miércoles, 23 de diciembre de 2020

LA POSIBILIDAD DE LA FILOSOFÍA

 




   Si bien es cierto que, en general, uno hace continuamente memoria, que no quiere dejar en el olvido personas, hechos, lecturas, películas, canciones, sensaciones; si bien es cierto que gusta de detenerse y volver a pisar las huellas dejadas en la senda que va quedando atrás (contradiciendo de ese modo a uno de mis poetas de cabecera); si bien es cierto que en este ángulo oscuro del salón, al igual que hice anteriormente en tantos estados de Facebook, he ido y voy desgranando emociones, ausencias, nostalgias, experiencias, sentires de ayer (dicho sea en un sentido amplio, no en vano cumpliré 51 años en un par de meses); si bien es cierto que tengo muy a flor de piel, a latido del corazón, a temblor del alma vivencias/gentes que no preciso convocar porque van/están conmigo, llevo un par de meses recopilándolas, propiciándolas, recuperando algunas adormecidas y otras casi borradas (tanto consciente como inconscientemente), me gusta decir que estoy armando mi propio rompecabezas partiendo de los libros (como siempre), en realidad lo estoy reconstruyendo y, en parte, descolocándolo aún más o, al menos, encontrando el lugar que me parece más adecuado para cada pieza. Es un proyecto que aún está muy en pañales (al menos en lo escrito, en mi ánimo y en mi cabeza se va desarrollando casi sin sentir), pero que crece día a día de mil formas posibles, a veces de las más insospechadas, como ha sucedido con la novela de la que hoy quiero ocuparme: El asesinato de Platón, el espléndido nuevo título de Marcos Chicot que Planeta lanzó en octubre, su primera obra cuatro años después de ser finalista del premio que concede la editorial con El asesinato de Sócrates, ha reavivado con fuerza y hasta diría furia el año en que cursé COU, un periodo realmente significativo de mi vida, el tiempo en que cambiaron muchas cosas y, sin saberlo/pretenderlo, nacía de algún modo este tañedor de arpa, fue un año en que tomé algunas decisiones correctas y muchas erróneas (o a deshora), precipité otras aunque eso me obligó a, ahí sí, dejar a mi espalda un camino que no me apetecía volver a recorrer y seguir mi instinto, a no concederme tiempo para arrepentirme de lo que no lo merecía (aunque así lo sintiese al principio), también cometí equivocaciones estrepitosas y no es disculpa decir que no supe hacerlo de otro modo, consentí que algunos quemasen naves por mí, me escondí detrás de una máscara construida con frustración, miedo e impotencia y cuando quise zafarme de ella era demasiado tarde para frenar/evitar las consecuencias (al menos me sirvió para detectar a algunos que sólo entienden la amistad, lo que ellos llaman así, cuando vienen bien dadas o, siendo más lapidario y honesto, cuando los afectados/tristes son otros). Bueno, abandono la inmersión, no voy a desbordarme ahora, no es el lugar ni el momento, valga sólo para transmitir el contexto, el modo en que no he podido evitar vibrar con una de las lecturas más apasionantes, enriquecedoras y pletóricas de los últimos meses.

 

   Nací entre letras, leo desde antes de ser consciente de ello, amo la literatura de manera orgánica y natural, nunca se me ocurrió estudiar otra cosa que una carrera de esa rama por más que (herencia paterna) tuviese buena disposición y mejor cabeza para los números, cierta facilidad que no motivó que me atrajesen las matemáticas, la física o la química más allá de momentos concretos en que me resultaba divertido resolver problemas, despejar incógnitas, todo lo que podía compararse con un trabajo detectivesco (siempre apunté maneras, la sangre de la tía Agatha es muy poderosa). Como era una decisión que tenía muy tomada, tuve que aceptar las burlas a veces crueles de mi grupo de amigos, igualmente convencidos estudiantes de Ciencias desde el primer curso de Bachillerato, menosprecio que fue a más cuando en el tercero tomamos vías diferentes, sobre todo de quien exhibía un expediente tan brillante como el mío (perdón por la presunción, es por explicar la historia del mejor modo) pero aborrecía la literatura en bloque, renegaba de la ficción, de lo que tildaba como “fantasioso”, “inconcreto”, “especulativo” y otras palabras que ahora no recuerdo, siempre ponía el acento en que lo suyo era, como se decía entonces, algo exacto. Y tuve que aguantar su permanente enfado porque Filosofía (así como Lengua Española, pero esta le molestaba menos) fuese una asignatura troncal y común a las dos ramas, afirmaba no necesitarla para nada (a lo que yo alegaba que la regla de tres venía muy bien en la vida diaria, pero, por ejemplo, a lo de saber hallar una raíz cuadrada aún no le había pillado el chiste fuera de las aulas), estoy convencido de que habrá aplaudido (y lo seguirá haciendo) su paulatina desaparición en los planes de estudio, su ostracismo, su en el fondo eterna condición de prescindible. No es que le disculpe, pero actitudes/sinrazones de ese tipo obedecen a la manía por atomizarlo todo, por cegar los vasos comunicantes, por segregar saberes, por especializar desde la base, por desunir antes de tiempo, por no ofrecer una visión global para, después, centrar el foco en lo que cada uno necesite/disfrute/estudie; vivíamos (igual que ahora, si bien es cierto que menos radicalizados) polarizados, o se era de una cosa o de otra, no supimos aprovechar a docentes como María Ángeles Ortiz o Natividad Gutiérrez (que nunca me dio clase, pero fui mentora y amiga en la lectura) que impartían asignaturas de Ciencias pero amaban los libros, a maestras de vida como Margarita Giménez que decía que había que saber un mínimo de todo, que nada debía sernos ajeno, que explicaba de modo transversal antes de que se pusiera de moda la palabra, atravesando asignaturas y programas para que aprendiésemos y aprehendiésemos (odiaba la memorización). Y, así, regresamos a El asesinato de Platón.

 

   Precisamente era él, su obra, el protagonista de la primera unidad del programa de Filosofía que, como tanto repetíamos aquel año, “entra para Selectividad”, don Antonio Pinillos nos lo transmitió con pasión, le dedicó bastante tiempo, leímos los textos indicados con suma atención, los debatimos, nos pusimos en su piel, he recordado con honda emoción sus clases casi desde la primera página de la novela de Marcos Chicot, novela que pone el saber, la doctrina, el pensamiento platónico en su eje, es la columna que vertebra una narración prodigiosa, una recreación/reconstrucción de la época impecable, detallada, verosímil, completa, educativa y entretenida a partes iguales (en realidad, hace primar lo segundo, es uno de sus máximos aciertos, por eso consigue que aprendamos tanto, que resurjan de las brumas algunos conocimientos olvidados pero no borrados). Porque, aunque recurriendo muy poco a la dialéctica, ni tan siquiera a la retórica, siendo bastante elementales en nuestra argumentación, la frase que podía leerse en el frontispicio de la Academia platónica nos dio bastante juego (aunque no el que hubiese debido) puesto que los de Ciencias la consideraban un triunfo, un claro ejemplo de superioridad, mientras que los de Letras la desdeñábamos al quedarnos en su literalidad, al no aplicarla, al no analizarla, al no hacer filosofía: “No entre el que no sepa geometría”. Y es que se trata de eso, algo en realidad sencillo, sobre todo porque es el modo en que brota el pensamiento, en que le damos curso, y esa digamos actividad es común a cualquiera de los saberes, está en su germen, sólo así podemos dar forma a lo abstracto, qué lástima que no supiéramos verlo (que, en parte, no nos lo hicieran comprender) del modo tan fácil como lo narra Marcos Chicot: “[Platón] Cerró los ojos y se concentró en la noción tosca e imperfecta de un pentáculo que se podía adquirir a través de la representación de uno, o de miles de ellos. Después elevó su mente hacia la Idea matemática, única y perfecta del Pentáculo. Experimentó una gran serenidad con esa transición y el aire escapó lentamente por sus labios entreabiertos. No estaba imaginando algo con características físicas, estaba percibiendo el Pentáculo a través del intelecto, el órgano de percepción del alma”. Así es cómo nos transmite/inocula el autor la filosofía en su más pura esencia, con facilidad, con un afán didáctico que es el mejor sostén para una narración vibrante, apasionante, cautivadora, despertando las ganas de desempolvar los libros de aquel tiempo, de recuperar el interés, el entusiasmo por la filosofía, de darle la posibilidad de ser, de llevarla a cabo, de ponerla en práctica.

 

   Porque esa era/es otra, incluso los convencidos (o, al menos, los que sentimos cierta querencia, los que la estudiamos) utilizamos lo de “hacer filosofía” o “filosofar” con tono peyorativo, quitándole importancia, como sinónimo de desbarrar o echar balones fuera, cayendo en el estereotipo, negándole su verdad, su pertinencia, su necesidad, su posibilidad, volvemos de nuevo a algo que está muy presente en la novela, no en vano era uno de los fundamentos del pensamiento platónico, que la filosofía se aplicase en la vida diaria, en el gobierno, en la convivencia, que no se entendiese como algo utópico, que lo ideal (que no idealizado) tomase forma en reyes filósofos que fuesen justos y propiciasen la paz. Y su creencia en que eso podría llevarse a cabo en Siracusa proporciona una de las fascinantes tramas que conforman esta novela que se bebe como tal, a lo que no le sobra ni una sola de sus más de 900 páginas, pero que es al mismo tiempo un sublime libro de Historia, un impagable tratado de filosofía, algo que ya nos tiene acostumbrados Marcos Chicot con sus dos anteriores “asesinatos”, el ya mencionado de Sócrates y el de Pitágoras que inauguró esta peculiar serie hace casi ocho años. Es lógico colegir que estos títulos están relacionados entre sí, especialmente este que ahora nos ocupa con el que quedó finalista del Planeta (Sócrates fue el maestro de Platón), comparten personajes, pero pueden leerse, comprenderse y vibrarse de manera independiente, El asesinato de Platón se explica por sí misma, no precisa de su antecesora (aunque quien los lea en orden tendrá algún que otro regocijo extra). Y, de nuevo, la palabra “asesinato” se usa como metáfora (aunque, por desgracia, haya sido/sea más real de lo deseable, de lo que nos deberíamos permitir) porque de lo que se trata es, volvemos a ello, de negar la posibilidad a, en este caso, la doctrina platónica de desarrollarse, de coartarla, de impedirla, de, como sucede ahora, dejar de explicarla, de transmitirla, de leerla, de acudir a sus enseñanzas, de borrarla de un plumazo de los planes de estudio. Por eso, entre otras muchas cosas, es tan loable el empeño de Marcos Chicot para recuperarla, el talento para contarla de un modo ameno, absorbente, magnífico, devolviéndole su valor, su lugar, lo que nunca debió dejar de ser: “La filosofía no debería ser peligrosa… (…) No, es todo lo contrario: si eludiera los peligros no sería una verdadera filosofía. Y entonces no tendría la capacidad de cambiar el mundo”.

 

   Eso es algo que piensa el filósofo en la novela, pero se percibe que también lo sostiene el autor, es fácil captar su entusiasmo (y contagiarse del mismo) cuando se comparte un encuentro que ya le hubiese gustado a uno en aquel tiempo evocado/revivido al calor de El asesinato de Platón. Comandados por mi Pepa Muñoz, los del club de lectura asistimos a lo que fue una charla apasionada y apasionante sobre filosofía (es decir, sobre el amor por la sabiduría, etimológicamente hablando), encuentro que pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros en el siguiente link https://www.youtube.com/watch?v=I2kwtLRYSV4 y en el que, una vez más, el autor nos dejó con la boca abierta. Entre otras cosas porque, sin despegarnos del método platónico, nos hace mirar a la realidad y no a las imágenes parciales o incompletas, por no decir a los mitos, porque habla de los muchos pros de una civilización que posibilitó la proliferación de mentes como la de Platón sin olvidar sus muchas sombras, las mismas que el propio pensador trata de despejar y disolver cuando afirmaba que “en lugar de la retórica y la persuasión, deberían gobernar la razón y la sabiduría”, aunque era consciente de que “aquel ideal era un sueño del que la democracia ateniense estaba demasiado lejos”. Porque aquella democracia de la que tanto queda todavía por aprender y aplicar era imperfecta, era para unos pocos, y aquí no se trata del masculino genérico sino de que las mujeres no contaban, salvo para Platón: “Platón dice en “La República” que a las mujeres debe ofrecérseles la enseñanza de la música, la gimnasia y las artes que conciernen a la guerra, y también que debe tratárselas del mismo modo que a los hombres. Sin embargo, Atenas dista mucho de la ciudad ideal en la que eso podría ocurrir”, así se lo recuerda, vestida con una túnica masculina, Axiotea a Altea, la gran protagonista femenina de la novela, una mujer a la que el maestro pone a dar clase en la Academia con el consiguiente revuelo (por no decir algo peor) de quienes se sienten amenazados/menospreciados por este gesto revolucionario, por esta posibilidad hecha realidad que algunos reciben como una afrenta, como un peligro, como un ataque, porque, como le dice a Platón su sobrino Espeusipo, “una idea escrita en un papiro resulta menos amenazante que una mujer subida en una tarima para darte lecciones. (…) Además, muchos admiran tus obras a pesar de lo que dices sobre las mujeres, no gracias a ello”.

 

   Las vicisitudes familiares de Altea se entremezclan de manera asombrosa con los conflictos políticos, con la guerra, con la doctrina platónica, anudando saberes con hechos, tomando aliento tanto de la epopeya como del teatro (los apartes de los personajes, lo que piensan, lo que ocultan, lo que sólo dicen para el lector son muy significativos, definitorios y en ocasiones definitivos). Deja sin aliento (y sin adjetivos) la tarea titánica asumida por Marcos Chicot y, sobre todo, los resultados alcanzados, la calidad de la prosa, la ingente documentación manejada que no es una losa (como tantas veces sucede) sino un trampolín para que la emoción se dispare, inyectando tensión en los momentos en que la acción parece/podría detenerse, construyendo, en definitiva, una de esas novelas que, por diversas razones, se convierte en libro de consulta, en fuente a la que acudir, en justicia debida a lo que uno no supo apreciar cuando era joven y, sobre todo, inmaduro (si es que ahora ha alcanzado alguna madurez), en pedorreta literaria y honda a quien le quiso hacer sentir inferior, en imbricación imprescindible de los diferentes saberes que, a la postre, son uno con muchas ramas; demos la palabra a Altea, quien expone con claridad las enseñanzas platónicas: “(…) quien pretenda ser filósofo debe consagrarse a la ciencia de los números y el cálculo. Y no hacerlo de forma superficial, sino hasta que por medio de la pura inteligencia llegue a conocer la esencia de los números. Su objetivo no es servirse de esta ciencia en las compras y en las ventas, como hacen mercaderes y negociantes, sino facilitar al alma el camino que debe conducirla desde la esfera de las cosas perecederas hasta la contemplación de lo inmortal e inalterable”.