libros que llevo impresa
en el alma desde que tengo uso de razón, esa pasión desbordada que te lleva a
fundirte con el objeto de tu deseo/amor y que nos hermana con aquellos que la
viven de modo similar, ese algo intangible pero identificable en miradas que
brillan, manos que tiemblan, palabras que se atropellan/encienden, corazón que
se dispara, temblor incontenible en que se agolpan las emociones, algarabía
variada al escoger, husmear, acariciar un libro, estar rodeado de ellos,
sumergirse en la lectura con el anhelo de no tener que regresar a las rutinas,
pasar, como Dorothy, de un mundo en blanco y negro (con muchos grises) al
colorido (no importa el tono, el hecho de fundirse con los renglones
proporciona harta felicidad a quien lo hace) de nuestra imaginación espoleada
por las palabras que alguien reunió para dotarlas de vida.
Un episodio nacional, la vibrante y estimulante novela de Carlos Mayoral
que publicó Espasa hace unos meses, ha avivado de manera superlativa (en todos
los sentidos) este fuego del letraherido que siempre quiere ir un poco más allá
en su inacabable idilio con la letra impresa, no en vano fue/es gracias a
Galdós (sí, el título es tal como referencia directa a él, uno de los protagonistas
de la historia que se narra) cómo conseguí atravesar el espejo y habitar en las
páginas de un libro (o verlas aparecer ante mis ojos en mi vida cotidiana), experimenté
con intensa viveza la dichosa epifanía (que repito a diario, en seguida lo
explico) cuando leímos en el primer curso de Bachillerato Misericordia,
uno de cuyos escenarios principales se encontraba relativamente cerca del
instituto y a cuyas espaldas (más o menos) vivimos nosotros desde hace ya seis
años. La profesora de aquel año (Carlota) nos invitó a buscar las huellas
todavía presentes del Madrid de aquel texto en la realidad o a señalar con
precisión y conocimiento propio las localizaciones galdosianas, los lugares en
que se hallaban edificios ya desaparecidos, especialmente el Hospital cuyo nombre
dio título a la novela, creo que muy pocos de los que se agolpan cada Navidad
para corear lo de “Cortilandia, Cortilandia, vamos todos a cantar” son
conscientes de que doña Benina y Almudena (y tantos menesterosos y demás
paisanaje) aún aletean/sobreviven por allí (de hecho, acabo de saludar a los
espíritus de unos personajes que siempre ensoñaré con los rostros de mis
admirados María Fernanda D´Ocón y José Bódalo, puesto que interrumpí la
escritura para pasear a Fosco después de su cena y nuestra ruta habitual pasa
por la Plaza del Celenque). Y aunque uno no ha leído (y, sobre todo, releído) a
Galdós todo lo que debiese/le habría gustado, le considero uno de mis autores
de cabecera porque le respiro y evoco cada día (me centro en Misericordia por
haber sido el punto de partida -aunque conociese Fortunata y Jacinta a
través de la insuperable versión televisiva debida a Mario Camus, no había
leído antes a don Benito más allá de una versión de Marianela reducida y
adaptada al público infantil- y por la impronta dejada en aquel/este lector que
se siente más vivo entre/a partir de palabras escritas que hacer suyas y, como
en este caso, revivir a diario), por ello la novela de Mayoral me atrajo desde
el principio, el entusiasmo y el disfrute no hicieron sino aumentar a pasos
agigantados durante la lectura, por todo esto y lo que ahora viene le dije sin
ambages (y sintiéndolo sinceramente) durante el apasionante encuentro que mantuvimos
con él el pasado mes de marzo que, en gran medida, ha escrito la novela de mi
vida, una de las que mejor puede resumir mi bagaje/experiencia como lector
puesto que la narración arranca el 2 de julio de 1888, fecha del que ya siempre
será llamado crimen de la calle Fuencarral, momento en que Galdós vive un fogoso
(así lo demuestra la correspondencia entre ambos) romance con Emilia Pardo Bazán,
la magnífica escritora, la activista, la pionera, la rompedora, una feminista a
la que seguimos necesitando, una mujer de la que tomar ejemplo.
Para ir dejándome a un lado y adentrarnos en Un episodio nacional,
que es de lo que se trata, señalaré que estudié Bachillerato y COU en un
instituto de la calle Santa Brígida que ya no existe (sí el edificio y aún se
destina a actividades docentes/educativas), justo enfrente del Teatro Martín
(desaparecido), centro que rendía tributo a doña Emilia, de ahí su nombre, sito,
como es fácil comprobar, no demasiado lejos del 109 de Fuencarral en que sucedió
el mencionado crimen, emplazamiento cercano al que fuese domicilio de la Pardo
Bazán (San Bernardo, 37), ya ven que no estoy sublimando o exagerando nada,
casi todo en mi vida me he llevado/mantenido de un modo u otro cerca de ambos
literatos y, por lo tanto, me ha ido preparando para una lectura tan gozosa como
la de la novela de Carlos Mayoral, con quien, además, charlamos en Cervantes y
Compañía, librería ubicada en la calle Pez cuya esquina con San Bernardo
aparece en la novela (y yendo para allí vivimos una escena que parecía extraída/copiada
de sus páginas, pero mejor no entrar en detalles para anticipar lo menos
posible de lo que puede encontrarse en el libro que deseo lean los leales visitantes
de este rincón -casi les exhorto a ello, estoy convencido de que nadie quedará
defraudado-). Un episodio nacional, por así decirlo, tenía que llegar,
una novela consecuencia directa y feliz de la labor que Carlos lleva a cabo en
redes sociales (busquen @LaVozdeLarra en Twitter, si es que no son todavía
seguidores) y en su trabajo como periodista cultural en el que, aunque atienda
diversos frentes, siempre aparece el XIX como faro: “Soy muy decimonónico,
nunca lo he escondido, y creo que este periodo de la Restauración está
demasiado denostado para lo mucho que se coció en él: España ha dejado atrás su
momento de máximo esplendor, dicho así en términos imperiales, el siglo XIX
está atravesado por grandes conflictos, pero este momento concreto viene a
detenerlos, a ponerlos sobre la mesa, a ser el punto de partida para más o
menos dos décadas en que se lleva a cabo un análisis, se fragua el regeneracionismo
de Joaquín Costa, ya asoman los noventayochistas, es el momento en que destacan
dos grandes literatos, los dos grandes personajes de esta novela: Pérez Galdós
y Emilia Pardo Bazán”. Narración pura y netamente literaria que va mucho
más allá, que nunca olvida su carácter de ficción histórica, que sabe combinar
su indudable labor divulgativa con el entretenimiento que proporciona sin
consentir que la balanza se incline hacia ningún lado, sabiendo integrar en la
trama, en el ambiente descrito, en la época recreada, la información necesaria para
que sea digerible (y apasionante) para un neófito en la materia y al mismo
tiempo complacer y resultar novedoso (por el tratamiento, por escribir con
mirada del siglo XXI) e igualmente adictivo para quien la conoce: “Recuerdo
que, ya con la novela terminada, le preguntaba a mi editora en qué género
podríamos encuadrarla: histórica, de crímenes, romántica. No sé si llegamos a
alguna conclusión, pero me fui a casa con la sensación de que, teniendo matices
de todas estas etiquetas, es una novela muy de homenajes, creo que es el mejor
modo para definirla. Y no sólo los más obvios, sino por los arquetipos del XIX
que me apeteció introducir: el amor a tres bandas, presente en “Madame Bovary”,
“La Regenta”, “Los pazos de Ulloa”, “Ana Karenina” o “Fortunata y Jacinta”,
también el auge de los regionalismos que empiezan a emerger, los movimientos
sociales que llegan a España con retraso, menciones a enfermedades que son de
la época. Y ese fue el mayor problema en el proceso creativo: introducir en una
novela del siglo XXI todos estos elementos tan del XIX y que tuviese sentido y
pertinencia. Fue así cómo nació Melquiades, el personaje que analiza y da
cuenta del momento”.
Gran hallazgo este Melquiades que narra en primera persona y se
convierte en interlocutor del lector, mientras conocemos a Galdós y a Emilia a
través de la tercera, profundizando en sus personalidades pero sin pretender
imitarles (lo que hubiese sido inevitable de haberles convertido en
narradores), analizándolos desde fuera, tratándoles con sumo respeto (y
conocimiento de ambos): “Me daba mucho miedo el tratamiento que dos
personajes como Galdós y Emilia merecían, había que reflejar su amor tórrido,
está en sus cartas, pero me costaba mucho imaginar una escena de cama al uso
entre ambos, por todo ello me venía muy bien la tercera persona y reservar la
primera para Melquiades, así podía observar y establecer una distancia
intelectual, como si mirase un púlpito. Y, aunque no lo tenía previsto, mi
mirada y la de Melquiades terminaron por coincidir en muchas percepciones, en
juicios morales, se dan muchas analogías. Y es que, aunque pensaba que no iba a
ser capaz de recrearlos, una vez terminada la novela puedo decir que me sentí
más cómodo en el hilo narrativo que se refiere a Galdós y Emilia que con los
personajes inventados por mí”. Respetando el momento en que Melquiades escribe,
Mayoral le regala una prosa rica, profusa, medida, minuciosa, con aliento
galdosiano, algo que señalo y destaco durante el encuentro, por más que esté de
acuerdo en la matización que el autor hace con respecto a esa etiqueta: “Galdós
tiene muchas caras, es algo lógico en quien estuvo cuarenta años escribiendo,
no sé si se puede hablar de “prosa galdosiana” queriendo ser precisos, pero sí
hay algo que le caracteriza, que recupera de Cervantes y ya deja fijado para
siempre, que es jugar con los registros y mezclarlos, ampliando matices sin que
jamás chirríe ni resulte forzado”. Y lo mismo sirve para describir lo que
él consigue con una novela maravillosamente escrita, en la que se perciben
tanto el disfrute como el mimo puestos en cada frase, espléndido homenaje a
unos escritores (y no sólo a los protagonistas, es hasta emocionante la
habilidad y facilidad con que Carlos va cuajando el texto de referencias
literarias y de apariciones estelares que sorprenden en parte por -habrá quien
lo considere así- su audacia, pero sobre todo por su pertinencia), una de esas
lecturas que invita a seguir en ello, a buscar, a regresar, a saldar deudas (como
la mía con doña Emilia, confío en hacerlo de una vez dentro de no mucho -y con
intereses, faltaría más-), a revisar en la web de RTVE el capítulo de La
huella del crimen dedicado al crimen de la calle Fuencarral (un tanto
fallido, no estaba Angelino Fons en su mejor momento tras dirigir a Ángel
Cristo en El Cid Cabreador, resultan muy divertidos Luis Escobar y Francisco
Nieva y Carmen Maura un poco desubicada a ratos), también es Un episodio
nacional una excelente crónica judicial (“Los testimonios de los
testigos están inspirados en los originales recogidos en las actas del juicio,
incluso hay alguna frase literal, el sumario está completo en la Biblioteca
Nacional, tiene más de mil páginas y está muy bien escrito”), un título a
celebrar en sí mismo y por lo que representa (y en lo que puede/debería convertirse):
“Lo más positivo que he sacado de la novela ha sido poder nombrar, tratar,
hablar de tantos autores que en aquellos años, y hay que reivindicarlo, nos
convirtieron, de nuevo, en potencia cultural, especialmente en lo literario, algo
que se ningunea desde la base, o sea aquí mismo. Hay que rescatarlos,
republicarlos, potenciarlos, darles el lugar que merecen, quitarles el estigma”.
Efectivamente, hay que leerlos (y a Carlos Mayoral también, desde luego).