miércoles, 5 de junio de 2019

LO QUE SE APRENDE EN LOS TEBEOS





   Jamás lo cuento con presunción, sino con pasión, con alegría, con la emoción de recordarme siempre con un tebeo, cuento, libro entre las manos, daba igual, la letra impresa (sobre el material que fuese, no en vano el tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de los coches durante nuestros paseos) ha sido y sigue siendo mi auténtica vocación, me reclama, me atrapa, me cautiva, leyendo me siento más pleno que viviendo (algo, por cierto, que en gran medida hacemos por inercia, respiramos sin ser conscientes de ello la mayoría de las veces), por eso el universo Bruguera era (y es, ¡gracias por regresar!) tan mágico y maravilloso, más para alguien como un servidor que, en ciertos aspectos (no precisamente en los gastronómicos, al menos en la niñez), es de paladar agradecido y amplio, un letraherido al que, hablando en términos generales (ya llegarían Javier Marías, Álvaro Pombo y algunos otros a provocarme bostezos y urticarias varias, lista que va aumentando de manera considerable y a gran velocidad en los últimos tiempos), cualquier posibilidad de lectura le resulta apetecible, un chaval (y lo mismo puedo decir ahora a mi edad provecta) que en aquella casi infinita panoplia de personajes tenía muy pocos aborrecidos, tanto me gustaban las grandes estrellas como aquellos que no terminaban de despuntar y, aunque mantenían su página, no figuraban entre los favoritos de la mayoría. Y había quien confundía eso con la tibieza, con no tomar partido, con la equidistancia (cuando el término aún no se utilizaba, no al menos con el carácter insultante con tantos lo enarbolan en los últimos tiempos), parece mentira que empezásemos a razonar o algo similar (hablo de los de mi generación, que nadie se sienta señalado) en el momento de gloria del consenso y el diálogo, también es cierto que empezábamos a conocer el fenómeno fan en toda su extensión y virulencia y, por lo tanto, había que mojarse y si se seguía a Pecos había que hacer burla de quienes se decantaban por Miguel Bosé, en el colegio se lanzaban constantes pullas los partidarios de Pedro Marín y los de Iván, no digamos nada cuando Mecano entró en juego mientras bailábamos al son de Alaska y los Pegamoides, del mismo modo, te miraban como a un bicho raro (algo, debo decir, a lo que siempre he estado acostumbrado) si afirmabas, como así era, que te gustaban tanto las aventuras de Mortadelo y Filemón como las de Zipi y Zape (algo que Joaquín secundaba en privado, cuando pasábamos tardes en su casa jugando y leyendo, pero negaba como un bellaco mientras se reía de mí como hacía el resto -excepto Manolo, que siempre fue por libre-).

   Es de esos casos en que uno no tiene claro quién llegó primero, en realidad lo hicieron en bloque gracias a las diversas publicaciones que Bruguera lanzó, también a través de aquellos volúmenes de Magos del Humor o Súper Humor que me hacían salivar más que el chocolate (¡Eran tan grandes y tenían tantas páginas!) y que recopilaban algunos números de la colección Olé!, pero lo cierto es que, aunque los tebeos (y de lo más variado, aunque ahora toque centrarse en Bruguera) nunca faltaron en casa, durante bastante tiempo mi padre me compró el ejemplar semanal de la revista que llevaba el nombre de los gemelos más famosos y gamberros de la historieta nacional (y me atrevería a decir, con permiso de Hernández y Fernández -que son más bien torpes que otra cosa-, mundial) y, de ese modo, Zipi y Zape se convirtieron en cita ineludible y anhelada por lo que, de algún modo, fueron mis elegidos, por más que jamás renunciase al resto y les traicionase mil y una veces leyendo con delectación tanto a los agentes de la T.I.A. y otros muy populares como a los que no lo eran tanto pero fueron (y siguen siendo) mi debilidad (a no tardar mucho, hablaremos un poco más sobre ellos, en concreto sobre Gordito Relleno del que se ha lanzando un estupendo volumen recopilatorio recientemente). Todo hay que decirlo, la predilección de algunos por Mortadelo venía por las fabulosas aventuras largas, menospreciando el por otro lado tan complicado tramo corto (como tantas veces ha ocurrido -y aún lo hace- en literatura, considerando que la novela es el género mayor en detrimento del cuento), ese en el que Ibáñez (por alusiones) también era/es un maestro (una sola viñeta de 13, Rue del Percebe contiene más ingenio y talento que páginas de otros), terreno en el que Zipi y Zape no eran tan prolíficos como sus compañeros (aunque protagonizaron unas cuantas, ojalá se recuperen poco a poco todas) pero en el que tuvieron algunos éxitos, no en vano eran una creación del maestro Josep Escobar quien siempre se esmeró en los guiones, plagados de ocurrencias y gags, y en el dibujo (no sólo gráfico) de los personajes, logrando secundarios tan potentes como el matrimonio Zapatilla, los progenitores de las criaturitas, es decir, don Pantuflo y doña Jaimita, don Minervo y su esposa doña Hipotenusa, Sapientín, Peloto, los Plómez (reales como la vida misma, el propio nombre lo indica) o El Manitas de Uranio. Recuperando poco a poco su legado (que, bien se demuestra, está tan vivo como entonces) y dando su espacio a cada personaje, Bruguera Clásica reeditó no hace mucho en dos álbumes de Magos del Humor las que un servidor recuerda (sobre todo la segunda) como las historietas largas que más se leyeron y comentaron (e imitaron en los recreos): La vuelta al mundo y El tonel del tiempo.

   Ambas respetan el formato más habitual de este tipo de aventuras que, en realidad y puesto que se iban publicando por entregas, tenían un hilo conductor pero cada cuatro páginas cambiaban de escenario, asunto o peripecia, así en la primera los Zapatilla en su viaje alrededor del planeta llegan a otro país y en la segunda Zipi y Zape utilizan una vez más su invento para viajar a otra época (y recorren desde la prehistoria hasta el futuro, pasando por su propio nacimiento). Por otro lado, son espléndidas rarezas en lo que solía ser lo habitual y característico de la serie, puesto que, salvo una excepción en el comienzo de El tonel del tiempo, no hay cuarto de los ratones (aunque en un momento dado del periplo mundial don Pantuflo preguntará si existe un habitáculo similar en que castigar a sus vástagos), tampoco aparece la escuela ni los sempiternos ceros (en conocimiento y conducta) ni los vales para canjear por piezas de la deseada bicicleta, incluso las travesuras son diferentes, a veces nada premeditadas (lo planifican y llevan a cabo con la mejor intención del mundo -aunque sólo sea buscando su beneficio o escapar del castigo-, pero la cosa se les descontrola), son Zipi y Zape en su esencia más pura y desternillante y al mismo tiempo renovados, reforzados, demostrando que se bastan y se sobran para provocar carcajadas, da igual donde los pongan, muestra clara del inagotable talento de Escobar para la sorpresa, para crear el caos, para destrozarlo todo, para inventar nuevas argucias de los hermanos y encadenar trastada tras trastada y explosión tras golpetazo, carambolas desopilantes que siembran de chichones (de ahí para arriba) las viñetas. Y el caso es que nadie veía a Zipi y Zape como un mal ejemplo, nadie pensaba que fuesen políticamente incorrectos (que lo eran, como el resto de personajes de Bruguera), nadie hablaba de la crueldad que supone tener un cuarto lleno de ratones para encerrar a los niños que no se portan bien (o como los padres quieren que se porten, que esa es otra), entendíamos (mayores y pequeños) a la perfección lo que era el mundo a través de un tebeo, nada de lo que allí aparecía se juzgaba como pernicioso (sí, la censura eliminó muchas cosas, pero se las seguían colando por la escuadra), nadie temía que los imitásemos (y lo mismo podía decirse al contrario, por más que en casa de una de mis tías tenían el que llamaban “cuarto oscuro” en el que amenazaban con encerrarme -era su idea de lo que era una broma, gracia tuvieron siempre más bien poca por aquel lado-), hoy más que nunca, Zipi y Zape siguen siendo un huracán de libertad, son totalmente subversivos, indomables, incontenibles y absolutamente necesarios.