miércoles, 16 de diciembre de 2020

SANGRE EN LAS CALLES (Y EN LAS PÁGINAS)

 




   La oferta de las diferentes plataformas que ofrecen contenido audiovisual abunda en documentales de muy variados tonos, estilos, asuntos, pelajes, pero entre las casi infinitas posibilidades se han convertido en estelares (y exitosos) los dedicados a crímenes reales, bien a aquellos que siguen sin resolverse, bien a los que provocaron un enorme revuelo mediático (antes incluso de la aparición y/o colonización sufrida por las redes sociales), bien a los especialmente truculentos, a los de tintes (y resultados) políticos, a los cometidos por una digamos personalidad inquietante y en muchos casos también fascinante, hay, como suele decirse y no resulta exagerado, una opción para cada espectador. A quien fue lector precoz de novela policíaca, de intriga, con asesinatos de por medio, género negro y demás derivados (evolución lógica al estar familiarizado desde pronto, por más que adaptados al público infantil/juvenil, con estos asuntos -y tanto podríamos recordar a Los Cinco y Los Tres Investigadores como las aventuras de Scooby Doo-), le atrajeron pronto aquellas historias que parecían sacadas de los libros y, sin embargo, eran reales, de ahí el pavor que me causaba la creo que llamada Galería del Terror del Museo de Cera, toda una impresión para mis seis o siete años, no más tenía la primera vez que fui (y ahí no valía aquello de “no pasa nada, es sólo una película”, mantra de nula efectividad porque seguía temblando con la serie Tensión -pero no me perdía ni un capítulo- o títulos como Psicosis en Sábado Cine), pasándolo mal pero irresistiblemente atraído por el misterio; así fue cómo conocí a Landru, El Lute o lo sucedido en el expreso de Andalucía en 1924, en forma de estatuas de cera que, con el tiempo, daban más miedo o mal rollo (y mucha risa) por sí mismas que por lo que o a quien se supone representaban (en la mayoría de las ocasiones, encontrar cualquier parecido con las personas reales requiere un gran ejercicio de imaginación). Piensen que, además, tenía diez años y un mes de agosto por delante cuando fueron asesinados los marqueses de Urquijo, leí todo lo que caía en mis manos queriendo vivir de primera mano algo similar a los peligros que afrontaban mis héroes ya citados y otros similares, creo que aquellos reportajes repletos de detalles a veces escabrosos por no decir impúdicos atendiendo a lo que aprendería con el tiempo en la asignatura Ética y Deontología Profesional me condujeron sin remisión ni oposición a las novelas de la tía Agatha y todo lo que ha venido después. Como pretendía decir antes de dejar manar la verborragia habitual, mi interés por los crímenes reales (si bien es cierto que como documental/serie o como lectura, no sigo programas especializados en sucesos, esos con el amarillismo por bandera, esos en los que tantas veces pisotean los fundamentos del que siempre consideraré mi oficio, esos en los que abundan vocingleros dizque expertos que abochornan a los grandes nombres que dignificaron estas informaciones), retomo antes de volver a irme por las ramas para concluir que mi predilección por estos programas es anterior a que proliferasen del modo en que ahora lo hacen y la máxima responsable es aquella magnífica serie que TVE emitió los viernes por la noche (hablo de su primera temporada, la de 1985), la grandísima producción de Pedro Costa conocida como La huella del crimen (por cierto, en la segunda, en 1991, hubo un episodio dedicado al crimen del expreso de Andalucía antes citado).

 

   Con estos antecedentes y presente como espectador y lector (y más aún para los leales a este ángulo oscuro del salón) no les extrañará nada que me haya lanzado casi como un poseso a la lectura de una novela de la que, además, tenía excelentes referencias puesto que obtuvo en 2008 el Premi Crims de Tinta y ya había sido publicada, un título que Alianza Editorial recuperó hace unos meses: La mala mujer de Marc Pastor con traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. El personaje al que se hace referencia con ese epíteto es Enriqueta Martí, la tristemente conocida como “La Vampira del Raval”, proxeneta de menores (incluidos niños de muy corta edad), secuestradora y considerada asesina en serie, un personaje sobre el que pocas cosas han podido confirmarse/demostrarse a ciencia cierta, un personaje con penumbras y contornos difusos que permiten que, apoyándose en lo publicado en la época, la ficción complete el retrato que puede hacerse de quien sembró el terror en la Barcelona de principios del siglo XX. Y esa atmósfera de leyenda que se presiente/teme como real, de rumor preñado de miedo, ese susurro de advertencia que no osa aumentar su volumen para no llamar la atención, esa sospecha perenne que no da tregua y que asola las calles, ese ambiente enrarecido y ominoso que se adueña de los corazones es el que Marc Pastor convoca desde las primeras líneas, arrojando al lector literalmente (nunca mejor dicho) al cráter de un volcán en plena erupción, dando a un narrador (o narradora) inquietante, poseedor (o poseedora) de una prosa directa, hechizante, inflamada, viscosa, supurante, un alarde que el autor mantiene a lo largo de toda la novela sin perder pulso ni efectividad, prosa hemoglobínica, humorosa, visceral, envolvente, irresistible, poderosa: “Ahora soy una voz en tu cabeza. O la plegaria de alguien a quien amas al borde de la cama, o un compañero de estudios que no sabe leer en silencio, o un recuerdo desenterrado por un olor. Soy hombre, soy mujer, soy viento y papel; un viajante, un cazador y una niñera (el rey de la ironía); quien te sirve la comida y quien te da placer, quien te apalea y quien te escucha; la bebida que quema la garganta, la lluvia que te cala los huesos, el reflejo de la noche en una ventana y el llanto de un recién nació antes de ser amamantado”. Narrador (o narradora), como es fácil comprender, más omnisciente imposible, pero también podríamos decir omnipresente porque, aunque no sepamos con qué rasgos físicos, aunque tan pronto intervenga en el diálogo como se limite a observar, aunque parezca haberse esfumado a ratos, impregna cada página, cada palabra, cada acción de los personajes porque, como anuncia a continuación de lo reproducido en la cita anterior, “Yo lo soy todo y puedo estar en todas partes”.

 

   Este narrador (o narradora) tan versátil, tan maleable, tan incontenible, permite a Marc Pastor romper la cronología, variar de punto de vista, trocear la narración, hacerla caleidoscópica sin que eso suponga confusión a no ser que ese sea el efecto pretendido para, en un momento dado, sorprender al lector, despistarlo tanto como lo están algunos personajes. El modo en que el autor nos presenta el rompecabezas es asombroso porque, aunque se vaya completando, aunque las piezas encajen, nunca lo vemos ordenado, siempre hay un nuevo quiebro, un nuevo giro, el terreno es resbaladizo, pantanoso, nunca estamos seguros/a salvo, Pastor nos traslada a una época rebosante de ambigüedades, insegura, terrorífica en muchos aspectos, la reconstruye con enorme viveza, con palabras cinceladas y de múltiples aristas, acorde con lo que describe, con lo que nos hace vivir: “Hay quien vive a gusto en tiempos convulsos, con sangre en las calles, porque les permite escabullirse entre la violencia y beber de ella a placer. En La Rosa de Fuego todo el mundo va a la suya: unos procuran tener manduca que llevarse a la boca, otros se llenan los bolsillos y hacen ostentación de ello; mendigos que duermen en una taberna porque no tienen una mala cama donde caerse muertos, ricos que viajan a San Sebastián para darse un baño medicinal en la playa; hay quien no habla con nadie por miedo de que se descubra su secreto, hay quien lo cuenta todo buscando compañía”. Y ese narrador (o narradora), personaje inevitable, que se piensa más en masculino aunque sabe que la mayoría de la gente se refiere a él en femenino (“que si la Dama, que si la Gran M., que si la Inexorable”), se siente como pez en el agua, se adueña de todo y todos, también de la novela: “Son tiempos en que paseo, visible, por las calles de una ciudad entregada a mí, y entro en mil cuerpos ansiosos por gustarme. Recojo almas a montones, sin fijarme en nombres ni en caras. Judíos pasados a hierro o monasterios en llamas. La sangre y el fuego crearán el hollín con que Barcelona se maquillará de nuevo para volver a ser vieja. La renovación como último paso, el aquí no ha pasado nada pero ahora todo es diferente hacen de la ciudad una mujer más sabia y, no obstante, más dolida”. Es Barcelona la gran protagonista, escenario y corazón, la conocemos físicamente y (a)moralmente, en sus sonidos, en su frío, en sus olores, en sus tufos, en su sordidez: “Barcelona es una vieja dama de alma desgarrada que ha sido abandonada por mil amantes, pero no quiere reconocerlo. Cada vez que crece se mira en el espejo, se ve cambiada y renueva la sangre hasta llevarla al punto de ebullición. Como el capullo de la mariposa, por fin, estalla”.

 

   Hay alguien empeñado en resolver el escabroso asunto de las desapariciones de niños, de su uso y abuso, de sus muertes, ese caso que algunos niegan sea tal, esos crímenes que a tantos no interesan porque o bien se benefician de ellos o porque las víctimas son criaturas condenadas desde la cuna, porque la crueldad se ceba con los considerados miserables, los que sobran, los que no importan, los que ni se consideran ciudadanos; hay alguien que presta atención a los llantos de las madres, un policía que no quiere regresar a su casa, que se implica personalmente, que no entiende otra manera de afrontar su trabajo, que se entrega más allá de cualquier consideración: “Moisés Corvo es un perro: nadie mea en su territorio. Y si esto comporta empalagar de olor a orina todo el barrio, no tiene ningún inconveniente. Ya hace tiempo que Moisés Corvo dejó de ser un porra, un policía de calle, de carne de cañón, de venda en los ojos y un sí, señor en los labios, para convertirse en el sabueso que es ahora”. Es un policía que no se conforma con el silencio, con la negativa, que va más allá de la fabulación que tantas veces supone el mejor camuflaje para el crimen, que destruye los velos de la leyenda, de lo diabólico, de lo inexplicable, que sabe con quien se juega las cartas, que le tiene bien tomado el pulso, por eso el narrador (o narradora) le tiene en alta consideración: “Supongo que es por eso que me agrada Corvo: nos conocemos tan bien que, cuando me mira a los ojos, sé que me entiende. Me respeta, pero no me toma demasiado en serio, y eso me hace sentir a gusto, porque no siempre soy bienvenido en todas partes, y no suelo intimar con nadie”. Con una ironía punzante, con sumo verismo, pero manteniendo un equilibrio digno de encomio, sin recursos facilones ni truculencias innecesarias, Marc Pastor da voz a este narrador (o narradora) que se camufla pero no se esconde, que maneja los hilos sin pudor ni piedad, que hace un retrato hiperrealista de la maldad, que nos deja temblando, espantados, que nos ofrece una ficción tan cargada de verdad que nos sobrecoge incluso días después de haber concluido la lectura: “En Barcelona se han seguido produciendo muertes violentas, prácticamente a diario. (…) Pero tanto para los policías como para mí, no nos engañemos, es rutinario, una serie de trámites colocados en fila india que hay que ir cumpliendo: el levantamiento del cadáver, la identificación, el informe de la autopsia y el archivo del caso. Papeleo, yo ni los miro, pobre gente, tanta prisa por acabar como si del otro lado hubiera algo mejor. O hubiera algo, simplemente”. Novela furiosa y arrebatadora, estremecedora y magnífica, un auténtico descenso a los infiernos (tangibles e intangibles).