Aunque siempre reivindicaré el derecho del lector a campar por sus
respetos, a abrir el libro que le apetezca en cada momento, a dejarse
conquistar por el que tiene más a mano, a adentrarse en la aventura sin el
equipamiento adecuado, por el placer de hacerlo, evitando en ocasiones los
prejuicios, las convenciones, lo que debe decirse, lo que se impone en las
aulas, conviene tener en cuenta que hay autores para los que uno tarda tiempo
en estar preparado o que tal vez nunca llega a estarlo porque, al margen de
precisar determinados conocimientos, ciertas experiencias, una predisposición necesaria,
no se contacta, no surge la chispa, no se entra en su universo, no agradan, no
satisfacen y no hay que acomplejarse ni considerarse inferior ni nada por el
estilo; así, por ejemplo, un servidor intentó durante el verano posterior al
tercer curso de Periodismo, después de recibir lecciones (porque lo eran de
verdad: su forma de contagiar pasión por la literatura apenas tiene
continuadores, por desgracia, especialmente en el ámbito académico) de una
magnífica maestra llamada Mercedes Gómez del Manzano que impartía con brío y
amor, con sentido crítico y democrático, con ganas de seguir aprendiendo y
explorando ella misma, la asignatura conocida como Literatura Universal
Contemporánea, de acuerdo a sus enseñanzas y con espíritu propicio, leer el
mítico Ulises de Joyce, ese tocho del
que tantos hablan maravillas, sobre el que filosofan, pontifican, abundan,
cacarean muchos que no han podido terminarlo pero no lo confiesan y otros que
se enredan en cómo desentrañar la madeja, enredándola del todo, haciéndolo aún
más abstruso y exclusivo, sintiéndose privilegiados porque ellos mismos han
decidido que sólo a unos cuantos les es dado el don de comprenderlo y guardarlo
de ojos que no lo merecen. En alguna ocasión, por aquello de que tan sólo tenía
veintiún años (aunque era un lector de larga trayectoria y, por ejemplo,
comprendí con sólo catorce Madame Bovary o
Cumbres Borrascosas –sí, luego
regresé a sus páginas con más bagaje, con otra visión del mundo y aún los
admiré más, esa es la magia de ciertos textos, pero reafirmé, consolidé, hice
más sólidos los cimientos de mi veneración), tal vez porque, aunque esperé al
verano, a las vacaciones, aunque la camuflé como parte del ocio estival, sentía
la lectura como una obligación, como el pago de una deuda, he pensado si debía
dar otra oportunidad a la considerada obra cumbre de Joyce, pero siempre ha
podido más el recuerdo de las horas en que apenas comprendía lo que leía, en
que volvía atrás, en que me sentía incapaz hasta que abandoné la tarea y volví
a respirar con alivio (cuando regresamos a las aulas en octubre busqué a
Mercedes y le conté el intento infructuoso y, aunque se sorprendió un poco, me
dijo que no debía inquietarme, que tal vez no era el momento o que ese autor no
era para mí y que siguiese leyendo con la misma avidez, con el mismo espíritu
–y la recuerdo cada vez que paladeo un párrafo o me emociono con una frase,
cada vez que reniego de una lectura y la abandono, porque marcó mi manera de
entender la literatura y un maldito accidente se la llevó poco más de un año
después de que me dijese que no era tonto por decir en voz alta que no entendía
a Joyce-).
De alguna manera, algo similar me había pasado con George Orwell, si bien es cierto que unos años antes y dejándome llevar sólo por mi instinto: 1984 aparecía en muchos sitios porque se acercaba ese año, me lo topaba aquí y allá, se hablaba sobre una adaptación cinematográfica con Richard Burton (la cual se estrenó pocos meses después de su muerte, precisamente en 1984 –menos lo de su fallecimiento, que aunque suene macabro provocó un interés extra en algunos, todo entraba en la campaña publicitaria, claro-), no sé si mi hermana o mi hermano o los dos lo estaban leyendo, se hablaba de ciencia ficción, de un futuro terrorífico, el caso es que un buen día terminé por enganchar un tomo que andaba por casa (que, si hago memoria, creo que le había prestado a mi hermana o la querida Asun o Almudena, una de esas amigas que desaparecen cuando las cosas no son como ella quiere que sean –si no ha parado de correr desde que lo hizo, ha superado con creces a Forrest Gump, de quien, ahora que lo pienso, parecía pariente muy cercana-) para abandonarlo no mucho después, tal vez cien páginas, saturado por una prosa que se me antojó densa, un tanto pagada de sí misma, con múltiples referencias simbólicas a hechos de los que sólo conocía rudimentos y a veces ni eso. Un tiempo después me atreví con Rebelión en la granja y me divertí mucho, incluso comprendiendo a posteriori algunas de sus alegorías, porque lo fundamental eran las personalidades de aquellos animales más allá de los dirigentes de los que eran trasuntos, pero 1984 seguía quedando muy lejos de mis intenciones y así ha sido hasta hace muy poco, aunque de esa lectura en concreto hablaremos en otra ocasión, porque lo que ahora me gustaría destacar es que Orwell ha sido un autor poco y mal difundido, reducido prácticamente a los dos textos mencionados, tomado como bandera por unos y menospreciado por otros sólo por sus implicaciones políticas, por sus simpatías, por sus actividades, por lo que algunos consideraron traición a unos ideales, sin analizar ni estudiar su vida y el conjunto de su obra, una de las más ricas y variadas que pueden encontrarse en el panorama mundial, un propósito analítico y diseccionador que apabulla por su clarividencia y contundencia, por su plena vigencia, por su lucidez y heterodoxia, fiel tan sólo a la denuncia de los abusos, de la explotación, de los crímenes, de las injusticias sufridas por la inmensa mayoría de la población. Por fortuna, poco a poco, en sus diferentes sellos, el grupo Penguin Random House lleva un tiempo reivindicando su figura y poniendo al alcance del público español obras desconocidas más allá de aparecer enumeradas en su bibliografía, algunas habían sido traducidas pero nunca reeditadas, mal distribuidas, varias descatalogadas, obras que demuestran su versatilidad, sus diferentes voces, obras que, al margen del disfrute que provocan por sí mismas, ayudan a valorar mejor la que fue su última novela, la tan traída y llevada 1984, a demostrar su coherencia y consistentes principios, sus eternas preocupaciones literarias y sociales, a comprender que, por mucho que hablemos de evolución, de mejoras, que ciertas lacras hayan quedado atrás o sus efectos sean menos virulentos, el panorama moral ha variado muy poco y continúa teniendo muchas carencias, que los de arriba cada vez son más poderosos, más inmisericordes, más totalitarios, y que las viejas etiquetas, distinciones, clasificaciones se han quedado obsoletas porque, llegando a determinado estatus, todos parecen del mismo signo, adoptan idénticas actitudes, mantienen el mismo discurso, son intercambiables con sus iguales.
Y así, sólo puedo calificar como lacerante, revulsiva, lapidaria, pero imprescindible la lectura de Que no muera la aspidistra, que apareció recientemente en Debolsillo. En un momento en que, mires a donde mires, llames a la puerta que sea, preguntes a propios y extraños, sólo recibes negativas, silencios, miradas que se desvían para no encarar la tuya, incluso risotadas, respuestas blandengues e inanes, conmiseración teñida a veces de moralina, gentuza que directamente afirma que si fuese más dócil, si siguiese las reglas del juego (esas perversas, clientelares, de vasallaje que ellos asumen sin recato aunque luego, tímidamente, a escondidas, ante ciertos auditorios expresan su disconformidad –algunos, porque otros se muestran encantados de ser estómagos muy bien agradecidos, paniaguados que olvidan la ética, la deontología, los mínimos valores que cualquiera que quiera ser llamado humano debe defender a toda costa-) ya estaría trabajando o no hubiese dejado de hacerlo, otros que te piden hacerlo gratis e intentan adornarlo con el mantra de “así te das a conocer” o “ es una manera de seguir en activo, pueden leerte” (claro, para eso tengo mis blogs y si tú me llamas será porque te intereso, no pido alfombras rojas, soy consciente de la situación, pero págame algo y así podré seguir dedicándome a lo que me gusta –las intentonas de encontrar una ocupación lejos del periodismo tampoco han dado resultado: no descarto nada-, porque no necesito micrófonos o cámaras para sentirme realizado, tengo la fortuna de adorar este oficio en toda su amplitud y posibilidades –otra cosa es cuando uno, porque quiere, ofrece un texto a amigos, a personas dispuestas a difundirlo, pero porque uno lo elige y no exige nada a cambio, todo lo contrario: por eso es un placer publicar junto a Pablo en Dm y sentirnos vinculados al proyecto de una persona leal como pocas, Merche Rodríguez, y fue un honor que la revista Godot aceptase un texto sobre nuestro último periplo londinense, estoy ilusionado por reaparecer en las ondas gracias a Aarón Moreno –ya contaremos más en el momento adecuado-, por eso mismo me reí en su cara (bueno, a través de un e-mail porque fue lo que ella me envió y es lo más a tiro que va a ponerse –esquiva, falaz, inane-) cuando Paloma Fidalgo de El Duende, convertida en editora de un libro del que no era tal, en lugar de cumplir con lo pactado y publicar una entrevista en la que Pablo hablaba sobre 24 horas de un periodista desesperado, temerosa, asustada, incluso diríase ofendida –estuve presente y sé cómo se desarrolló todo y, por cierto, cómo camufló la novela en dos o tres preguntas precipitadas al final de la charla, centrándose en Madres de película aunque el contacto vino a través de la novela-, nos pidió un texto sin ninguna remuneración, alegando que igual nos apetecía la aventura… ¡Pero si publicamos nuestros propios libros, tía simple! ¿No es por eso por lo que te interesamos? Ahora bien, a la pregunta sobre la entrevista jamás respondió –ni hubo ningún mensaje posterior, al menos entendió las cosas, supo leer mi sorna-. Por cierto, con todo esto, aunque he tardado en hacerlo, al final cambié un texto de Celuloide en vena glosando El Duende porque era una publicación que me gustaba mucho, respetaba a su director, hasta que comprobé en qué se ha convertido y el jaez de las personas que la representan; si a alguien le interesa, y tal vez leyó y recuerda el antiguo, o simplemente se le despierta ahora la curiosidad: http://celuloideenvena.blogspot.com.es/2013/02/el-duende-una-historia-que-cuenta.html ), en un momento, como decía no sé cuándo (a pesar de todo, no he perdido el hilo), en que el futuro laboral es inexistente (es más fácil reducirlo a este adjetivo que enumerar las posibilidades), y no sólo para mí sino para tantas personas, contemplar, aunque sea como lector (pero Orwell sabe involucrarte, pudiera decirse que te obliga a habitar sus páginas, no queda otra opción, te impele a posicionarte), la manera en que Gordon Comstock, el protagonista, echa su vida por la borda por malentender su utopía, por llevar a la práctica sus rígidos principios más allá de lo posible, por renunciar a lo que considera superfluo, inútil, por enfrentarse directamente al capitalismo sin parar mientes en que no encuentra otra opción más que la de condenarse al fracaso, a la miseria, al hambre, apuntalando más que socavando los sólidos (incluso podría decirse solidificados) cimientos sobre los que se sustenta la sociedad de los años 30 del siglo XX, consintiendo con un trabajo esclavo, muy mal pagado, sin ningún tipo de seguridad ni posibilidad de medrar, todo con tal de mantenerse lejos de lo que considera origen de todos los males, el dinero, sin querer tener en el bolsillo más de lo necesario para sobrevivir pasando todo tipo de calamidades (es decir, sin tener ni las muy mínimas necesidades cubiertas), sin ofrecer(se) opciones, sin revoluciones, sin enfrentarse al poder, en realidad alimentando el caldo de cultivo necesario para que la pirámide social mantenga su equilibrio, acomplejado cuando tiene un penique de más, dejándose arrastrar por el derroche y el alarde, castigándose después por no ser capaz de evitarlo, atrapado en un círculo vicioso que le anega en la envidia, la ruindad, que le transforma en un ciclotímico que depende de aquello que rechaza ostentosamente, sin darse cuenta de que sus momentos de euforia, de creatividad, de inyección vital vienen propiciados por los escasos ingresos extra que le llegan por sorpresa.
Con una acidez pareja a la de Swift o Wilde, Orwell hace toda una disección de aquellos que se consideran mal pagados (no sólo en lo económico) por la vida pero, en realidad, son los principales culpables de su infortunio porque son incapaces de ver la realidad, prefieren echar la culpa a los demás, menospreciar a los que no se comportan como ellos creen que deben, como ellos esperan, como ellos harían si no les pesasen tanto los prejuicios y sus ideales (que, en ocasiones, hay que asumir son tan sólo eso: aspiraciones, anhelos, deseables y loables, pero inaplicables o, al menos, no desde la individualidad); también merece mención Ravelston, el mejor amigo de Gordon, alguien que exhibe sin recato sus ideas socialistas y, por ello, oculta sus riquezas, su holgada posición económica, preocupado por las apariencias pero capitalista en modos, posesiones y simpatías (no me digan que no les suena, no me digan que no conocen a más de un vaquerizo –y perdón por elegir este oficio como ejemplo- similar, al que todos consienten y perdonan porque le consideran de los suyos, ácrata y revolucionario con el riñón bien cubierto, falsario que se vende al mejor postor, mercenario siempre en oferta –que no digo que no sea lícito, lo que me indigna es la doble faz-). Y aunque ya dije que puede que su lectura les nuble la vista, descomponga el cuerpo, oprima las entrañas, revuelva porque en realidad nada ha cambiado (todo lo contrario: en los aspectos que Orwell incide y pone el dedo en la llaga hemos ido a peor, cada vez supura más), les haga sentir con mayor virulencia el peso de la pena negra sobre los hombros, por mucho que miren alrededor y se encuentren a diletantes profesionales, palafreneros siempre dispuestos, lacayos sonrientes, vasallos complacientes, inútiles con agujeros negros en la mínima cultura general, analfabetos morales ocupando puestos que no les merecen, poetas hueros sepultados en la poltrona, talleres de radio en bares de copas, ineptos con derecho a micrófono, Que no muera la aspidistra es imprescindible para, al menos, quitar máscaras, dejar con el trasero al viento, demostrar que no todo está perdido si podemos nombrarlo, imaginarlo, luchar por ello, si aprendemos lo bueno de la actitud de Gordon Comstock, si no nos dejamos cegar por un calentón o por esquemas inservibles, si no intentamos reproducir los errores que quedaron patentes como tales, si escarmentamos en cabeza ajena, si no comulgamos con ruedas de molino y, haciendo verdadera labor de zapa, vamos descabalgando a los que merecen probar el sabor de la tierra (y volveremos a Orwell, por supuesto).