domingo, 10 de enero de 2021

COSTUMBRE DE SUMISIÓN

 



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   El lector va construyendo su biografía a través de lo que vive en los libros, de lo que aprende, de lo que descubre, de lo que convocan y le convocan, de lo que disiente, de lo que dialoga con ellos; al mismo tiempo, los libros que van cayendo en sus manos y dejando huella en su corazón también dialogan entre sí, establecen debates, encuentros y desencuentros inesperados, conversaciones apasionantes a través de lo que uno reflexiona, compara, rememora durante la lectura. El que suscribe anda en la tarea de recopilar algunas de esas piezas, las que considera fundamentales, las que le definen, las que le forjaron, estoy tomando apuntes, voy dando forma a mi bagaje emocional/personal a través de lo que he leído, voy armando un rompecabezas que en realidad nunca se completa porque cada nuevo libro en que te sumerges (o con el que te aburres) modifica el conjunto. En este eterno (y amado) discurrir con la lectura, en esta tarea/afición/necesidad cotidiana, poseen un brillo especial, provocan conmociones muy gratificantes los azares del destino que hacen coincidir lecturas que se complementan, conexiones que surgen sin buscarlas, sin pretenderlas, sin conocerlas, encajes perfectos tanto en el ánimo como en el objetivo/las intenciones del lector y, precisamente, recuerdo que algo parecido me comentó Vanessa Monfort la última vez que habíamos conversado, allá por 2014: “Se dan casualidades mágicas: hay algo que conspira para que todo termine por encajar”. Inmerso me tienen en una de esas conspiraciones cósmicas/letraheridas (palabra, me refiero a “conspiración”, que comparto mucho más que “casualidad”, aunque comprendo en qué sentido la utilizaba Vanessa): como ya he anticipado aquí y allá, me encuentro en pleno regreso a las letras de los primeros años, tanto a las escogidas libremente como a las impuestas en el colegio, poniendo al día a quienes alimentaron mi imaginario más prístino, he vuelto a la novela picaresca, a los poemas que debíamos declamar frente al resto de la clase, a Platero y yo, al tantas veces menospreciado/incomprendido Juan Ramón Jiménez, al demasiadas veces reducido a la categoría pronunciada con tono peyorativo (como si fuera fácil, como si fuera menos, como si no importase) de “autor infantil”, al Premio Nobel que continúa siendo un gran desconocido incluso para lectores de largo recorrido más allá (en parte por su culpa) de lo de “Platero es pequeño, peludo, suave”. Por eso, entre otras muchas razones, por el modo en que recupera/retrata, da vida literaria (en todos los sentidos) al poeta de Moguer, por la manera en que nos lo presenta como escritor y como persona, por la justicia que le hace en ambas facetas he vibrado con La mujer sin nombre, la novela de Vanessa Monfort que Plaza y Janés publicó el pasado mes de octubre del infausto y por fortuna concluido 2020 (aunque 2021 ha comenzado de un modo que hace temer que, al final, valga más lo malo conocido, crucemos los dedos).

 

   Pero se da la circunstancia (seguimos con la conspiración y este aspecto me motiva especialmente) de que, aunque no necesitaba hacerlo porque es algo que tengo muy presente, al poner en primer plano aquellos años han cobrado bríos e ímpetu los muchos referentes femeninos que tuvimos los de mi generación, los pasos atrás que hemos dado por más que afirmemos/creamos lo contrario, lo poco que aprendimos, lo mucho que hemos olvidado/ignorado. No voy a hacer una enumeración exhaustiva (en parte porque ya la he hecho en otras ocasiones, en gran medida porque estoy abundando en ella en el lugar preciso -o sea, en los recuerdos que estoy transformando en relato escrito-), pero, sin ningún tipo de complejo, sin planteárnoslo, aceptándolo desde el minuto uno y sin atender al sonsonete estúpido, maniqueísta y estereotipado de algunos, aplaudíamos (y queríamos imitar) las hazañas de Pippi, de la abeja Maya (que se fugaba de la colmena para no ir a la escuela, que rehuía una existencia reglamentada), de Heidi, de las tres muchachitas que fueron a la Academia de Policía, Valentina (esa maravillosa Mari Carmen Goñi) era la más inteligente de Los Chiripitifláuticos, Leocricia (mi adorada María Fernanda D´Ocón) alimentaba nuestra pasión lectora, no en vano era la bibliotecaria de La mansión de los Plaff, María Luisa Seco (a la que perdimos demasiado pronto) era la magnífica embajadora de la programación destinada a los pequeños de la casa, Mayra Gómez Kemp (tras su paso por lo que se llamó primero De 12 a 2, después De 11 a 1 para transformarse en Sabadabada y después en Dabadabada) se erigió en la mejor maestra de ceremonias posible, sublime presentadora de Un, dos, tres, nuestro programa favorito. Y, en medio de todo eso (y de lo que no he citado), leíamos a Gloria Fuertes (la imprescindible), a Montserrat del Amo, a Enid Blyton, a Maria Gripe, a Carmen Kurtz (y llegarían la tía Agtaha, las Brontë, Margaret Mitchell, Carmen Martín Gaite, incluso Santa Teresa), tantas mujeres que nos aficionaron/adentraron en la lectura autoras a las que no tributamos jamás el homenaje que merecen, no somos lo suficientemente agradecidos con su dedicación, su arte, su talento. Y al menos a ellas y a otras las conocemos por su nombre, las hay que aparecían en los manuales escolares (aunque todo se redujese en muchos casos a una mera mención), porque las hubo que hubieron de camuflarse tras un seudónimo masculino para poder publicar, las hubo silenciadas, utilizadas, otros (bien pronunciada la segunda “o”, por favor) se atribuyeron/apropiaron de sus obras, uno de los casos más sangrantes (si no el máximo, al menos de los que han terminado por hacerse públicos) es el de María Lejárraga, la esposa de Gregorio Martínez Sierra, el reconocido, el laureado, el aplaudido, el que firmó todo lo que ella escribió, ese es el epicentro, el asunto principal, el objetivo y objeto de la impresionante y espléndida novela de Vanessa Monfort.

 

   A pesar de mi a veces precisa memoria, si he podido reproducir la cita de la autora de un modo literal (y he tenido claro cuándo se produjo) es porque ya la empleé en su día tras una de las siempre apasionantes y gratificantes conversaciones que he podido mantener con ella desde que tuve la fortuna de abrir uno de sus libros (en concreto, Mitología de Nueva York que le valió el Ateneo de Sevilla hace algo más de 10 años), charla en torno a su maravillosa La leyenda de la isla sin voz, novela sobre Dickens que hizo sonar este arpa con honda emoción como pueden comprobar en el link https://elarpadebecquer.blogspot.com/2014/07/la-cunada-de-charles-dickens-paso-por.html. Poco antes de Navidad, gracias como tantas veces a los buenísimos oficios de mi Pepa Muñoz los del Club de Lectura LL mantuvimos un encuentro vía Zoom donde Vanessa, con sus habituales simpatía y entusiasmo, nos contó el proceso de investigación y vital seguido hasta concluir La mujer sin nombre, novela llamada a convertirse en libro de referencia (en realidad ha nacido así), una investigación audaz y deslumbrante (tanto en resultados como en la manera de hacerlos llegar al público) sobre quien debe figurar en todos los lugares donde deba como una magnífica escritora, autora de algunos de los éxitos más memorables (y aún representados/adaptados) del teatro español del primer tercio del siglo XX, una intelectual de variado recorrido, un cerebro privilegiado: María Lejárraga. “Hay personajes que van en busca del autor, tal y como escribió Pirandello, eso es lo que me ocurrió: el CDN me llamó para que escribiese una obra centrada en María y ahí empezó todo”. El texto que nació de esta propuesta, Firmado Lejárraga, se convirtió en un montaje dirigido por Miguel Ángel Lamata que fue un triunfo absoluto, agotó el papel de la taquilla (como se dice en el argot teatral), mereció una reposición (algo inusual en la programación del Dramático Nacional) en una sala con mayor aforo, consiguió una merecidísima nominación al Max para Vanessa, fue el punto de partida para seguir indagando, despejando incógnitas, buscando información de primera mano, rastreando la figura oculta, diluida, camuflada de quien, sin duda pensando en sí misma, mas aceptando e incluso fomentando esta manera de actuar, escribió (para que firmase su marido, por ello considerado escritor comprometido con el feminismo) cosas como esta que La mujer sin nombre recupera: “Las mujeres callan por costumbre de sumisión; callan por miedo a la violencia de un hombre; las mujeres callan, en una palabra, porque a fuerza de siglos de esclavitud, han llegado a tener alma de esclavas”.

 

   Es un misterio dentro de un acertijo”, así define Vanessa Monfort a María Lejárraga puesto que, a pesar de los documentos personales a que ha tenido acceso, su biografía continúa planteando variados interrogantes, deja algunos cabos sueltos, no termina de comprenderse por qué actuó del modo en que lo hizo, por qué no reclamó con más fuerza y publicidad su lugar/obra, por qué sus amigos callaron lo que a todas luces conocían, por qué no se rebeló, por qué no la revelaron. La escritora de hoy, que tanto se ha acercado a ella en lo literario y en lo íntimo, aventura una respuesta en la que su novela profundiza: “Protegió la dignidad de ambos, la firma común, el “Gregorio Martínez Sierra” que era lo que se demandaba. En gran parte, él fue también instrumento de ella, puede decirse que es su mejor invención”. Puesto que es parte de la trama de la novela, no anticiparemos aquí cómo ha llegado Vanessa a tener en sus manos, a poder trabajar/utilizar cartas y diarios de María y otros personajes capitales en su vida, baste decir que ese material dota a la narración de profunda verdad, de hondura emocional, la autora fabula/rellena huecos a partir de lo que los auténticos protagonistas confesaron al papel: “Se trata de construir la ficción a través de los sentimientos, aparece una nueva realidad sugerida por los datos”. La mujer sin nombre está sólidamente armada, investigada, vivida y sentida, de modo que incluso lo claramente ficticio parece real y, aunque se sepa que no lo es, se recibe como autobiográfico: “La parte en la que se cuenta la preparación de un montaje teatral no reproduce lo que nosotros vivimos, no tiene nada que ver, pero digamos que presté algunas experiencias a mis personajes”. Y es uno de los homenajes más bellos al hecho teatral, a las artes escénicas, por vívido, por honesto, por plausible, que servidor haya leído jamás, una aventura de gentes que, por encima de todo, aman y respetan las palabras y a sus creadores y creadoras (permítanme por una vez hacer esta distinción, pocas veces va a tener tanto sentido). Algo que, además, encaja a la perfección con la manera en que, de niña, Lejárraga descubre el teatro y recibe “un salvoconducto para soñar”: “Desapareció lo imposible. Lo paradójico era que a los padres les divertía la inocencia con la que sus niños se creían la función y, sin embargo, cuando abandonaban el teatro y soñaban despiertos, de pronto ya no lo llamaban imaginación, lo llamaban mentira”.

 

   Mamá, ¿tú sabes lo agradable que es para mí que ni en la calle, en los teatros, en los cafés los hombres ni te miren a no ser que sea para algo en concreto? Acostumbrada a la insistencia con que en España los varones de toda clase, edad y condición siguen con la mirada toda hembra como si le estuviesen tomando la medida, esta suprema indiferencia de los franceses me es gratísima. Siento de pronto una gran libertad”. Así escribe María desde el París de principios del XX y, más allá del componente sexual de lo que cuenta, se la nota feliz con el anonimato, con el pasar desapercibida, con poder moverse sin sentirse observada, tal y como la sitúa Vanessa en algunas de las páginas más logradas de su novela, las que dan cuenta del estreno de El abuelo de Galdós en el Teatro Español el 14 de febrero de 1904: ella observa desde un palco, se mantiene en segundo plano (por no decir que se oculta, se quita de en medio), mientras Gregorio hace vida social y confraterniza nada menos que con tres Premios Nobel (uno recién concedido -José Echegaray-, dos que lo serán con el tiempo -Jacinto Benavente en 1922 y Juan Ramón Jiménez en 1956-), por allí aparece lo más granado de la entonces riquísima vida intelectual y creativa española, los nombres congregados en aquel momento y por ende en las páginas de La mujer sin nombre son para quitar el hipo y para sentirse orgullosos, igual que sucede con la amplia nómina de mujeres (“no cupieron en la obra”, explica Vanessa) a las que revindicar, glosar y disfrutar, la novela también supone la recuperación de, por ejemplo, María Guerrero (la sede del CDN no se llama así por azar como tantos parecen pensar), Clara Campoamor, Zenobia Camprubí, Carmen de Burgos (conocida como Colombine, su firma en prensa) o Elena Fortún, por escoger sólo a algunas. Es, queda dicho, un estupendo y lo más exhaustivo posible recorrido por unos años en que el talento abundaba y se celebraba en parte (la masculina, claro) y donde cobra aún más osadía (y prueba de reconocimiento) la frase que Juan Ramón dedica a María en una carta: “Aunque en el futuro me olvide, recuerde siempre el consejo de un amigo que la admira: si no escribe usted un libro es una española inofensiva”.

 

   No puedo negar que soy un gran admirador de Vanessa Monfort, especialmente cuando la literatura, la creación, es el centro de su escritura, cuando imagina cómo fue soñando Dickens Canción de Navidad, cuando la realidad parece estar imitando a/reproduciendo la ficción, cuando rompe las fronteras, cuando nos lleva al momento en que una partitura va tomando forma, cobra vida, qué regalo es la escena en que recrea/inventa cómo nació El amor brujo: “La música me sugestiona para escribir y, en concreto, en teatro me proporciona el ritmo”, el que aquí también demuestra tener muy bien medido, entrando y saliendo del alma de su personaje central, interpelándole en algunos momentos, escribiendo con gran libertad, con esa voz particular que tantos lectores siguen, la misma que es capaz de difuminarse para que hable quien le corresponde, María Lejárraga, “un símbolo, un clásico perdido”, la narradora omnisciente se aparta para que sea ella, la que recupera su nombre, la que diga cosas tan vigentes y pertinentes como esta: “El espectáculo, o lo que ustedes los norteamericanos llaman show, es una de las necesidades fundamentales del ser humano. Sin espectáculo no podemos vivir espiritualmente, como no podemos subsistir materialmente sin alimento. La vida es, por lo menos en las dos terceras partes de su duración, triste, amarga o difícil para todos nosotros, y tediosa para la mayoría de los que no tienen la imaginación suficiente para crearse una diversión interior. En cuanto el niño empieza a tener leve conciencia de que está viviendo, comienza a representar comedias. Cuando juega es actor y espectador al mismo tiempo. Todos somos niños, de la cuna al sepulcro, porque si no podemos vivir sin la diversión que el espectáculo nos proporciona, también nos sería difícil la felicidad si no creyéramos que alguien está mirándonos, adentro de nuestro juego, ya que la vida comedia es”. Por fortuna para ella, aunque sea con tanto retraso, ha encontrado la escritora idónea para contar su historia, su obra, su verdad, alguien con la misma fiebre literaria, alguien tan enamorada de las palabras y del oficio de escribir como lo fuese María Lejárraga, sólo Vanessa Monfort podía hacerle justicia vital y literaria.