Cuando somos niños nos meten demasiadas ideas en la cabeza al mismo
tiempo, sin orden ni concierto, sin importar el modo en que unas puedan colisionar
con otras, pasando por alto las flagrantes contradicciones en que, sin
inmutarse, incurren los mayores porque para eso lo son (y así nos lo recuerda aquello
de comer huevos cuando se sea padre, sentencia inapelable que zanja la
discusión o la aborta en sus prolegómenos, como si no se hiciese antes, sin
especificar, además, si se refiere a fritos, cocidos, pasados por agua, en
tortilla o cualquier otra posibilidad/variedad, anulando todas de golpe); el
caso es que, por más que lo intentemos, algunas echan raíces y resulta
imposible esquivarlas, a la que podemos, más o menos conscientemente, como algo
instintivo, las ponemos en práctica, las cacareamos a las primeras de cambio
del mismo modo puede que displicente, tal vez impositivo, a lo mejor con buenas
intenciones (no en vano empiedran el camino del infierno), en que nos las
espetaron a nosotros, patente de corso a la que los adultos se aferran/nos
aferramos, imponemos y no razonamos, “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo
haga” (sí, daba mucha rabia cuando lo escuchábamos, pero que levante el dedo
quien no ha recurrido a esa gastada fórmula -o adagio similar- alguna vez en
que ha sido pillado en falta). Ahora que el ambiente, se quiera o no, huele a
Navidad, ahora que las luces de la calle, ciertas músicas, las estanterías del
supermercado, los adornos alusivos invaden cualquier paisaje/momento y golpean
mi baqueteado ánimo, mi añoranza enquistada en el alma que no deja de roer el corazón,
ahora que las lágrimas afloran antes incluso de convocarlas, ahora en que me
duelo de no haber aprovechado mejor lo que no puede regresar (y, sobre todo, a
quienes ya se fueron), voy desgranando mi habitual rosario de recuerdos, añoro
las costumbres/los rituales que iban jalonando el camino hasta las anheladas
vacaciones, el día en que el tío Miguel hacía sonar el primer villancico (la
versión de Los peces en el río de Manolo Escobar), cuando la abuela
despejaba la parte baja del mueble del comedor para que mis hermanos y yo montásemos
(en más de un sentido) el Belén (o sea, también -o especialmente- con minúscula),
la excursión familiar para ver Cortilandia (y ahora lo tengo muy cerca y no
comprendo cómo nos parecía divertido integrarnos/ser absorbidos por la
multitud) y, por supuesto, ayudar al tío en las cuentas y preparación de las participaciones
de lotería a intercambiar con familiares y amigos (y a preparar las tarjetas de
felicitación y sobres si había que enviarlas por correo). Y es entonces cuando
recuerdo la ilusión por pillar algún pellizquito, las sueños que se querían cumplir
si los bombos giraban a nuestro favor (nada demasiado lujoso o demasiado ambicioso,
en eso no he cambiado: poder viajar, ropa, libros, una casa con todas las
comodidades, con tener cubiertas determinadas necesidades -y las de mi madre y
la tía- me llega -bueno, y poder dedicar una sonora pedorreta a dos o tres,
para qué negarlo-), el latiguillo resignado (aunque siempre lo ha creído, así
la educaron, seguimos en el mismo territorio de aquello que nos
imponen/aprendemos cuando niños), la frase recurrente de la tía Carmen en esos
casos, “el dinero no da la felicidad”, refrendada en ocasiones con “el que nace
ochavo no llega a cuarto” de la abuela.
Las cosas como son, este tipo de sentencias (nunca mejor dicho) me
recuerdan a la actitud de la zorra de la fábula con respecto a las uvas, es
decir, no necesitamos refuerzos para comprender -no abandonamos las frases
hechas, los lugares comunes- que hay muchas cosas que el dinero no puede comprar
porque son intangibles y, en cualquiera de los sentidos posibles, no tienen
precio, pero se diría que hubo un momento en que se hizo especial hincapié en
que “los pobres” (dicho con desprecio y/o conmiseración) asumiesen que eso era
lo que les había tocado ser y que su situación nunca iba a cambiar, haciéndoles
ver, además, que no había nada que envidiar, que los ricos también lloran e
incluso más que el resto, ya lo sabíamos antes de que triunfase en la recién
nacida televisión matinal de finales de los años 80 el culebrón homónimo
protagonizado por Verónica Castro; así, aunque fuese de un modo sutil e incluso
candoroso, veíamos a “los ricos” (ahora tocan aquí las comillas) como personajes
ridículos (ya pasaríamos a Dickens para conocer otras tipologías), nos desternillábamos
y hacíamos mofa del tío Gilito, de su ansiedad por seguir nadando en monedas,
de sus desvelos para no perder ni un céntimo, de su avaricia (esa era otra: se equiparaba
a los millonarios con la codicia, con la tacañería, con la mezquindad, todos eran
Mr. Scrooge -que tampoco tenía tanto, la verdad-), lógicamente nos
identificábamos más con Donald, a pesar de lo torpe, de lo cascarrabias, lo
sentíamos uno de los nuestros. Podríamos decir, haciendo esta lectura (apriorística
y particular, o no tanto, puesto que Antoni Guiral habla -creo que con toda
pertinencia- de “lucha de clases” en el volumen que, se supone, hoy voy a
recomendar), que no quedaba otra, que había que recurrir a la sátira, a la
parodia, a la chanza (depende del tono empleado) para, al menos, en ese sentido
(aunque no fuese la intención del creador -o no tan punzante- ni los lectores
fuésemos conscientes de ello), sentirnos victoriosos y conformarnos con lo que
teníamos (y escarmentar en cabeza ajena porque, más allá del chiste, en el
colegio no nos veíamos similares a esos personajes en nuestro infantil deseo
por tener dinero para nuestros caprichos, no queríamos ser como ellos en
absoluto). Y este maremágnum/cacao mental tuvo auténtico sentido (por más, repito,
que algunas cosas las haya pensado después, no en el momento) desde que
Deliranta Rococó apareció en nuestras vidas, rotunda, exagerada y recargada
como su apellido indica, desbordante, ostentosa, estricta e implacable con su “menordomo”
Braulio, dándose más pisto del que merece porque en realidad todo es
apariencia, oropel, fachada, por eso provoca tantas carcajadas, porque presume
de todo lo que carece, por sus extravagantes esfuerzos para mantener la
posición que cree merecer, ¿de verdad alguien quiere tener dinero -o
pretenderlo- para eso?
Lo mejor de Deliranta Rococó, recopilatorio publicado en octubre
por Bruguera Clásica, hace justicia con uno de los personajes más desopilantes
y (a pesar de todo lo señalado -o precisamente por ello, no se olvide en qué terreno
estamos-) carismáticos salidos de la prodigiosa inventiva y fabuloso dibujo de
Martz Schmidt, creador de otras maravillas como el profesor Tragacanto y el
doctor Cataplasma (para los que creo ya he pedido en alguna ocasión un tomo
similar, pero no está de más repetirlo y, si hace falta, incluirlo en la carta a
los Reyes Magos). Esa experiencia, la maestría alcanzada a lo largo de los años
con las criaturas citadas y otras menos reconocidas (como Troglodito) cristaliza
en esta serie contemporánea de los que andamos en torno a los cincuenta (empezó
a publicarse en 1976) que, como se señala en el prólogo, conecta de un modo
natural (casi me atrevería a decir orgánico) con la escuela clásica, no en vano
su creador es uno de los máximos representantes de la conocida como generación del
57 de la Escuela Bruguera (integrada, entre otros, por Ibáñez, Raf o Vázquez).
Un mundo tan excesivo requiere un dibujante detallista, capaz de recargar la
viñeta sin que eso interfiera en la diversión, en la facilidad con que el
lector se deja envolver por aquello que Deliranta considera lujoso y elegante;
es un placer poder hacer/combinar dos lecturas: la inevitablemente veloz en que
las peripecias y los gags se suceden sin descanso, con ingenio y brillantez que
no decae, con la estridencia necesaria para crear atmósfera y definir al personaje,
una más reposada fijándose en lo que la rodea, en los elementos visuales,
prescindiendo de los bocadillos, asombrándose con el gusto con que Schmidt disemina
elementos, los integra, los conjuga, los solapa, crea pequeños gags que refuerzan
el conjunto. Al margen de recoger muchas de las historietas que la hicieron tremendamente
popular (la mayor parte de entre dos a cuatro páginas), el volumen recupera una
aventura larga (de hecho, excede a las clásicas de 44, ya que se extiende a lo
largo de 62 páginas), Sansona Superwoman, todo un éxito en su momento
cuando (se había publicado por entregas) apareció completa en la Colección Olé!
incluyendo en los créditos al otro personaje clave/imprescindible de la
serie: el “menordomo” Braulio, explotado, mal (o nunca) pagado -de hecho, ese
fue el asunto de la primera página que ambos protagonizaron-, siempre con la réplica
perfecta para subrayar la esperpéntica personalidad de su señora, cómplice del
lector al decir muchas cosas para sus adentros (esos bocadillos pensados, no
dichos que parecen nubes), consciente de su posición y, sin embargo, revolucionario
en su causticidad, en su dejarla tropezar de nuevo, en su imperturbabilidad
ante la nueva extravagancia de Deliranta.
Pero es inevitable, como ya se ha señalado, tomarle cariño porque, al fin
y al cabo, son más estirados, clasistas, insoportables los que la rodean,
aquellos a los que ella quiere parecerse, esos de los que se considera parte,
todo por no hablar de un eterno pretendiente que no tiene donde caerse muerto
pero finge y alardea con más ostentación que la propia Deliranta, un aristócrata
arruinado que no se resiste a dejar de ser lo primero (y que vive engañado porque,
ya ha quedado claro, la Rococó no tiene de donde sacar aunque le guste destacar
-de hecho, ve la ópera en televisión, encaramada a un palco de cartón piedra-);
además, en una viñeta afirma “mi vida es una farsa”, aceptándose a sí
misma como personaje de tebeo, claro que nos reímos de ella pero, por encima de
todo, nos reímos con ella, gracias a ella, se gana nuestra simpatía sin reparos,
a veces parece no tomarse en serio, tampoco en broma, vive en un sinsentido
hilarante, se pregunta “¿Para qué quiero yo más dinero?”, es cierto que
se lleva muchos golpes, decepciones, burlas (algunas hirientes), pero se mantiene
fiel a sí misma y, dentro de todo, parece contenta la mayor parte del tiempo
mientras que Braulio mantiene un semblante serio, hastiado, resignado, algunas
veces comprensivo, tengo mis dudas de a quién me siento más cercano atendiendo
a lo que decíamos al principio porque parece que, en este caso, el dinero (o
creer/fingir que se tiene) sí da la felicidad (aunque sea a ratos). Lo indudable
es que la combinación de señora y “menordomo” es una de las máximas aportaciones
a la historieta española de mano de uno de sus grandes creadores y Lo mejor
de Deliranta Rococó es todo un regalo para quienes la conocimos en sus años
de esplendor.