sábado, 21 de diciembre de 2019

GENTES DE TRATO FÁCIL





   Como ya he contado en muchísimas ocasiones, mi vocación tardó en dar la cara, estuvo agazapada durante años (en concreto, dieciséis y unos diez meses, aquel inolvidable y fundacional momento en que Luis Landero me preguntó “¿qué dijiste que querías estudiar?”) mientras me lanzaba mil indirectas (algunas de lo más directas) que, aunque recogía e incluso atendía, no terminaba de entender como tales, sino como afición, como ocio, como juego, como disfrute. Y el caso es que, al margen de jugar con Gema, Juan Luis y algún otro vecino o amigo de visita a las series de televisión (Espacio 1999, Los hombres de Harrelson, Los ángeles de Charlie) más allá de reproducir en clase el elenco de Dallas (no nos faltaba ni el hijo de J.R., papel reservado a la hermana pequeña de Elena que no en vano era Sue Ellen), lo que más me resultaba atractivo de los programas de televisión era imaginarme en ellos, soñar que un día estaría en la grada del circo junto a Miliki (y estuve a punto, pero esa es otra historia), participar en alguna de las actividades de Sabadabada y formatos similares, concursar en Lápiz y papel, aparecer en la subasta del Un, dos, tres, conocer los entresijos, los preparativos, lo que no se veía en cámara; durante muchos mediodías, mientras esperaba a la tía Carmen para comer, me entretuve creando mi propio espacio de televisión, Revista Petete, convertí cada ejemplar de la colección (al modo en que hacían en Aplauso) en una emisión que yo presentaba, dando paso a las diferentes secciones de la publicación, transformadas algunas en dibujos animados, interactuando con el famoso pingüino y otros personajes que aparecían en sus páginas, imaginando colaboradores, diseñando todo un formato (plagiando lo que había visto o veía a diario, introduciendo variaciones, añadiendo cosecha propia), hice lo propio con La cometa blanca transformándome en posibles presentadores, puesto que cada semana se hacía cargo del programa un personaje popular (de Teresa Rabal a Manuel Toharia, pasando por Parchís, la imprescindible María Luisa Seco e incluso Isabel Tenaille), me inventé a un secretario (que, obviamente, sería yo) para que acompañase a las secretarias, ayudase a Mayra, cantase, bailase (mi osadía no tenía límites), participase en algún sketch, lo que Chico tuviese a bien disponer, ¡pero si hasta cree un personaje para mí en Fama! Pero, a pesar de lo que pueda parecer, y de que formé parte de cualquier representación de teatro (¡Y hasta un musical!) que se organizase en el instituto, jamás pensé que aquello fuese otra cosa más que una diversión, muy remotamente a veces sentía alguna veleidad artística y, sí, me imaginaba como profesional.

   Una vez tuve claro que lo mío era el periodismo (si quiero ser preciso, diría que fue en noviembre del 86 cuando Luis me planteó, por primera vez, la famosa pregunta -y muy pronto me dio la respuesta que él consideraba idónea, leyendo mi interior (o exterior, que también)-), reconvertí, entonces sí, ese gusto por insertarme en los programas de televisión y de radio (ese apartado da para otro texto muy largo -y hasta memorias-, he dado pinceladas aquí y allá, sobre todo delante del micrófono), en sueño, en anhelo, en meta, a pesar de que mantenía que lo mío era escribir (impulso que sentí muy pronto, desde bien pequeño emborroné mil cuadernos, esbocé novelas imitando mis lecturas de cada momento, mezclándolas sin recato en aventuras protagonizadas por Parchís -como suena-, Mazinger Z o cualquier otro personaje de moda, me empeñé en reunir a Poirot y Miss Marple -perdona, tía Agatha-), cuando aún pensaba estudiar Derecho y seguía sin atender a los llamados a gritos de mi vocación cree mi propia sección/columna/recuadro -Opiniones al margen-, leía casi de cabo a rabo el periódico que, indefectiblemente, mi padre traía cada tarde al volver del trabajo, todo me llevaba de un modo u otro al periodismo, ya lo ven, aunque reconocí mi vocación, como digo, a través de la escritura, me fue sencillo colocarme frente a las cámaras o el micrófono porque era algo para lo que, sin saberlo, me venía preparando desde muy pequeño cuando grababa cintas con programas musicales en los que incluso daba mi opinión sobre asuntos como la muerte de Fofó (fui precoz, pero no he sido consciente de ello hasta después). Y en esas, 1987, llegó el programa matinal de Jesús Hermida a convertirse en la mejor escuela posible, en un libro de texto del que absorber cada línea, del que extraer mil enseñanzas, programa que grababa en vídeo para no perderme nada, goce continuo como espectador y como futuro profesional (o eso esperaba), espejo en que mirarse, formato versátil, flexible, múltiple, con capacidad para casi todo, transformé a las personas por allí pasaban en mis primeros profesores (conscientemente, de manera inconsciente/natural ya lo había hecho con muchas voces y rostros desde que me despertaban escuchando Radio Hora –a través de EAJ2, Radio España- y merendaba con la abuela muy atento a Peticiones del oyente en la Inter, mientras iba prestando más atención según cumplía años a programas de entrevistas o debate/tertulia en televisión), allí estuvo un tiempo Mari Pau Domínguez (sí, ya hemos llegado al meollo). Entre esos azares/privilegios/oportunidades que me ha dado la profesión, uno de los más significativos ha sido el de poder aprender al lado de nombres a los que ya admiraba/seguía antes de (sin creérmelo del todo) compartir oficio/micrófono/programa/estudio (también de tropezar con poetas hueros, medradores sin escrúpulos, palomitas volanderas y demás fauna que prefiero no nombrar -hasta el día en que lo haga, al fin y al cabo es mi vida-), en ese sentido fue (al margen de otras muchas sensaciones) impactante llegar un día a la redacción de Telemadrid como becario de informativos y empezar a reconocer a este, a aquella, a mi jefa directa, a Mari Pau, que entonces presentaba el Telenoticias de las 20.30, motivo por el cual apenas tuvimos relación en aquel año y pico (yo trabajaba fundamentalmente para el de la noche y, otra de mis fortunas, casi todas las tardes salía a grabar algo), salvo un par de ocasiones en que sustituyó al entonces presentador del mismo. Pero pude resarcirme cuando vino como invitada a Afectos en la noche para hablar sobre su estupenda novela Una diosa para el rey y, hablando sobre lo que estaba preparando en ese momento (la versión veraniega del programa), surgió la posibilidad de incorporarla como colaboradora con una sección que recuerdo con deleite: Amores de papel (se lo dije a su editora: ahí hay un libro, si me apuran colectivo -invitando a participar a dos o tres personas más-, sería dichoso si pudiera coordinarlo).

   Reconozco (saben que lo hago siempre) haberme dejado llevar demasiado por mi verborrea y mis recuerdos, pero lo cierto es que la propia Mari Pau invita a ello en un encuentro (celebrado en Casa del Libro de Gran Vía el pasado noviembre, auspiciado como tantas veces por mi Pepa Muñoz) que es en realidad un reencuentro cálido, amistoso, cómplice, íntimo (creo que lo refleja a la perfección la charla que mantenemos para que Pepa la inmortalice: https://www.youtube.com/watch?v=K5c5AqqDM9k&t=21s), sensaciones placenteras que rápidamente se expanden hacia los demás participantes en cuanto empieza la conversación, así lo propicia la autora abriéndose en canal, no esquivando ninguna pregunta, hablando con honestidad plena y toda la emoción a flor de piel, permitiéndose algunas confidencias que son muy de agradecer porque amplían y refuerzan su narración (y que deben seguir siendo eso, faltaría más, al margen de que anticiparían demasiado aquello que debe descubrirse durante la lectura), sintiéndonos todos cautivados por lo escrito, por lo explicado cara a cara y porque a ese ejercicio de hablar sobre/con uno mismo, de dar voz a los que nos precedieron, invita su nueva novela, no en vano titulada La nostalgia del limonero. Es, indudablemente, la obra más personal de Mari Pau, me atrevo a decirle que es algo que se debía y, fundamentalmente, debía a otros, a sus padres, a su gente, ella matiza que es cierto aunque no era consciente, en parte porque así lo había querido: “Nunca tuve la intención de escribir esta novela, había evitado lo claramente autobiográfico; aquí lo hay, pero entremezclado con invención porque es literatura y porque quise preservar ciertos espacios de privacidad de mi familia. Me la propuse cuando me di cuenta de mi error ya que, por más que mi madre ha estado insistiéndome durante muchos años en que lo hiciera, pensaba que mi familia no tenía una historia que contar, ¿a quién le iba a interesar? Cuando empecé a escribir en ABC desde un punto de vista sentimental/humano, en absoluto político, sobre la irracionalidad que, a mi juicio, supone el independentismo, gracias a la reacción de los lectores me percaté de que había una parte de la realidad que estaba quedando solapada, que parecía que no había existido, que era el fenómeno de la inmigración de otras zonas de España a una parte de España que era Cataluña. Fue ahí cuando me di cuenta de que no se trataba tanto de la historia de mi familia como de tener la oportunidad, que me parecía un lujo, de dar voz a esos miles de personas que vivieron aquello, lo de los míos no era excepcional en el sentido de ser únicos, pero sí lo fue en el sentido de que combatieron con la vida y salieron adelante”.

   La nostalgia del limonero arranca casi en el presente (2012) para hacer un viaje en varias direcciones (o con varias intenciones) hasta la Osuna de 1955, el pueblo de Sevilla donde comenzó todo, la historia familiar que Mari Pau evoca/recrea/inmortaliza como respuesta emocionada y vívida (y, no lo olvidemos, real) a quienes intentan día a día usurpar y adueñarse de lugares, sentimientos, sociedades, desterrando (nunca mejor dicho), negando, ignorando, desposeyendo de su identidad (y su vida) a quienes no piensan (aunque sean ellos quienes tal hacen) como ellos. Es admirable la templanza narrativa de que la escritora hace gala, la mesura y prudencia con que aborda asuntos muy profundos que le son muy cercanos, el equilibrio que sabe mantener sin dejar de abordar tragedias, miserias, dolores colectivos, sin recurrir metáforas o elipsis, se trata precisamente de contar lo que algunos han querido esconder cuando no borrar, pero Mari Pau sabe contener sus emociones, también en lo que corresponde a los suyos, para que lo que prime, lo que triunfe, lo que se escuche sea aquella(s) historia(s): “Es muy difícil escribir sobre cosas que te tocan tan de cerca, sobre todo vivencias tan fuertes como estas en personajes que no me son ajenos, algunos de los cuales siguen vivos y, por respeto, hay que cortar, no es cuestión de herir a nadie, a ratos me sentía un poco al borde del abismo”. Habrá quien hable de revancha (ya sabemos quiénes), reivindico que la haya, no queda otra cuando han tratado (lo siguen haciendo) de quitarte importancia, de silenciarte, de ocultarte, de hacerte desaparecer, pero Mari Pau, con infinita elegancia, lo que hace es dejar que la narración se explique/justifique por sí misma y, así, triunfa la literatura (una novela sólidamente construida, tratando el delicado material que la origina con guantes de seda pero mano firme, sustentada en lo real pero trabajada como ficción para conseguir la distancia justa desde la que implicarse dando aire a sus personajes) y, por lo tanto, triunfa la vida.

   Resulta inevitable la lectura política, pero no desentona ni distorsiona puesto que se centra en personas y se tiende a olvidar que de eso se trata o debería tratarse, aún más (lo señala en la nota introductoria) la personal/autobiográfica, sobre todo porque la hija de los protagonista se llama Paz, nace en Sabadell y algún detalle más que hace inevitable pensar en la autora: “Yo soy Paz, sí, lo pone en mi DNI, jajaja. Es cierto que hay una esencia del personaje que es muy real y que, además, reivindico porque creo que se cortó con mi generación: inculcar a los hijos la necesidad del sacrificio y el esfuerzo, no por masoquismo, sino porque es lo que te salva en la vida y te permite seguir adelante. Concha, la madre, quiso estudiar pero en la Andalucía de los años 50 eso ni se contemplaba, le cortaron las alas en todos los sentidos, y cuando tiene una hija le inculca desde pequeña que tiene que estudiar y no depender nunca de nadie, ¡menos aún de un hombre! Otra cosa es lo que se refiere al amor y a las relaciones con los chicos, hay que tener en cuenta lo que ella arrastra, lo que la condiciona, no puede quitarse de encima que es hija de Guardia Civil, no puede escapar de aquello que ha vivido”. Concha es la gran protagonista de la novela, es la que mueve a Paz a recordar/descubrir, a arrojar luz, a intentar/querer comprender, a hacer justicia (literaria, anímica, sentimental, personal), dentro de una novela con diferentes corazones y latidos, tal vez estamos ante el más hondo, el auténtico motor de la historia: “Las relaciones madre-hija son un filón en literatura, en realidad son más porque son un clásico, da igual a qué siglo miremos: pueden ser mejores o peores, pero siempre son complejas. Aquí van intentando restañar heridas, pero cuando se han abierto tan atrás como estas es muy difícil y al mismo tiempo es apasionante. En esta novela se mezclan historias diferentes en las que los personajes tienen la necesidad de ir cerrando capítulos”. Es esa generación la que ha de mantener vivos los vínculos, la que no puede consentir que se borre de un plumazo a quienes crearon hogar y vida, a quienes no se arredraron ni intentaron el camino fácil (por más que terminase la mayoría de las veces de un modo abrupto, por no decir violento y dramático): “La hija es consciente de que se está criando en un barrio obrero del extrarradio de Barcelona y su meta en la vida es salir de aquel lugar, pero no lo desprecia, es consciente del sitio del que procede, reconoce que le he marcado el carácter y lo acepta y extrae enseñanzas que le sirven en la vida: todos son pobres y, por lo tanto, todo es de todos, estaban en igualdad de condiciones, tenían muy arraigado el sentimiento de comunidad que la hija nunca pierde”. Sentimiento que tendrá su máxima expresión tras las terribles riadas de 1962, tragedia que marca uno de los puntos más altos de dolor contenido y acierto narrativo de La nostalgia del limonero: “Esas páginas las he escrito apoyándome en lo que recuerda mi madre, que a sus 84 años conserva intacta y vívida esa memoria, además hay mucha documentación, una gran hemeroteca, números especiales de las revistas más importantes de la época, hay fotografías terribles; por ejemplo, la historia del sereno ocurrió tal cual, mi madre la cuenta entre lágrimas. Fueron unos 10 o 12 minutos en que, como decían algunas crónicas, el mundo desapareció, murieron unas 1000 personas”.

   La gran lectora que es Mari Pau aparece en la novela a través de muchas citas que salpican la narración, la completan, la hacen dialogar con otros autores y con el bagaje de cada lector, con aquello que lleva dentro por haberlo vivido, escuchado o, por supuesto, leído: “He aprovechado para hacer un viaje literario: la literatura fue una vía de escape cuando era pequeña, igual que le sucede a Paz. Determinados autores y determinadas novelas me han acompañado permanentemente y algunos me han dejado mucha huella y han sido muy importantes; como se trataba de hacer una crónica sentimental, familiar y social, quise que fuese acompañada de esas obras que, además, están escogidas con toda premeditación, he dedicado muchas horas para buscar los fragmentos concretos que ayuden a completar el viaje”. Es la misma minuciosidad con que preparaba Amores de papel o con que documenta sus obras históricas, esta no deja de serlo, carácter que acentuará según pasen los años y, no me cabe duda, se convierta en referencia, en testimonio templado, veraz y nada sesgado de lo que sucedió. El círculo se cierra emocionalmente en la novela, ya lo verán, también lo hace en mi interior, puesto que descubrí a Juan Marsé gracias a la inolvidable Natividad Gutiérrez Val precisamente en el verano de 1987, Últimas tardes con Teresa fue uno de los libros que me prestó, novela muy presente en La nostalgia del limonero y de una de cuyas citas he tomado prestado el título de este texto, expresión que me llevó a pensar una vez en Antonio Machado, poeta con el que precisamente cierra Mari Pau la novela/el viaje, poeta que también habló de los protagonistas y de todos a los que representan, esas “buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan”.