Cuando Miguel Rellán presentó hace un par de meses en la sala pequeña
del Teatro Español el estupendo montaje de Novecento
de Alessandro Baricco, contaba entre risas (y sin negar el lógico comecome
previo al enfrentamiento con el público –el que, como muy bien me explicó la
gran Antoñita Moreno en mis inicios radiofónicos cuando compartíamos pasillos,
redacción y ondas en Radio Intercontinental, jamás puede perderse porque es
síntoma de responsabilidad, de tomárselo en serio, de no considerarse por
encima de nada o nadie-) que era la primera vez que hacía un monólogo, que
incluso los había rehuido en alguna ocasión, que sentía mucho respeto por el
género, y acentuó la sonrisa (incluso puede decirse que utilizó un torno de
cierta sorna –pero eso es sólo interpretación mía (o directamente maldad)-)
para decir “bueno, hice muchos clubs de la comedia, sí, pero eso no es monólogo
en el sentido teatral”; y, sin menospreciar a nadie, lo cierto es que el
veterano actor tenía mucha razón, por mucho que haya quien se empeñe en meter todo en el mismo saco (algunos se acomplejan, otros trivializan, la mayoría, en
el sentido de lo que se ofrece, de la mera denominación del espectáculo, dan
gato por liebre a la hora de hablar de “teatro” –el entrecomillado sólo señala
el anuncio, el cartel, no tiene ninguna intención peyorativa, todo lo
contrario-). Nada tiene de malo hacer lo que se denomina stand up comedy, comedia de a pie si traducimos más o menos
literalmente, un cómico delante de un micrófono hablando directamente al
público, grandes nombres del espectáculo empezaron así o regresan a ella cuando
les apetece, fue un hallazgo radiofónico, tanto en este medio como en
televisión (piénsese en Andreu Buenafuente, sin duda el mejor momento de
cualquiera de sus programas es ese: el parlamento inicial), es territorio
complicado que requiere gran habilidad, mucha preparación, un
endiablado ingenio (no todos los que lo practican –o creen que lo hacen-
consiguen buenos resultados, no se trata sólo de provocar una carcajada
estridente ni de recurrir a trucos viejísimos o a lo más elemental –por no
decir escatológico-), pero es lo que es y por mucho que se represente en
grandes locales, en teatros con capacidad para no sé cuántas personas, no puede
equipararse con el monólogo teatral (vamos, creo que es muy sencillo captar las
diferencias entre La voz humana o Cinco horas con Mario y lo que hacen Eduardo
Aldán o Luis Piedrahita, quienes, por mucho que se empeñen, montan sus
espectáculos uniendo textos de seis o siete minutos que ya dieron a conocer en
televisión, articulados en torno a la personalidad que muestran en escena como
supuesta –y endeble-columna vertebral del show –lo que no quita para que
resulten más o menos incisivos, divertidos, irónicos, oportunos, ocurrentes,
por eso los cito a ellos y no a otros sobre los que es mejor correr un tupido
velo-).
Antonia San Juan es una intérprete que se ha forjado en el contacto directo con el público, en textos con doble –y triple- sentido, en su carisma, en su decir, en su gracejo natural, pero que ha ido perfilando, ajustando, engrandeciendo, explorando, aprendiendo, probando, quitando, poniendo, no adocenándose, creciendo como actriz, ampliando horizontes, rompiendo sus moldes (esos en los que buenos intérpretes pueden quedar atrapados, prisioneros del éxito, esos de los que no saben salir algunos aunque, paradójicamente, encuentren público dispuesto a pagar siempre por lo mismo o por una oferta que va menguando en calidad y frescura, si es que las tuvo alguna vez), haciendo auténticas creaciones, monólogos de unos cuantos minutos en los que se cuenta una historia, se construye un personaje, se lleva al público de la risa más explosiva al silencio que contiene lágrimas y suspiros, se controla y mide el tempo, se percibe el ensayo cuidadoso, el trabajo de la actriz, su versatilidad, su entrega, la importancia del texto, en definitiva, un mucho más que unos monólogos desopilantes, cachondos y/o punzantes. Eso es lo que recoge en Lo mejor de Antonia San Juan, lo que recopila, lo que actualiza, lo que demuestra cada viernes de julio en el Nuevo Apolo de Madrid: un espléndido recorrido por su trayectoria, momentos reconocibles porque ya se vieron (aunque puede que alguno sorprenda por los nuevos matices, las alusiones a la actualidad, la vuelta de tuerca o porque, directamente, no se había visto antes –uno, que es seguidor de la actriz, no ha tenido oportunidad de ver todos sus shows y, por otro lado, hay ciertos detalles que se escapan, se olvidan con el tiempo, se confunden y, así, parecen recién salidos del horno), un dominio absoluto del escenario que parece abarrotado aunque sólo esté ella, una facilidad para la comedia como pocas, esos hallazgos verbales que dichos por ella son hilarantes (“me quedo in-co-mu-ni-ca-da”, “hablo así porque soy murciana”, “quítatelo de la cabeza”, “hay pelas”, “¿me dejas hablar?”), la imposibilidad de despegar los ojos y asombrarte cuando, en cuestión de segundos, cambia los gestos, la forma de moverse, el tono de voz y ya no es la señora que lleva veinte años sin hablar a su marido porque se ha transformado en Covadonga (e incluso en su hija) y se confiesa fan de María del Monte (“sobre todo desde que hizo de Georgie Dann en Tu cara me suena”) para, en apenas un oscurecimiento y una ráfaga musical, tener la lengua encasquillada porque el alcohol se la ata, recrearse en el deje de Murcia, parecer la pija más insufrible e irritante, ir dando mil y una sorpresas mientras despliega su paleta de personalidades, la ductilidad que no siempre se le reconoce.
Aunque, tal y como hemos comentado antes, no es totalmente comparable (aunque en este caso jamás se nos quiso hacer ver lo contrario), no pude evitar acordarme del gran Miguel Gila y de esos monólogos (lo eran, iban mucho más allá del mero chiste o de la gracieta del momento) históricos, irrepetibles, inolvidables, auténticos clásicos que el público demandaba una y mil veces porque nunca perdieron vigencia, porque parecían recién inventados, porque eran insuperables, porque parte de la gracia era anticiparlos, sabérselos, poder repetirlos con el maravilloso cómico; así, concluí que Antonia San Juan, por méritos propios, por años de trabajo, por sabiduría sobre las tablas, ya se ha convertido en una actriz clásica, en una comediante que ha hecho historia, no había más que escuchar cómo en el patio de butacas se repetían sus frases (yo mismo no pude evitarlo porque te contagia) o el modo en que se aplaudía con más brío y emoción al ser familiar lo que venía a continuación y, en un momento dado, todos contuvimos el aliento porque la cómica devino en trágica con suma facilidad y honestidad, demandando, exigiendo, directores y autores a su altura para que pueda seguir demostrando su categoría (aunque nos encantará que nunca abandone del todo este género que domina y en el que brilla -pero, en realidad, pienso que ni ella misma se lo plantea como opción-).