lunes, 16 de diciembre de 2019

TRONCHANTE Y EXCESIVA







   Cuando somos niños nos meten demasiadas ideas en la cabeza al mismo tiempo, sin orden ni concierto, sin importar el modo en que unas puedan colisionar con otras, pasando por alto las flagrantes contradicciones en que, sin inmutarse, incurren los mayores porque para eso lo son (y así nos lo recuerda aquello de comer huevos cuando se sea padre, sentencia inapelable que zanja la discusión o la aborta en sus prolegómenos, como si no se hiciese antes, sin especificar, además, si se refiere a fritos, cocidos, pasados por agua, en tortilla o cualquier otra posibilidad/variedad, anulando todas de golpe); el caso es que, por más que lo intentemos, algunas echan raíces y resulta imposible esquivarlas, a la que podemos, más o menos conscientemente, como algo instintivo, las ponemos en práctica, las cacareamos a las primeras de cambio del mismo modo puede que displicente, tal vez impositivo, a lo mejor con buenas intenciones (no en vano empiedran el camino del infierno), en que nos las espetaron a nosotros, patente de corso a la que los adultos se aferran/nos aferramos, imponemos y no razonamos, “haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga” (sí, daba mucha rabia cuando lo escuchábamos, pero que levante el dedo quien no ha recurrido a esa gastada fórmula -o adagio similar- alguna vez en que ha sido pillado en falta). Ahora que el ambiente, se quiera o no, huele a Navidad, ahora que las luces de la calle, ciertas músicas, las estanterías del supermercado, los adornos alusivos invaden cualquier paisaje/momento y golpean mi baqueteado ánimo, mi añoranza enquistada en el alma que no deja de roer el corazón, ahora que las lágrimas afloran antes incluso de convocarlas, ahora en que me duelo de no haber aprovechado mejor lo que no puede regresar (y, sobre todo, a quienes ya se fueron), voy desgranando mi habitual rosario de recuerdos, añoro las costumbres/los rituales que iban jalonando el camino hasta las anheladas vacaciones, el día en que el tío Miguel hacía sonar el primer villancico (la versión de Los peces en el río de Manolo Escobar), cuando la abuela despejaba la parte baja del mueble del comedor para que mis hermanos y yo montásemos (en más de un sentido) el Belén (o sea, también -o especialmente- con minúscula), la excursión familiar para ver Cortilandia (y ahora lo tengo muy cerca y no comprendo cómo nos parecía divertido integrarnos/ser absorbidos por la multitud) y, por supuesto, ayudar al tío en las cuentas y preparación de las participaciones de lotería a intercambiar con familiares y amigos (y a preparar las tarjetas de felicitación y sobres si había que enviarlas por correo). Y es entonces cuando recuerdo la ilusión por pillar algún pellizquito, las sueños que se querían cumplir si los bombos giraban a nuestro favor (nada demasiado lujoso o demasiado ambicioso, en eso no he cambiado: poder viajar, ropa, libros, una casa con todas las comodidades, con tener cubiertas determinadas necesidades -y las de mi madre y la tía- me llega -bueno, y poder dedicar una sonora pedorreta a dos o tres, para qué negarlo-), el latiguillo resignado (aunque siempre lo ha creído, así la educaron, seguimos en el mismo territorio de aquello que nos imponen/aprendemos cuando niños), la frase recurrente de la tía Carmen en esos casos, “el dinero no da la felicidad”, refrendada en ocasiones con “el que nace ochavo no llega a cuarto” de la abuela.

   Las cosas como son, este tipo de sentencias (nunca mejor dicho) me recuerdan a la actitud de la zorra de la fábula con respecto a las uvas, es decir, no necesitamos refuerzos para comprender -no abandonamos las frases hechas, los lugares comunes- que hay muchas cosas que el dinero no puede comprar porque son intangibles y, en cualquiera de los sentidos posibles, no tienen precio, pero se diría que hubo un momento en que se hizo especial hincapié en que “los pobres” (dicho con desprecio y/o conmiseración) asumiesen que eso era lo que les había tocado ser y que su situación nunca iba a cambiar, haciéndoles ver, además, que no había nada que envidiar, que los ricos también lloran e incluso más que el resto, ya lo sabíamos antes de que triunfase en la recién nacida televisión matinal de finales de los años 80 el culebrón homónimo protagonizado por Verónica Castro; así, aunque fuese de un modo sutil e incluso candoroso, veíamos a “los ricos” (ahora tocan aquí las comillas) como personajes ridículos (ya pasaríamos a Dickens para conocer otras tipologías), nos desternillábamos y hacíamos mofa del tío Gilito, de su ansiedad por seguir nadando en monedas, de sus desvelos para no perder ni un céntimo, de su avaricia (esa era otra: se equiparaba a los millonarios con la codicia, con la tacañería, con la mezquindad, todos eran Mr. Scrooge -que tampoco tenía tanto, la verdad-), lógicamente nos identificábamos más con Donald, a pesar de lo torpe, de lo cascarrabias, lo sentíamos uno de los nuestros. Podríamos decir, haciendo esta lectura (apriorística y particular, o no tanto, puesto que Antoni Guiral habla -creo que con toda pertinencia- de “lucha de clases” en el volumen que, se supone, hoy voy a recomendar), que no quedaba otra, que había que recurrir a la sátira, a la parodia, a la chanza (depende del tono empleado) para, al menos, en ese sentido (aunque no fuese la intención del creador -o no tan punzante- ni los lectores fuésemos conscientes de ello), sentirnos victoriosos y conformarnos con lo que teníamos (y escarmentar en cabeza ajena porque, más allá del chiste, en el colegio no nos veíamos similares a esos personajes en nuestro infantil deseo por tener dinero para nuestros caprichos, no queríamos ser como ellos en absoluto). Y este maremágnum/cacao mental tuvo auténtico sentido (por más, repito, que algunas cosas las haya pensado después, no en el momento) desde que Deliranta Rococó apareció en nuestras vidas, rotunda, exagerada y recargada como su apellido indica, desbordante, ostentosa, estricta e implacable con su “menordomo” Braulio, dándose más pisto del que merece porque en realidad todo es apariencia, oropel, fachada, por eso provoca tantas carcajadas, porque presume de todo lo que carece, por sus extravagantes esfuerzos para mantener la posición que cree merecer, ¿de verdad alguien quiere tener dinero -o pretenderlo- para eso?

   Lo mejor de Deliranta Rococó, recopilatorio publicado en octubre por Bruguera Clásica, hace justicia con uno de los personajes más desopilantes y (a pesar de todo lo señalado -o precisamente por ello, no se olvide en qué terreno estamos-) carismáticos salidos de la prodigiosa inventiva y fabuloso dibujo de Martz Schmidt, creador de otras maravillas como el profesor Tragacanto y el doctor Cataplasma (para los que creo ya he pedido en alguna ocasión un tomo similar, pero no está de más repetirlo y, si hace falta, incluirlo en la carta a los Reyes Magos). Esa experiencia, la maestría alcanzada a lo largo de los años con las criaturas citadas y otras menos reconocidas (como Troglodito) cristaliza en esta serie contemporánea de los que andamos en torno a los cincuenta (empezó a publicarse en 1976) que, como se señala en el prólogo, conecta de un modo natural (casi me atrevería a decir orgánico) con la escuela clásica, no en vano su creador es uno de los máximos representantes de la conocida como generación del 57 de la Escuela Bruguera (integrada, entre otros, por Ibáñez, Raf o Vázquez). Un mundo tan excesivo requiere un dibujante detallista, capaz de recargar la viñeta sin que eso interfiera en la diversión, en la facilidad con que el lector se deja envolver por aquello que Deliranta considera lujoso y elegante; es un placer poder hacer/combinar dos lecturas: la inevitablemente veloz en que las peripecias y los gags se suceden sin descanso, con ingenio y brillantez que no decae, con la estridencia necesaria para crear atmósfera y definir al personaje, una más reposada fijándose en lo que la rodea, en los elementos visuales, prescindiendo de los bocadillos, asombrándose con el gusto con que Schmidt disemina elementos, los integra, los conjuga, los solapa, crea pequeños gags que refuerzan el conjunto. Al margen de recoger muchas de las historietas que la hicieron tremendamente popular (la mayor parte de entre dos a cuatro páginas), el volumen recupera una aventura larga (de hecho, excede a las clásicas de 44, ya que se extiende a lo largo de 62 páginas), Sansona Superwoman, todo un éxito en su momento cuando (se había publicado por entregas) apareció completa en la Colección Olé! incluyendo en los créditos al otro personaje clave/imprescindible de la serie: el “menordomo” Braulio, explotado, mal (o nunca) pagado -de hecho, ese fue el asunto de la primera página que ambos protagonizaron-, siempre con la réplica perfecta para subrayar la esperpéntica personalidad de su señora, cómplice del lector al decir muchas cosas para sus adentros (esos bocadillos pensados, no dichos que parecen nubes), consciente de su posición y, sin embargo, revolucionario en su causticidad, en su dejarla tropezar de nuevo, en su imperturbabilidad ante la nueva extravagancia de Deliranta.

   Pero es inevitable, como ya se ha señalado, tomarle cariño porque, al fin y al cabo, son más estirados, clasistas, insoportables los que la rodean, aquellos a los que ella quiere parecerse, esos de los que se considera parte, todo por no hablar de un eterno pretendiente que no tiene donde caerse muerto pero finge y alardea con más ostentación que la propia Deliranta, un aristócrata arruinado que no se resiste a dejar de ser lo primero (y que vive engañado porque, ya ha quedado claro, la Rococó no tiene de donde sacar aunque le guste destacar -de hecho, ve la ópera en televisión, encaramada a un palco de cartón piedra-); además, en una viñeta afirma “mi vida es una farsa”, aceptándose a sí misma como personaje de tebeo, claro que nos reímos de ella pero, por encima de todo, nos reímos con ella, gracias a ella, se gana nuestra simpatía sin reparos, a veces parece no tomarse en serio, tampoco en broma, vive en un sinsentido hilarante, se pregunta “¿Para qué quiero yo más dinero?”, es cierto que se lleva muchos golpes, decepciones, burlas (algunas hirientes), pero se mantiene fiel a sí misma y, dentro de todo, parece contenta la mayor parte del tiempo mientras que Braulio mantiene un semblante serio, hastiado, resignado, algunas veces comprensivo, tengo mis dudas de a quién me siento más cercano atendiendo a lo que decíamos al principio porque parece que, en este caso, el dinero (o creer/fingir que se tiene) sí da la felicidad (aunque sea a ratos). Lo indudable es que la combinación de señora y “menordomo” es una de las máximas aportaciones a la historieta española de mano de uno de sus grandes creadores y Lo mejor de Deliranta Rococó es todo un regalo para quienes la conocimos en sus años de esplendor.