Fue uno de los viajes a Londres que recuerdo con más cariño, con más
emoción, una de nuestras mejores visitas a la ciudad del Támesis, una de esas
conjunciones astrales (de las que tanto sabe Vanessa Montfort: “Se dan
casualidades mágicas: hay algo que conspira para que todo termine por encajar”)
en las que todo se combina para que las expectativas queden superadas desde el
primer minuto: eran los primeros días de diciembre y todo estaba engalanado
para recibir a la Navidad al modo en que los anglosajones adornan estas fechas,
como si el tiempo se detuviese, como si estuviéramos dentro de una de esas
esferas que al darles la vuelta ofrecen un paisaje nevado, con el ambiente,
espíritu y predisposición que vemos en las películas o que envidiábamos en
nuestras lecturas cuando éramos chavales, con una insólita atmósfera de bondad
que lo impregnaba todo, reencontrando ese espíritu que uno creía haber
desterrado mientras la vida va haciendo su implacable labor de zapa,
recuperando una mirada infantil e ingenua, emocionándonos con un mercadillo a
la entrada de un templo, con los magníficos escaparates de Fortnum & Mason
en los que recreaba la historia de la Reina de las Nieves, consiguiendo unas
entradas de ensueño una hora antes de la función para deleitarnos con Sunset Boulevard (el centro de la fila
siete y, como remate, a mitad de precio), conociendo el castillo de Warwick en
el que todo estaba preparado para vivir las fiestas (al modo medieval, por
supuesto), visitando el que se anuncia como “lugar de nacimiento de William Shakespeare”
en Stratford-upon-Avon (y comiendo una pizza estupenda en un restaurante
encantador cuando pensábamos que, tal vez, comeríamos un sándwich y a la
carrera), en definitiva, una de esas experiencias tan nuestras, con teatro,
música, ese universo común y propio en el que nos entendemos sin apenas
palabras, pasiones enriquecidas al compartirlas con el único cómplice posible,
sin interferencias, disfrutando cada instante, el mero hecho de pasear y
curiosear tiendas. Y, además, fue la ocasión en que saldamos la deuda con uno
de nuestros escritores favoritos, con alguien que aprendimos a adorar desde
niños gracias a aquellas impagables Joyas Literarias Juveniles de la editorial
Bruguera (y al posterior salto a la colección Historias con sus diferentes
series –Grandes Clásicos, Julio Verne, Leyendas y Cuentos, Mujercitas, Sissi-),
hubiera supuesto un crimen de lesa majestad lleno de saña no visitar el Museo
Charles Dickens cuando la Navidad que anhelábamos en nuestra infancia (sin un
Scrooge cerca, por supuesto) estaba inspirada en gran medida por una de sus
narraciones más populares y, al menos el que suscribe, envidiaba las estampas
familiares en las que todo era alegría y buenos sentimientos, en las que nadie
quería más que ese bienestar y el sentimiento festivo (por desgracia, estos
días tan señalados obligaban a reuniones en las que uno siempre se encontraba
tenso y con miedo a que la fingida armonía se quebrase –si bien es cierto que
eso sucedía, por la presencia de determinada persona a la que no me apetece
nombrar, en cualquier celebración y que en este momento concreto del año sólo
en las tardes del día 25 y del 1 de enero-). Y nos fuimos hasta el número 48 de
Doughty Street, a la vivienda que fuese del escritor desde marzo de 1837 a
diciembre de 1839 y, como no podía ser de otra manera, encontramos su salón
principal con todo dispuesto para brindar por la Navidad y, con el realismo que
sólo los británicos saben imprimir a cualquier reproducción, como si hubiésemos
entrado en el túnel del tiempo, pudiera decirse que de un momento iba a
aparecer el autor de Oliver Twist (una
de las obras que escribió en esa casa) para atendernos en su despacho,
consultar algún volumen de su biblioteca (en la que conviven ediciones de sus
novelas en diferentes idiomas) o dar un último toque junto a su mujer a la
decoración navideña; mi (nuestro) entusiasmo lector no dejaba de sentirse
reavivado, estimulado, respirando la atmósfera en la que se habían redactado
las últimas correcciones y añadidos a lo que ahora conocemos como Los papeles póstumos del Club Pickwick y
la totalidad de Nicholas Nickleby, cuando,
de repente, subiendo por la escalera (es una vivienda de cuatro plantas) en
busca de nuevos tesoros, sentí un escalofrío que me paralizó, Pablo notó que me
quedaba helado durante un segundo o dos, en seguida recuperé mi ser y lo
achaqué a alguna corriente de aire mientras nos asomábamos a la siguiente
habitación en la que otros visitantes estaban en completo silencio, alrededor
de una cama, leyendo un texto que explicaba que ese era el lugar en que había
muerto Mary, cuñada del escritor, fallecimiento que le inspiró el de Nellie, la
angelical protagonista de la tristísima Almacén
de antigüedades. Resultaba imposible salir indemne de la estancia, sobre
todo al conocer las lacrimógenas páginas en las que Dickens dio rienda suelta a
su dolor, pero cualquier tipo de predisposición (que no niego, todo lo
contrario, y que además espoleo, propicio, requiero cuando visito lugares
históricos, sitios por los que han pasado personas a las que admiro, escenarios
de aventuras reales o ficticias) no servía para justificar el temblor que me
invadió antes de traspasar ese umbral puesto que ignorábamos a donde
encaminábamos nuestros pasos; desde ese momento, al principio como una broma,
después con convencimiento (e incluso deseándolo), Pablo me dijo que había
sentido pasar a la cuñada de Dickens y lo cierto es que una energía diferente
flotaba por ahí y yo experimenté sus efectos (y estoy encantado de que haya
sucedido; si algún día alguien me demuestra que sólo fue un cambio brusco de temperatura,
un breve ataque que tenga explicación científica, seguiré soñándolo).
Se lo cuento entre risas a Vanessa Montfort, puesto que ella recuerda este episodio en su deslumbrante y motivadora novela La leyenda de la isla sin voz, publicada por Plaza y Janés, en la que articula “una historia que no debería haberse escrito” (así la cataloga en la primera línea) en torno a Charles Dickens y su estancia en la isla Blackwell, frente a Manhattan, muy cerca de Nueva York y sin embargo muy lejos de su historia, un capítulo oculto, olvidado, desconocido, sepultado por la indiferencia y la desidia (de hecho, ahora se llama Roosvelt Island y eso puede mover a equívocos), que se impuso a la escritora en una visita casi por sorpresa “porque, para empezar, hay quien la confunde con otros lugares, lo del cambio de nombre lo complica todo, había quien me hablaba de una isla residencial con unas vistas espectaculares; quise conocerla sin tener muy claro por qué y qué iba a encontrar. Ya el escenario es impactante: ruinas góticas, árboles saliendo por las ventanas, me metí por un agujero en una de las verjas y encontré un letrero del antiguo hospital… El caso es que, justo cuando nos íbamos a ir, me dio por asomarme a un pequeño quiosco y, entre fotos de enfermeras y otras personas que habían trabajado allí en el XIX, cuando funcionaba como penitenciaría, hospicio, hospital, manicomio, me topé con Charles Dickens y no podía dar crédito”. Así fue cómo conoció a Judith Berdy, la señora que estaba allí sentada, sin hacerse notar, tan campante, otra alma inquieta que un día pidió permiso para poder instalarse en aquel lugar tan apartado del interés de la gran urbe y solicitar la colaboración popular en su intento por recopilar instantáneas, testimonios, la herencia viva de los descendientes de las gentes que trabajaron y habitaron esos parajes, armándose de paciencia y logrando que la historia de Blackwell no se pierda, la que alienta las adictivas páginas que, con su pericia habitual para trenzar argumentos interesantes y mezclar lo imaginado con lo real con una honestidad a prueba de bomba (“no me gusta que en algunos sitios se la haya calificado de novela histórica porque es ficción pura y dura”), con una audacia que no conoce más límites que los de la verosimilitud (“el que quiera realidad, que se la invente, como he hecho yo”), con un respeto absoluto por la figura central y su obra (“cada lector tiene su Dickens y hay que mantenerse en permanente equilibrio para que nada chirríe: yo busqué su voz y personalidad en su correspondencia, en sus cartas, ya que me interesaba mucho más el hombre, el liberal, el filántropo, que el novelista”), Vanessa Montfort despliega sus mejores artes de narradora para abducir tanto al iniciado como al neófito (“hay mensajes ocultos para el que ha leído a Dickens, pero me preocupé de que pudiera leerse sin que ese bagaje fuera necesario”).
En un paso de gigante en su sorprendente trayectoria, siendo una de nuestras voces más frescas, sabiendo combinar esquemas clásicos con rupturas, transgresiones, mixturas en las que nada resulta chocante por la naturalidad con que fabula (recupérese su espléndida Mitología de Nueva York, Premio Ateneo de Sevilla), Vanessa Montfort se reinventa en La leyenda de la isla sin voz con la sencillez que la caracteriza, lo que impide que sus proyectos sean gigantescos y sus logros insuflen savia nueva al siempre en mutación género novelístico (porque cada autor, cuando posee una verdadera voz, lo transforma a su antojo): “Pienso mucho las estructuras, incluso lo hago de más, llego a obsesionarme pero no me gusta que el lector pueda perderse, aburrirse, no se trata de demostrar lo lista que soy: mi objetivo es sorprender pero desde una escritura sencilla y clara”. En esta ocasión, por primera vez, ha recurrido a un narrador omnisciente, en parte a ella misma, alguien que está presente no sólo en lo sucede en el momento sino en el futuro de los personajes, estableciendo paralelismos y conexiones con sucesos reales, insinuando, dejando intuir, dejando un rastro por si queremos seguirlo (y no seré yo el que desvele algunos de estos momentos que pudieran compararse con una epifanía o identifique a algunos de los personajes que aparecen en sus páginas: es labor del que quiera ponerse a la tarea –eso sí, si a alguien le apetece que busque en Google la combinación “Nellie”, “Pulitzer”, “Blackwell” y vaya abriendo boca o, como en mi caso, que lo reserve como gratificante estrambote a la lectura porque una cosa es saber de quién se nos habla y otra muy distinta conocer ciertos aspectos de su vida-): “Pensé que el mejor narrador era el más tradicional, el que engancha con sus primeras palabras, el que te dice “te voy a contar el cuento”. Me fue difícil hallarlo, al principio no terminaba de sentirme cómoda o de encontrar la voz que precisaba porque siempre he dejado que me hablen los personajes, pero sólo con ese recurso podía plasmar el microcosmos que me fue naciendo según investigaba”. Desde el principio quiso que ese escenario fuese una metáfora, “un pequeño mundo en el que se fragua el liberalismo, todos los avances sociales que trajo el XIX y que debían venir de la mano de un autor que siempre fue un gran activista, un convencido defensor de la igualdad, de la consecución de derechos, de hacerlos extensivos a cualquiera, alguien que conoció la miseria, la cárcel, esa persona que vuelve desencantada de un viaje a lo que consideraba una de las cunas de la libertad y arremete sin piedad contra su falsedad, sus contradicciones, sus rémoras: "Notas de América" refleja este revés, el que sufrió como persona primero y, a resultas de su publicación, como escritor, puesto que los lectores estadounidenses le volvieron la espalda, ofendidos por su prosa incendiada, por su filípica, por hablar claro y sin tapujos”.
Y para salir del atolladero financiero, para congraciarse con los que antaño esperaban impacientes la nueva entrega de cualquiera de sus creaciones, para inyectar liquidez a su mermada economía, ofreció a su editor el relato que conocemos como Cuento de Navidad y Vanessa Montfort ha tenido la feliz idea de imaginar su fabricación, su gestación, en algunos de los pasajes más regocijantes y enriquecedores para el admirador de Dickens: “He tenido la osadía de inventarme un posible making-of, pero debo decir que inspirada por algunas de las personas que son nombradas en "Notas de América" o por otras que vivieron en Blackwell en ese momento. Han sido momentos fantásticos porque me he permitido desbarrar emocionalmente, ya que siempre me aferro mucho a la técnica, soy controladora de manual, no dejo ni un resquicio al sentimiento, apenas lo meramente necesario, pero el contexto, el personaje, las propias referencias a "Cuento de Navidad" me obligaban a dar este paso”. Lo cierto es que el reto se salda de manera muy favorable porque consigue que el lector se sienta parte de la polifonía que va conformando el devenir de Mr. Scrooge, sonriendo con complicidad cuando anticipa o reconoce algún momento de la narración original, quedando noqueado cuando la intrepidez de Vanessa ofrece soluciones visuales que amplían las emociones dickensianas, gozando como pocas veces nos regala un texto, contagiando pasión, reafirmándonos en nuestra admiración, lanzándonos hacia uno de los autores más enormes e imprescindibles de la literatura universal, confirmando que Vanessa Montfort va a seguir dando sorpresas muy gratificantes.