Estoy convencido de que el propio Javier Moro me permitirá que empiece
este texto hablando de su tío Dominique Lapierre, así se lo prometí durante el
encuentro que mantuvimos vía Zoom hace unas semanas, una de esas oportunidades
deliciosas que auspicia mi Pepa Muñoz para que los del club de lectura
diseccionemos junto algún autor o autora su última criatura y que ustedes
pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros (https://www.youtube.com/watch?v=tey3cMGsXtA&t=20s). Cualquiera
que conozca un poco la trayectoria, la obra, la persona, estará al tanto del cariño,
el respeto, la admiración que Javier nunca ha ocultado por quien, más allá del
vínculo familiar, es su máximo referente, su maestro, su espejo profesional tal
y como lo demuestra en cada aventura literaria, no en vano la recién llegada a
las librerías (fue publicada por Espasa en los últimos días de octubre), A
prueba de fuego, arranca con una dedicatoria que lo dice todo: “A mi tío
Dominique, que sabe la alegría de trabajar en equipo”. Los leales a este
ángulo oscuro del salón están enterados de que llevo un par de meses
recopilando recuerdos, acometiendo relecturas, empezando a armar el puzle de mi
vida a través de los títulos que me han marcado el camino, que me han
construido, también, por supuesto, de esos autores que han sido providenciales,
imprescindibles, sin los que no sería quien soy, no escribiría este blog del
modo en que lo hago, no leería como leo, es decir, poniendo alma, corazón,
pasión y entrega, devoción y vocación desde niño, por encima de todo llámenme
lector, lo demás importa poco; antes de dejarme llevar por la verborragia (como
es habitual), quería decir que estoy convencido de que en ese recorrido que
apenas ha dado sus primeros pasos llegaré a Dominique Lapierre, pero me apetece
anticiparme y dejar aquí huella de la muy profunda que él ha horadado en mi ánimo,
en mi talante, en mi personalidad lectora y vital, de lo mucho que le debo y
así, de algún modo, empezar a glosar y celebrar la (como no podía ser de otro
modo) magnífica, apasionada y concienzuda investigación que Javier Moro ha
llevado a cabo para alumbrar una apasionante novela que recupera/da a conocer
la figura y la obra del arquitecto valenciano Rafael Guastavino, aquel del que
se llegó a decir que inventó Nueva York en los últimos años del siglo XIX y los
primeros del XX.
Conocí a Dominique Lapierre antes de leerle, me llamó la atención un libro
en que andaba enfrascado mi hermano, grandes letras en negro y en minúscula (todas)
anunciaban que se trataba de El quinto jinete, la ilustración de portada
era muy llamativa (se trataba de Los cuatro jinetes del Apocalipsis debidos
a Peter Cornelius), la contraportada repetía el título con la misma grafía pero
a un cuerpo menor y en rojo, con el mismo color se destacaban obras anteriores
de los autores (¿Arde París?, Oh, Jerusalén, Esta noche, la
libertad, …O llevarás luto por mí) y se anunciaba que se trataba de “un
prodigioso suspense de treinta y seis horas, en que se decide la suerte de la
mayor ciudad del mundo” (antes de que alguien vuelva a atribuir la
precisión de los datos a mi dizque prodigiosa memoria -no lo es tanto como
parece, si bien es cierto que siempre ha sido muy generosa y pródiga-, les comunico
que tengo el libro aquí, al lado del teclado y del de Javier, por la actividad
de esos círculos que tienden a cerrarse cuando menos lo esperamos he recuperado
el otro día un ejemplar similar al que perdí por un préstamo hace mucho
tiempo). Acompañaba a estas y otras palabras que no reproduzco por hacer el
cuento un poco más corto un retrato de quienes firmaban la obra, es decir,
Dominique Lapierre y Larry Collins, y no exagero si afirmo que sufrí un
flechazo con ambos, aún era pronto para poder asumir/comprender lo que escribían,
pero se estableció una corriente de simpatía y una necesidad que fue creciendo
hasta que, unos años después, alguien que no me apetece nombrar ahora me regaló
El quinto jinete y justo al año siguiente La ciudad de la alegría,
el primer título que publicó Dapierre tras poner punto final a su exitosa
colaboración con Collins (se reencontrarían tiempo después en ¿Arde Nueva
York?, pero eso ya es otra historia que no viene al caso). Sería la edad (llegó
al tiempo que mis 16 años), el momento efervescente, la humanidad que desborda
en cada página, la vida que late en cada palabra, indudablemente fue su
grandeza, su emoción, la entrega del autor, el caso es que, aunque disfruté
como un loco con El quinto jinete (que, por cierto, quiero releer en breve
ahora que ha regresado a mí), La ciudad de la alegría me traspasó, me
noqueó, me entusiasmó, me atrapó, me rendí incondicionalmente a Lapierre, fue
él el responsable (y empezar a estudiar Periodismo) de que buscase algunos de
sus trabajos anteriores (y le admirase más -también a su compañero en lo que a
sus obras en común se refiere-), desde entonces fui reuniendo su producción,
atento a cualquier novedad. Y todo eso no hizo sino aumentar hasta alcanzar
proporciones astronómicas cuando tuve el inmenso placer de conocerle, de asistir
a una conferencia que impartió en la Facultad, de aplaudirle, celebrarle,
saludarle (tuvo tiempo para todo el mundo), darle las gracias, estrechar un
vínculo que se mantiene muy vivo y he ido reafirmando con lecturas y relecturas
(y las que me quedan). Lo que más admiro (como lector y como periodista) de
Dominique Lapierre es su minuciosidad, la ingente documentación que maneja para
que todo lo narrado sea lo más cercano posible a lo sucedido, documentación que
no pesa porque la procesa, la transforma, la sirve a través de datos
fundamentales sobre los que erigir su obra, son cimientos sólidos que le permiten
recrear/reconstruir momentos/épocas con infinita verosimilitud, con talante y
talento de reportero, con meticulosidad de historiador, con aliento de
novelista. Y estas bondades, estas cualidades, estas facultades también las
posee su sobrino Javier, junto a él aprendió a desarrollarlas, con él investigó
durante muchos años, juntos firmaron la a ratos escalofriante Era medianoche
en Bhopal; con estos mimbres y sobre esta base, con ese ejemplo/magisterio
por bandera, Javier Moro ha desarrollado una carrera propia que, aunque tiene
muchos puntos en común/de conexión con la de su tío, no debe verse como una
prolongación, un reflejo, mucho menos una copia, sino como una nueva
demostración de las veces en que un discípulo alcanza a su maestro.
A prueba de fuego resuelve un misterio, en realidad va más allá
porque para muchísima gente (empezando por un servidor) el nombre de Rafael
Guastavino no dice nada, incluso aunque se conozca parte de su obra (en demasiadas
ocasiones, por no decir en la inmensa mayoría, no nos preocupamos lo más mínimo
por saber quién fue el autor de un edificio que admiramos, no digamos de aquellos
ingenios que nos hemos acostumbrado a ver como parte del paisaje). Puesto en la
pista por la espléndida editora Ana Rosa Semprún (quien en su momento le animó
a escribir la historia de Anita Delgado), Javier Moro se lanzó a investigar, a
empaparse todo lo posible (y lo imposible porque había muchos paréntesis sin
rellenar, muchos puntos suspensivos sin continuar), a rastrear los pasos de un
arquitecto prácticamente desconocido cuando su huella es aún notoria, no sólo
en Nueva York, en España también hay testimonio de su ingenio, su osadía, su
talento natural, su intuición, su poner en práctica lo que sencillamente sabía
que era posible, sin fórmulas ni tecnicismos, el empirismo era su firma,
demostraba que se podía hacer haciéndolo, como en un momento dado le hace decir
Javier Moro en la novela, “la arquitectura es un
esfuerzo de la imaginación, ver lo que aún no existe con mayor claridad que lo
que se tiene delante”. El mayor hallazgo hecho durante la labor de documentación
se convierte en el mejor hallazgo para levantar la novela: las cartas de
algunos de los personajes reales que descubren aspectos insospechados o
erróneamente transmitidos, cartas que imprimen vida y verismo a lo que se
narra, que permiten a Javier tomar voces distintas para dar la visión más
poliédrica posible de Guastavino, para acercarse a él desde una perspectiva íntima,
familiar, cercana, humana y, además, encontrar al narrador perfecto para que el
conjunto gane tanto en fluidez como en efectividad, llegue al lector como una
especie de confidencia, a ratos como una confesión: es Rafael Guastavino hijo
quien la escribe. “Es el primer libro que hago en primera persona, eso es algo
que te involucra más”, y lo cierto
es que de esa manera también consigue que nosotros lo hagamos desde las
primeras líneas, no se puede desoír a quien está dispuesto a abrir su corazón,
a llevar a cabo un retrato nada amable en el sentido de que no le glorifica:
las sombras son tantas como las luces, más abundantes en realidad sobre todo en
lo personal, por otro lado, como reconoce Javier, “nada más difícil que
escribir sobre un santo”, indudablemente son las imperfecciones las que nos
definen y humanizan.
“Todo
ese trabajo fue prácticamente empírico. No tenía la sanción técnica necesaria,
mas ¿cómo era posible tenerla? El espesor de las bóvedas se determinaba por
intuición y experiencia, como un herrero decide el tamaño de las piezas que
fabrica, o un buen marino el grosor de la soga o un aparejo. Pero ¿es esa una
actitud científica? ¿Puede haber alguna garantía basándose solo en la intuición
y en la experiencia?”. Así es cómo Javier Moro evita caer en una jerga
puramente arquitectónica que sólo un entendido en la materia pueda seguir, dando
la palabra a quien, como se ve, tampoco es capaz de explicarlo pero sí de ejecutarlo,
eso es lo que importa, eso lo que permanece, eso que contemplamos y admiramos,
un genio natural al que muchos veían como un visionario, como un iluminado, alguien
que inspiraba poca confianza a pesar de lo demostrado, a pesar de ser apoyado
por nombres de indudable prestigio en la época, así intenta razonarlo el
también pionero (pero más apegado a las mediciones previas, a la posibilidad de
traducir a cifras sus creaciones) Stanford White en un momento dado: “Es que
parece un milagro que la forma tan fina que se consigue con los ladrillos sea
capaz de soportar tanto peso. Y los milagros no venden bien en este mundo”.
Milagros tangibles, algunos pueden verse en la estupenda selección fotográfica
que acompaña al volumen, milagros cuya construcción Javier Moro sabe transmitir
con nervio, con tensión, con dudas, como si no se conociese el final, llevando
de la mano al profano para que nunca se sienta perdido, haciendo tan emocionante
la imprescindible y lógicamente extensa parte arquitectónica como la personal,
esa que ha ido entresacando del material epistolar que uno de sus descendientes
conserva, “sin las cartas no me hubiera atrevido a escribir la novela”,
en ellas encontró el corazón de la misma y, del mismo modo y nunca mejor dicho,
cimientos firmes que soportan toda la obra, un nuevo triunfo de Javier Moro que
merece saldarse con, al menos, éxito parecido al de anteriores títulos.