Cuando Antonio Gala publicó un libro titulado Ahora hablaré de mí,
las carcajadas de muchos lectores, críticos y demás parientes (incluidas las
ramas bastadas, que no son ni una cosa ni otra provocan mucho ruido -utilizando
la palabra con el significado que tiene en el ámbito de la comunicación-) se
escucharon por todas partes (también en las que el escritor es conocido,
seguido y hasta venerado, se puede idolatrar reconociendo/aceptando los
defectos de aquel a quien, lo uno no quita lo otro y viceversa, se respeta),
casi siempre acompañadas por la muletilla “pero si no ha hecho otra cosa en
todo este tiempo”; más allá de que cierta tendencia a la egolatría (o ese
querer/tener que demostrar quién es -condición, las cosas como son, que se ha
ganado como pocos- y su amplio y apabullante -e indiscutible- conocimiento de
casi cualquier asunto) le haya estropeado obras con magníficos arranques,
sustentadas sobre una idea/historia apasionante, perdidas en un lenguaje
deslumbrante, barroco, ampuloso, mero ejercicio de estilo, en ocasiones remedo
de sí mismo (atrapado en lo que se esperaba de él, en la personalidad proyectada/forjada
durante tantos años en escritos e intervenciones públicas), con (demasiadas)
páginas en las que dejar claro lo mucho investigado/estudiado/aprendido sobre
cualquier circunstancia (esa es, la mayoría de las veces, la peor manera en que
un autor se hace presente en un texto, lo de menos es utilizar la primera
persona), aunque Gala nunca había escatimado (y continuó haciéndolo) en
publicar escritos netamente autobiográficos (y algunos ciertamente fabulosos,
emocionantes, imprescindibles, definitorios y definitivos -y breves: recuérdese
La tronera-), reconociendo que me dejé llevar en su momento por las
mencionadas algarabía y burla (pero sin renegar de, por ejemplo, Anillos
para una dama, La pasión turca o Paisaje con figuras -con la
que tanto descubrí-), creo que fuimos un tanto excesivos puesto que tampoco
era/es algo tan extraño/insólito (y menos aún reprobable -conviene aclarar que
fue el “ahora”, anunciando una novedad que no lo era, lo que más regodeo
motivó-) que un escritor reconozca/asuma, al modo de Gustave Flaubert,
que está ahí, en sus palabras, en su narración, en sus personajes, en su
ficción (o en lo que tal parece/como tal se promociona), como motor y corazón, eso
es en realidad lo que buscamos/con lo que conectamos cuando leemos, aunque sea
a un nivel muy profundo y/o sutil, tanto cuando el estilo y el género difuminan/ocultan
al creador como cuando -ahí quería llegar- propician/reclaman/precisan de su
aparición para ser lo que deben ser -sí, es una tautología de libro, pero creo
que se comprende el porqué del énfasis o, en todo caso, ayudará a ello lo que
viene a continuación-. Entono el mea culpa sin más dilaciones (creo que lo han
intuido desde las primeras palabras), no sólo por haber incurrido en algo peor
de aquello que reprocho a Gala, sino porque, aunque procuro dar su lugar a
aquellas lecturas que me tocan, me involucran, me hacen reflexionar, me
atrapan, me ayudan a respirar, como me centro en la experiencia lectora y en lo
que esta despierta/provoca, en lo que recuerdo/recupero o en lo que siento por
primera vez, por más que me justifique en que este ángulo oscuro del salón es
un refugio -en el que estoy encantado de recibir a los leales y a los recién
llegados-, por mucho que me refiera al blog como “unas memorias de lector”, un
servidor habla demasiado sobre sí mismo, sobre sus obsesiones, sobre sus
inquietudes, sobre sus pasiones (quiero creer que eso me exonera en parte de lo
que, a todas luces, no deja de parecerme un afán de exhibicionismo a ratos
desmesurado -y no pretendo con ello que me regalen los oídos, es tan sólo otra
de mis contradicciones, perdón-).
Y esa es una de las primeras cosas que aprecio/admiro cuando me adentro
en La ciudad infinita de Sergio C. Fanjul que Reservoir Books publicó el
pasado mes de mayo, su respeto por un género híbrido tan complejo como el de la
crónica (es el propio subtítulo del volumen el que así identifica/adscribe al
texto: Crónicas de exploración urbana), su equilibrio perfecto entre los
diferentes tonos que podría adquirir y adquiere sin que uno prime más que otro
o, sobre todo, sin que ninguno engulla o impida desarrollarse a los demás, al
igual que en su vida profesional ha logrado la convivencia pacífica (al menos
de cara al exterior -sé que me consentirá la humorada-) entre el astrofísico que
es por formación y el poeta que es por vocación, sumando sin colisiones para el
lector sus colaboraciones en prensa, relatos, escritos variados, Sergio hace
una mixtura que, respetando los cánones más estrictos de lo que venimos
llamando con el nombre dicho unas líneas arriba, cristaliza en un modo propio
de describir/narrar que no peca de personalista, por más que sea su mirada la
que importa, no estamos ante un libro de Historia o meramente urbanístico, no
es una descripción ortodoxa de lo que hay/por donde se pasa, no son propuestas
de rutas (“a veces ni especifico si paso por aquí o por allá, me limito a
reproducir ambientes”), son paseos por los veintiún distritos en que se
divide Madrid en los que, por supuesto, aparece la voz (y el sentir) del autor,
pero en los que, por encima de todo, importa el paseo y lo paseado: “Hay
partes claramente autobiográficas, quiero resaltar la relación de la ciudad con
cada uno, cómo en el espacio está contenida la memoria, es algo que percibo
cuando regreso a Oviedo a ver a mi madre: es la misma ciudad pero todo el mundo
ha cambiado, los amigos están en otra fase vital, algunos bares continúan y
otros cerraron, el espacio continúa pero la vida ha cambiado, es una
dislocación entre tiempo y espacio que me fascina”. Converso
telefónicamente con Sergio (es presente histórico: la charla tuvo lugar cosa de
un mes) porque así lo hemos pactado, pero se da la circunstancia de que atiende
mi llamada a escasos metros de mi casa, en un local que hay en la esquina de mi
calle, pero como entramos rápidamente en faena (él, no puede ser de otro modo,
está de paso, en parada/camino a un nuevo paseo), seguimos conectados de ese
modo (tal vez como ejemplo si se quiere patético/lapidario de la atomización de
las grandes ciudades, asunto que también se asoma a las páginas de su libro). La
ciudad infinita es, nunca mejor dicho (perdón por el recurso facilón), un
estimulante paseo literario por Madrid que no obliga, no impone, no marca
itinerarios, pero sí propone, sugiere, “me gustaría animar a que la gente
salga de su barrio y vaya por allí a mirar, a conocer, a descubrir”.
Es inevitable (disculpen la escasa originalidad) citar una vez más a
Machado, “no hay camino: se hace camino al andar”, fue de esa manera natural
como se fue articulando el libro, incluso cuando ni se pensaba en ello, el
movimiento empezó a demostrarse andando (tengo el día rebosante de frases hechas)
antes de que Sergio cayese en la cuenta de que aquella primera idea meramente
pragmática (y a la que tantos, no lo neguemos, hemos recurrido en alguna ocasión
cuando hay que cumplir con un plazo de entrega pero no tenemos tema marcado -y hasta
teniéndolo-) era en realidad fundacional y tenía mucho más recorrido (estoy
batiendo mi propio récord de obviedades: “Descubrí que un buen asunto para
escribir, sobre todo cuando faltan ideas o hay que hacerlo a diario, era salir
a pasear, siempre es fuente de inspiración y cuando vi que la cosa funcionaba me
animé a presentar el proyecto a la directora de Los Veranos de la Villa [Maral
Kekejian] y de aquello que hice para el festival [Expedición Asfáltica,
21 textos publicados en la web del Ayuntamiento de Madrid e impresos como
pasquines para el público asistente a los eventos] salió el libro, fue el
germen pero tuve que ampliar bastante, ya que aquellos primeros 21 paseos quedaron recogidos
en otros tantos folios. El paseo, no sé si se puede considerar como género
literario, digamos como formato, está muy bien porque es un cajón de sastre y
acepta todo: la autobiografía, la Historia, la peripecia, el urbanismo, la
política, la sociología, etc. Lo difícil de este libro no fue la falta de
material sino el exceso, no sabía dónde ni cuándo parar, no tiene límites, de
ahí el título”. Y es cierto porque (y aquí reaparece el fantasma de lo
contado más arriba, el peligro de caer en la tentación del “yo”), se conozcan o
no los lugares por los que Sergio pasa, cada uno incorporará sus propios
recuerdos, sus rutinas, su ignorancia, su caminar descuidado, sus intereses,
sus preocupaciones, quién es y cómo se comporta cada uno cuando pasea o haga
aquello a lo que llame pasear, porque esa es otra, no es lo mismo -le digo- acompañar
a Fosco (él me lleva a mí y Sergio reconoce que cuando entra un perro en la
ecuación todo varía sensiblemente, empezando por una notoria inversión de
roles) que atravesar la Gran Vía coincidiendo con la entrada o la salida del
público que abarrota los musicales, miren que le he leído poco porque cuando lo
he hecho me he aburrido bastante, pero no queda otra que invocar a Murakami,
parafraseándole, para rogar a experto que nos aclare de qué hablamos cuando
hablamos de pasear: “Yo paseo a buen ritmo, no es que vaya mirando al cielo
y con las manos a la espalda, de paso hago ejercicio, jajaja. No sabría decir
cuántos quilómetros por hora serían los idóneos para poder decir que se está
paseando; y hay que tener en cuenta que hay zonas muy monótonas, sobre todo en
la periferia, hay descampados, polígonos industriales, lo mejor es ir rápido
para no aburrirse. Aunque, las cosas como son, en Madrid yo no veo mucha
gente que se demore paseando, ¿o si la hay?”. Como en todo, depende de la
experiencia de cada uno, pero no es momento (ni conversando con Sergio ni volviendo
a abusar ahora de la paciencia -tan infinita como la ciudad- de los lectores)
para contar la mía, esa que a veces (antes más que ahora) me ha servido para
responder a la eterna pregunta de Facebook.
En su momento, para presentar Expedición Asfáltica, Sergio C. Fanjul se
autoproclamó Paseador Oficial de la Villa y con La ciudad infinita revalida
el título que, además, es de lo más pertinente y preciso: “Me gusta utilizar
la palabra “paseador” porque parece algo más organizado: el paseante puede ir
al azar, más lento, pero ser paseador es como un trabajo. Yo iba paseado
sistemáticamente, intentando abarcar todo el territorio posible, no perderme
nada, pero como la ciudad es infinita es algo imposible. En la mitad de los
sitios por los que me preguntan no he estado nunca y, además, apenas me detengo
ni tomo notas, me molesta la gente que va caminando contigo y se detiene para
contar algo, es como si tuviesen que recargar batería, o que se pongan a mirar
escaparates, que se distraigan del camino: yo voy siempre adelante”. Aunque
queda muy claro en lo que escribe y en lo que cuenta, no me resisto a introducir
otro topicazo al preguntarle si el paseador nace o se hace: “Se hace, desde
luego, para serlo hay que tener una voluntad explícita: todo el mundo pasea
aunque sea por aburrimiento, porque tiene un tiempo libre que llenar, da una
vuelta y tal pero el paseador lo hace con conciencia de estar paseando”. Y,
en realidad, es algo que le viene desde su formación académica y científica,
cómo no pensar en los peripatéticos, en el conocimiento directo de aquellos
inquietos, curiosos, estudiosos, investigadores, pioneros que recorrían
distancias quilométricas (sí, hoy ya no salgo de mi bucle), atravesaban océanos,
desbrozaban selvas, se jugaban la vida (y algunos la perdieron en el intento)
con tal de recoger semillas, estudiar especies animales y vegetales, encontrar
vestigios de civilizaciones perdidas/derrumbadas/asoladas), no es tan extraño
(o no debería serlo) que un astrofísico terminase en estas lides: “Me metí
en Astrofísica muy animado por “Cosmos”, ya que mi madre era muy fan de Carl
Sagan, aquel señor tan apuesto con aquel flequillo, aquel cuello de cisne,
aquella voz profunda, las cosas que contaba, jajaja. Vine a Madrid a estudiar
la especialización y puede que decirse que ahí empezó todo, incluido lo de
pasear; pero la carrera era menos romántica de lo que parecía y preferí
dedicarme a algo relacionado con la escritura, que siempre me gustó mucho”.
Un libro tan poliédrico, tan versátil, tan (en el buen sentido)
maleable, con tantos meandros, tantas vías abiertas y tantas por abrir (es imposible
resumir un barrio -unos más que otros, todo hay que decirlo- en unas cuantas
páginas), tiene continuidad, como se ha dicho, en cada lector, a todos apela,
cada uno decidirá en qué modo lo hace (es una de esas lecturas oxigenantes, en
las que se respira libertad, en las que no hay nada predeterminado, sólo hay
que dejarse impregnar/contagiar por el espíritu del paseador (que no es necesariamente
aventurero, ya lo ha señalado el propio autor) pero, además, la tendrá, empieza
a tenerla ya (hoy mismo arranca el festival) con los mismos cimientos sobre los
que se edificó (madre mía, o termino pronto o esto va a llegar a cotas muy
altas de patetismo) La ciudad infinita, es decir, como parte de Los Veranos
de la Villa (https://veranosdelavilla.madrid.es/es/evento/safari-asfaltico#)
y no puedo sino agradecer a Sergio C. Fanjul que me lo contase cuando aún no se
había publicado: “Este año haré un proyecto parecido para en el que voy a
describir cómo la naturaleza se mete en la ciudad: las palomas, las cinches,
Madrid Río, los ciervos de El Pardo, los árboles de las calles, las aves
cetreras de Barajas,… Además, me acompañarán expertos en cada materia, es un
trabajo más periodístico que se va a llamar Safari asfáltico, no dejan de ser
safaris urbanos”. Puede que este sea el germen de un nuevo libro, ese es el
anhelo de quien se lo ha pasado de miedo con este, pero para eso habrá que esperar
o, mucho mejor, pasear por las páginas de La ciudad infinita (y no es
necesario que me manden ustedes a paseo, porque ya lo hago yo mismo con el
punto y final).