jueves, 21 de enero de 2021

DE REINA EN REINA VA...


 



   Tengo especial predisposición, por mi gusto por la literatura, por mi placer por las historias, por mi tendencia a soñar despierto, por mi emoción mitómana siempre a flor de piel, por mi sensibilidad extrema y mi imaginación desbordada e imparable en esas lides, no es que piense que tengo capacidad de médium, pero sí me las pinto solo (y desde muy pequeño) para captar las energías del pasado, para mantener vivas las de las personas que de un modo u otro han ensanchado mi corazón, para convivir con esas fuerzas intangibles que nos rodean; sigo siendo aquel niño cautivado tanto por la Historia como por la ficción (sin olvidar mi temprana afición al cine) que no puede ni quiere evitar preguntarse qué dirían las paredes de un lugar si pudiesen dar testimonio de lo que se vivió entre ellas, ese curioso impenitente (y puede que a veces impertinente) que husmea, presiente, imagina y/o convoca a las gentes que lo habitaron o pasaron por allí, que cierra los ojos durante unos segundos para que las sensaciones le lleguen sin interferencias, para que nada perturbe las vibraciones que, por ejemplo, percibe en algunas estancias de Versalles, en un periplo turístico por Hampton Court, en aquel inolvidable viaje de fin de curso (y de EGB) en que paseó con la boca permanentemente abierta por la Alhambra, admirando sin límites y emocionado con cada detalle, absorbiendo y aprehendiendo los ecos de épocas pretéritas que aún resuenan en cada rincón. Sin pretenderlo, el texto de hoy entronca directamente con lo comentado al principio del que le precedió en este ángulo oscuro del salón (y que pueden encontrar justo debajo de este), podría repetir parte de lo escrito, así son los vínculos espontáneos que surgen entre lecturas, entre lo que estas provocan y/o despiertan; se da el caso de que, al referirme a la última novela de Vanessa Monfort, recordé la ocasión previa en que le había dedicado espacio en el blog y ahí precisamente conté en detalle la que sin duda ha sido mi experiencia más vívida con lo que no dudo en calificar (y no lo digo con miedo sino como resultado de lo que sentí) como “presencia”, “espíritu”, la energía que cada uno somos y que, lo aprendimos en el colegio, nunca se crea ni se destruye, sino que se transforma, por eso estoy convencido (y Pablo, que percibió mi estremecimiento según se producía, así lo atestigua) de que la cuñada de Charles Dickens me atravesó, me envolvió antes de que entrásemos en la habitación en que había fallecido (y a la que no sabíamos que nos dirigíamos), se me pegó al corazón donde llevo grabada desde la Universidad la muerte que ella inspiró, la de Nell en Almacén de antigüedades (ese es el título que lleva la edición que leí y estudié).

 

   Bien es cierto que, como casi siempre, podría haberme ahorrado el larguísimo prólogo y entrar en materia, pero así lo he querido porque, en primer lugar, sé que cuento con la generosidad de la autora a que me voy a referir, que le divierten los paralelismos que establezco (incluso aunque sean, nunca mejor dicho, de lo más peregrino), que a veces me pregunta por esos cabos que encuentro en sus novelas y de los que me apasiona tirar; además, no lo voy a negar, porque es alguien a/con quien me siento muy vinculado, no sólo en una mágica relación escritora/lector sino, tal y como ella tuvo a bien señalar en la cariñosa dedicatoria que plasmó en La maestra de títeres (su anterior y espléndida novela), porque existe una complicidad personal, porque vemos el mundo de forma muy parecida en diferentes aspectos y sentí una vibración muy grata y honda cuando conocí el asunto central de su nueva obra, porque tuve la confirmación definitiva de algo que no era difícil colegir por muchos de sus títulos: Carmen Posadas también busca y recibe la energía que queda en los lugares o, como en este caso, en los objetos personales de alguien. No se puede mirar con inocencia el bombín de Charles Chaplin en el Museo del Cine de Londres, lo que más me interesa de La Gioconda si es que se la puede mirar de frente en algún momento en el Louvre es saber que Napoleón Bonaparte la colgó en su retrete, ¿cómo no pegar el oído para no perderse ninguno de los susurros, de las voces, de los hechos que han ido impregnando, enriqueciendo, revalorizando (y no sólo en lo meramente crematístico), confiriendo un aura única, extrayendo destellos estelares de la considerada, con toda justicia, la perla más famosa de todos los tiempos? La leyenda de la Peregrina recorre la peripecia de la así conocida (y no por lo que ha cambiado de manos como pudiera pensarse/se ha contado a veces erróneamente) a lo largo de los siglos (seis en concreto), también se nos habla de la impostora, de su hermana bastarda, de la Pelegrina, de la que ha sido mal nombrada o confundida con aquella; de un modo u otro, puede que en ausencia, con una mera mención, en segundo plano u ocupando el foco, la Peregrina se impone como la verdadera protagonista de las trece historias que conforman esta entretenidísima y cautivadora novela que Carmen Posadas nos ha regalado y Espasa ha publicado y que, gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz, convocó a los componentes del Club de Lectura LL en un inolvidable encuentro vía Zoom que, además, al tener lugar en la semana previa a Navidad, se transformó (como lo es el propio libro) en el mejor regalo posible (encuentro que pueden visionar completo en el link https://www.youtube.com/watch?v=i3E-7gvInGM&t=20s).

 

   Carmen Posadas es una de las escritoras que con mayores sentido del humor, desinhibición e imaginación juega con la Historia, rebusca en ella, se inspira en lo sucedido para fabular sobre lo probable, sobre lo incógnito, para cimentar su creación en un minucioso trabajo de documentación que le permita, como afirmó Vargas Llosa al presentar La fiesta del Chivo, mentir con conocimiento de causa, es decir, hacer literatura. Aquí se entremezclan datos y hechos sancionados en investigaciones y tratados, en enciclopedias y manuales, con la rumorología de cada momento, con lo que ha llegado a nuestros días en forma de leyenda, no en vano la palabra aparece en el título, es lo que abunda cuando se trata de la Peregrina, a ello invita, además, la fascinación que provoca, lo que ha ido dejando a su paso, las manos, cuellos y bustos en los que ha descansado, las influencias no siempre positivas que se le han atribuido; es mérito y talento de la escritora lograr la combinación perfecta para que el conjunto resulte verosímil y equilibrado, para crear desde las primeras páginas la atmósfera precisa entre ensoñación y realidad, para dejar que de la perla emanen esencias mágicas que se enseñorean del lector, rendido una vez más a la prosa envolvente, cálida y jocosa que lleva muchos años siendo marca de la casa y que servidor admira y disfruta como pocas.

 

   Hay en La leyenda de la Peregrina un a modo de mejores momentos de Carmen Posadas, aparecen guiños (a veces muy claros) a parte de su producción anterior, no en vano escribió La cinta roja o La hija de Cayetana, por ejemplo, pero no es por repetición sino porque, al enhebrar trece historias, al conformar este mosaico de novelas (cada parte lo es en sí misma -de hecho sería maravilloso que se animase a retomar alguna, que más adelante ampliase lo que aquí se cuenta-), la propia autora se despliega, varía de tono, incluso de género, utiliza múltiples recursos, huye de la monotonía, cada capítulo tiene personalidad, autonomía, carácter particular. En su predilección por aquellos personajes un tanto olvidados, cuando no desconocidos, no son las ilustres poseedoras de la Peregrina (salvo alguna excepción) las que toman la palabra sino aquellos que andaban cerca, algunos salidos de la imaginación de la escritora, otros recuperados de la nota a pie de página o de la esquina derecha de Las Meninas como es el caso de Nicolasito Pertusato, todo un personaje (y que, aun con serios problemas para la elección, tiene a su cargo mi capítulo preferido -pero destacando poco sobre el resto, compartiendo honores con al menos dos más-). Pero no enumeraré a más componentes del magnífico reparto conseguido, la plétora de nombres de relumbrón (y otros que merecen serlo), por no desvelar/anticipar lo que merece ser descubierto durante la lectura (muchos de ellos, por otro lado, los imaginarán ustedes), tan sólo, puesto que se trata de otro personaje histórico que debe aparecer, señalaré que la parte en que se ocupa de Napoleón III es de absoluto impacto, aún más para quien estudió alguna asignatura relacionada con la comunicación y la propaganda política en la Universidad (ahí lo dejo en todos los sentidos, que tome nota quien deba hacerlo). Sin embargo, porque se lo debo a ella, diré que, como siempre me sucede con las novelas de Carmen (y ella así lo procura, además, no lo oculta), he encontrado las huellas de nuestra querida tía Agatha, al menos yo he creído verlas en la estructura, en el modo en que los personajes se presentan ante nosotros y dan testimonio, parece una de las varias obras que nuestra pariente literaria común basaba prácticamente en los interrogatorios llevados a cabo por Poirot, como es el caso de Asesinato en el Orient Express o en esa joyita muy valorada pero no excesivamente popular que es Cinco cerditos (sobre todo en su primera parte). Si no he acertado con el rastro, ella me lo dirá, pero el triunfo en este juego particular es lo de menos, lo importante es que, una vez más, ha conseguido divertirme, descubrirme cosas, interesarme, sentirme acogido por sus palabras, hacerme habitar en sus páginas, gozar hasta el deleite con una novela que, no soy nada original, es una auténtica perla.