Ya he explicado en más de una ocasión que no fui un niño convencional en
lo que a diversiones, gustos, preferencias de ocio se refiere (tampoco nadie
especial porque he ido encontrando cómplices con un pasado similar, aunque en
su momento sí era un a modo de bicho raro en el colegio, y, por encima de todas
las fortunas de esta vida, porque apareció un compañero de trabajo, de
aficiones, de pasiones, de felicidad, de cotidianidad que, con su propia personalidad,
parece cortado por el mismo patrón y muchos de nuestros recuerdos son tan
parecidos que a veces se diría que los ha vivido la misma persona), todo eso
propició que uno de mis primeros héroes cinematográficos, del que tengo
evocación más vívida, el que ha seguido acompañándome y constituyendo uno de
los centros de mi imaginario en cualquier sentido, fuese Atticus Finch, la
maravillosa creación de Gregory Peck en Matar
un ruiseñor (1962); lo cierto es que este actor era uno de mis ídolos
gracias a filmes como El despertar (1946)
o El mundo en sus manos (1952),
cuando la emisión de la susodicha película un miércoles por la noche (en
aquella TVE inolvidable, en horario de máxima audiencia) provocó todo un
terremoto emocional en el que esto escribe, el cual tuvo extensión en el
recreo, incluso en el aula, puesto que fueron muchos los que se quedaron
también con la boca abierta ante la historia de Harper Lee (después llegaría el
libro, las revisiones, la asunción de la cinta de Robert Mulligan como una de
mis favoritas por y para siempre). Ignoro si fue esa personalidad bondadosa,
justa, que rehuía la violencia, que creía en la fuerza de las palabras, en la
igualdad de todos ante la ley, ese hombre comprensivo, que trataba a los niños
como personas, que los salvaguardaba de los sinsabores, los rencores, los
odios, las inquinas, las perversidades en que inevitablemente terminamos por
enfangarnos los adultos, si fue esa persona de apariencia débil a pesar de su
magnética y poderosa presencia, ese abogado dispuesto a cualquier cosa, a
jugársela más allá de lo exigible con tal de proporcionar la mejor defensa
posible a su cliente, ese letrado cuya única pretensión era desterrar algo de
la maldad, del encono, de la impunidad con que algunos abusaban de los demás,
fue el modo en que su ejemplo había calado en mi corazón lo que me hizo decir
durante varios años que, cuando llegase el momento de elegir carrera
universitaria, iba a escoger Derecho. Y en esas me mantuve hasta que Luis
Landero se cruzó en mi vida y sacó a flote el periodista que llevaba oculto en
algún repliegue del alma (el mismo que me llevaba a escribir artículos en una
libreta, a beberme el periódico que mi padre compraba cada día, ese al que
confundía con una incipiente vocación de escritor por lo mucho que me gustaba
leer) y así fue cómo el futuro abogado quedó relegado, pasó a mejor vida, aunque
siempre ha sido un mundo que me ha interesado, pero más como objeto de
análisis, de estudio, de conocimiento, de indignación, de incomprensión, un
mundo en el que no me hubiera sentido cómodo (y, cerrando el círculo, resulta
que Pablo es abogado por carrera, pero no por elección, su vocación era el
periodismo, por lo tanto ha reafirmado muchas de mis percepciones, de mis
desengaños, de mis enfrentamientos con el proceloso mundo del Derecho).
Mi discrepancia fundamental es que, aunque comprendo, entiendo, comparto, exijo, que todo el mundo tiene que poder disfrutar de una defensa justa, que nadie puede ser declarado culpable sin demostrarlo, que conviene acallar nuestras pulsiones, intuiciones, certezas hasta que sean las pruebas reunidas las que en eso las conviertan más allá de suposiciones o apariencias, no me veo en la tesitura de defender a alguien en cuya inocencia no creyese, jamás podría retorcer la ley, buscar los resquicios, las argucias, los vacíos, reinterpretar textos para sacar un beneficio económico parejo al hecho de que un culpable, un perverso, un criminal, un delincuente quede en libertad; y es precisamente mostrándonos a un abogado moviéndose como pez en el agua en esa ambigüedad, en ese caldo espeso que propicia que la propia ley que debería castigar consienta en exonerar al que perpetró la injusticia, familiarizándonos con un personaje llamado Vildsvin, el cual “disfrutaba representando los intereses de los criminales más abyectos. Le gustaba el permiso emanado de su profesión para ser levemente amoral. Había llevado casos mediáticos de asesinos de niñas, de parricidas, de estafadores de gente humilde, y siempre había intentado obtener para ellos, si no la absolución, al menos la condena más favorable”, así da comienzo La vida desatenta, la segunda novela de Antonio Mercero que se ha publicado recientemente en Debolsillo. Mientras charlamos tomando un café (yo, en realidad, una botella de agua: esa eterna sed que en verano se agudiza y no para de reclamarme algún líquido que la palíe), le resumo bastante todo lo que he contado antes y le digo que ese desencanto está muy generalizado, que no hay más que ver los noticiarios, navegar por internet, escuchar la radio (aunque es algo que procuro evitar desde hace casi dos años –duele demasiado, sobre todo si la emisora que suena es RNE-), estar en el mundo para darse cuenta de que, junto a nuestra profesión (Antonio también es periodista de formación y ejerció un tiempo como tal), los abogados (y no digo nada si hablamos de jueces y/o fiscales, especialmente de estos últimos, sobre todo de uno que debería consultar el DRAE antes de firmar ciertos escritos dolosos, falaces y obscenos) son los profesionales cuyo prestigio ha caído más bajo y que menos consideración merecen entre los ciudadanos: “Sí, es verdad que antes nos parecían héroes, incluso en el cine, gente como John Grisham ha ido perfilando personajes con más aristas, menos “buenos de una pieza” podemos decir; en realidad, mi pretensión con esta novela era hablar sobre la mediocridad, el modo en que hemos puesto la moralidad en almoneda, y lamento meter el dedo en el ojo pero desde el principio tuve claro que un despacho de abogados era el mejor escenario para, desde ahí, ir ampliando el foco del relato: ellos desayunan con delincuentes casi a diario, de ahí esa primera escena que mencionas”.
Es inevitable mencionar al padre del escritor, a Antonio Mercero, artífice de series que siempre tendrán un lugar en nuestra memoria, especialmente porque ofreció otra cara de la abogacía con su Turno de oficio (1986), dando voz a los verdaderamente vocacionales, los entregados a una causa, a la defensa del débil, del desprotegido, del considerado paria, del atrapado en un engranaje legal inmisericorde con el pequeño, con el que yerra una vez, con el cabeza de turco: “Me daba reparo citarla, pero es cierto que debe ser la última gran serie en que los abogados, esos en concreto, los del turno de oficio, muestran su mejor cara, su valía, su arrojo”; le pregunto entonces si no se consideró un tanto osado, o si no fue consciente de ello, al firmar una novela con su nombre, el mismo que el de su padre, y que el hecho pudiera resumirse como “Mercero escribe sobre abogados”: “Comprendo que pueda pensarse algo así, pero en mi intención jamás estuvo la de escribir una novela de abogados y, por lo tanto, creo que las comparaciones que puedan hacerse a priori se desmontan en el momento en que se empieza la lectura; como te digo, el bufete me venía genial como punto de partida, de reunión, para ir diversificando tramas, para articular y cimentar la principal: una familia que convive con la mediocridad íntima, la de cada uno, esa rampante que se adueña de todo lo que toca, esa imperante en cualquier aspecto que quieras tocar”. A través de los diferentes casos que acepta el despacho de abogados van tocándose asuntos que ocupan las páginas de los periódicos, aunque la intención del autor es escarbar, escudriñar, indagar lo que sucede en el interior de cada uno: “El primer mediocre es cada uno de nosotros: por muy satisfechos, tranquilos, contentos que estemos siempre aparece una sombra ominosa, algo o alguien que nos recuerda lo mal que hemos gestionado nuestra vida porque, y de ahí el título, siempre nos debe algo, es muy rácana, muy gris, poco complaciente; es cierto que tendemos a esperar más de ella de lo que puede darnos o que no nos aplicamos lo suficiente, que consideramos que nos lo merecemos porque sí, pero tampoco recibimos mucha ayuda por su parte” (ese título, por cierto, sale de uno de los poemas que más venero de uno de los poetas por los que deliro, Miguel Hernández y su Elegía, encendido, vibrante y desasosegante homenaje a Ramón Sijé, el compañero del alma muerto como del rayo).
Con una estructura muy trabajada que cristaliza en una prosa clara, reposada, Mercero va diseccionando a sus personajes, los coloca bajo un microscopio implacable que, con suma elegancia pero sin cortapisas ni metáforas ni correcciones inconvenientes, deja al aire muchas miserias, impactando en el lector las personales, las familiares, las reconocibles, las cotidianas: “No he querido ser despiadado, acepto que a ratos soy cruel con alguno de los personajes pero he querido ser coherente con el tono del relato hasta el final y, por mucho que de alguno nos compadezcamos, rompería la verosimilitud si los procurase un destino diferente. En realidad, uno de mis motores era desmontar el prejuicio, acabar con el mito de que a todos los hijos se los quiere por igual: ¡Es imposible! No es algo mensurable y, por lo tanto, tan pronto te excedes como te quedas corto, aunque es algo que Vildsvin potencia, en lo que se regodea y por ahí se cuela otro de los asuntos que me interesaban: todo el rato estamos soportando humillaciones y las peores suceden en el núcleo familiar”. Esa es la auténtica base de La vida desatenta, por mucho que haya quien se sienta atraído porque se habla de los abusos sexuales perpetrados por religiosos o de la corrupción política, y Antonio consigue equilibrar las distintas tramas para que todas coadyuven y fomenten la principal, aportando datos sobre los protagonistas: “Me pareció que si quería hablar de la mediocridad había que abordar sin tapujos la corrupción totémica de aquellos que deberían ser referente, espejo moral y que cometen todos los desmanes amparados en su aureola de respetabilidad” y lo hace con buen pulso, sin recrearse en la suerte que podría hacerle perder el hilo, demostrando que, por desgracia, seguimos repitiendo comportamientos, conductas, que no aprendemos, que las piedras del camino son las mismas pero tropezamos con ellas como si apareciesen por sorpresa: “No hay que tenerle miedo al tópico a la hora de escribir porque tanto él como el estereotipo salen de la verdad, de lo que sucede, de nosotros; hay que evitar caer en lo excesivamente obvio, en lo redundante, en lo torpe, pero en ocasiones queremos ser tan originales, tan poco convencionales, damos tantas vueltas a las cosas que escribimos irrealidades, auténticas ficciones en el sentido de que no tienen correlación con nada de lo que le sucede o preocupa al lector. Hay que buscar temas reconocibles, equilibrando, bordeando el tópico, zambulléndose en él, y asumir que es tarea casi imposible la de llevar una vida original y, por lo tanto, eso se traslada a tu escritura”. Y no puedo menos que darle la razón porque describe una junta vecinal que se asemeja a algunas que he vivido, a muchas que me ha contado Pablo, a algunas que viví de crío cuando mi padre era el presidente de la comunidad (la mayoría tan sólo las oí mientras hacía los deberes en la habitación de al lado, lo que, siguiendo el mito platónico de la caverna, aún confiere un aspecto más aterrador a su recuerdo, auténtico pavor ante lo ruin que es el ser humano en cuanto puede acogotar a un semejante).
Lo último que hemos leído, la película de anoche, el programa de ayer, lo que acaba de marcarnos vuelve una y otra vez durante un tiempo y todo lo que hacemos, conocemos, pensamos nos lleva a la misma meta; en esta ocasión, todavía con la lectura muy reciente de El grito de la lechuza, el estreno de la muy estimulante y acertada adaptación de Las dos caras de enero llevada a cabo por Hossein Amini hace que Patricia Highsmith esté en mi ánimo más de lo habitual y comento a Antonio que, a veces, su manera de dibujar las psicologías de los personajes, los dilemas a los que los somete, me ha recordado a los modos de la gran autora: “¡No sabes la ilusión que eso me hace porque es, tal vez, mi escritora favorita! ¡Y no se la reedita todo lo que debiera! ¡Llevo años buscando una edición de El cuchillo! Sin duda, su estilo marca, deja huella, y es posible que sin darme cuenta, o dándomela, haya tendido a escribir un thriller emocional en el que lo más importante, las verdaderas incógnitas están en el interior de cada uno”. Y esto abre una vía muy diferente en el diálogo porque empezamos a compartir experiencias lectoras que nos alejan, sólo en parte, de La vida desatenta, novela que sabe profundizar, interpelar al lector, inquietarlo, interesarlo, en definitiva, hacerle habitar sus páginas.