Fue el primer LP que tengo conciencia de sentir como mío, un aporte a la
incipiente discoteca que durante tantos años fue aumentando el tío Miguel (y de
la que fui continuador y que todavía conservo en un pequeño cuartito, porque
desprenderme de esos vinilos es arrancar de cuajo una parte de mi vida,
cercenar mi memoria emocional), un regalo que, si no recuerdo mal, me hizo
Cristina (aquella que fue amiga hasta nuestra mayoría de edad –cumplíamos años
con tan sólo veinte días de diferencia-, aquella que fue una más en casa,
aquella que también llamaba “tíos” a los míos, aquella que, al igual que sus
padres –Pepita y Avelino, no es un chiste ni un guiño: la puritita realidad
superando la ficción cutre y casposa pergeñada por José Luis Moreno-, íntimos,
cercanos, con trato y consideración de familia, un buen día dejó de llamar,
quedar, venir, estar, al igual que sus sobrinos y primos, los Cela, pero éstos
tal vez merezcan algún día capítulo propio para dejar clara su catadura moral):
hablo del que con el tiempo se convirtió en el histórico disco de Gaby, Fofó y
Miliki con Fofito (así se anunciaban), el que reunía sus mejores canciones, las
imperecederas, aunque luego vendrían más, aunque el repertorio fue ampliándose
con éxito continuado y perenne, aunque los protagonistas fueron cambiando, ése
quedará para siempre como EL disco, el
que todos anhelábamos, el favorito, en el que sonaban Había una vez un circo, Don Pepito, Feliz, feliz en tu día, La gallina
Turuleca, Los días de la semana, Mi barba tiene tres pelos, El barquito de
cáscara de nuez, Susanita, Borra eso, La polkita del plin-plin y Chévere chévere chon; aún soy capaz de
recitar algunos de los diálogos que daban paso a los temas, especialmente el
comienzo cuando, tras una música que venía anunciada como La tuna pasa y con las palmas de los niños como fondo, Gaby
anunciaba: “!Amiguitos, amiguitas, soy Gaby! ¿Cómo están ustedes?” y, tras el
larguísimo “bieeeeeeeen” habitual, decía: “Muy bien, amiguitos; ahora, con
ustedes, ¡Fofó, Miliki, Fofito y familia!”. Ése era el momento para que sonara
la clásica fanfarria que preludiaba la aparición en la pista de los otros tres
y entonces seguía este diálogo:
-FOFÓ: ¡Buenas tardes! ¿Cómo están
ustedes?
-NIÑOS (con desgana y bajito): Bien
-FOFÓ: ¿Eh, qué pasa? ¿Me van a
recibir a mí así? ¿Cómo están ustedes?
-NIÑOS (a voz en cuello):
¡BIEEEEEEEEEEEEN!
-FOFÓ: ¡Ahora sí! ¡Miliki, saluda a
los chicos!
-MILIKI: ¡Con mucho gusto! ¿Cómo
están ustedes?
-NIÑOS: ¡BIEEEEEEEEEN!
-GABY: ¡Fofito, saluda a tus
amiguitos!
-FOFITO: ¿Cómo están ustedes?
-NIÑOS: ¡BIEEEEEEEN!
-FOFÓ: Bueno, ¿y qué cantamos?
-GABY: Hombre, Fofó, como en la tele,
Había una vez un circo…
Y ya saben lo que venía detrás y estoy convencido de que más de uno ha
empezado a canturrear lo que conforma una de nuestras sintonías favoritas, uno
de esos temas que se transforman en himnos, en todo un manifiesto generacional,
aunque jamás hubiéramos podido pensar que iba a ser tan imperecedero, que lo
heredarían nuestros hijos, sobrinos, nietos con enorme naturalidad, como si
fuese de ahora (de su ahora), como si no llevase al menos cuarenta años
proporcionando diversión e ilusión, devolviéndonos a la infancia, alegrándonos
el corazón (nunca más propicia la frase). Los payasos de la tele (así los
llamaremos siempre aparezcan o no en la pequeña pantalla) han alcanzado la
inmortalidad, aquella que sin ser conscientes de lo que suponía nos prometía
Gaby a todos los niños que, desolados (yo tenía 6 años), teníamos que asimilar
la noticia de que Fofó no volvería a formular su sempiterna pregunta (aún no
existía el vídeo y, por lo tanto, sólo veías un programa por segunda vez si TVE
lo reponía): “Fofó no ha muerto, el que ha muerto es Alfonso Aragón”, así lo
afirmaba el payaso serio más triste que nunca, con lágrimas y tragando saliva,
pero queriendo hacer comprender a los chavales que nunca nos iban a dejar solos;
precisamente le recordé esta frase a una de sus hijas, Lara, otra más de los
continuadores de una saga que no tiene fin (“Es el ambiente en el que nos hemos
criado, es también nuestra herencia, pero no sólo como niños sino como parte de
la misma y nuestro apellido nos obliga, y lo aceptamos encantados, a seguir
cantando estas canciones”), integrante de Los Gabytos junto a sus hermanos, los
que presentan en el teatro Nuevo Apolo de Madrid el espectáculo ¿Cómo están ustedes? 2.0, la enésima
constatación de que aquellas canciones siguen vivas, frescas, impregnan
optimismo, dinamismo, emoción desde la primera nota.
“Es imposible resistirse –afirma Lara, ya preparada para la función, un
estallido de color ante mis ojos, los cuales no puedo evitar tener mojados,
respirando el ambiente Aragón, la alegría que recorre esos camerinos mientras
un montón de chavales, nerviosos, excitados, pletóricos, están tomando
posiciones en el patio de butacas-: esa es la única fórmula para el éxito,
ofrecer lo que el público espera, lo que conoce, lo que ha prometido a los
críos que van a escuchar”. Y es que no se trata de nostalgia, de hacer memoria,
de viajar en el tiempo (que también se hace, claro): se trata de que la barba
sigue teniendo sólo tres pelos (pero si nos los tuviese, ¡ay, amigo!, no sería
tal barba), de que viajar es un placer si lo hacemos en el auto de papá, de que
Susanita ha superado a Peter Pan en lo de no crecer para que su ratón siga
comiendo chocolate, turrón y bolitas de anís (una dieta envidiable que le
mantiene en plena forma), de que no hay cumpleaños en que no se entone aquello
de “que reine la paz en tu día y que cumplas muchos más”, de que el fruto del
esfuerzo y el trabajo de unos maravillosos (y muy completos) artistas, el
magisterio recibido de los míticos Pompoff, Thedy y Emig, cristalizó en una
fórmula que no conoce edades, en una manera de entender el circo, el humor, la
jacaranda, que jamás pasará de moda. Es fundamental el respeto con que los
Aragón han tratado y siguen tratando al público (sólo ellos se han dirigido a
los más pequeños tratándolos de usted), el mismo que Los Gabytos demuestran al
actualizar las canciones sin pervertirlas ni distorsionarlas: “Claro que
hacemos un "Dale, Ramón" como si fuese
una samba, no podemos obviar los ritmos actuales, la música que gusta, pero lo
primordial tiene que seguir estando, sobre todo porque los padres, los abuelos,
los mayores, quieren cantar con sus hijos y no podemos negarles esa
satisfacción o nos estaríamos traicionando a nosotros mismos”.
Lara tiene en el espejo de su camerino una foto en que la que Gaby
aparece en su máximo esplendor, tal y como le recordaré siempre, y otra en la
que le acompañan Fofó, Miliki y Fofito, precisamente una de las que aparecían
en ese LP que le cuento aún conservo, y ríe toda gozosa, consciente de ser
parte de un patrimonio que tiene muchos dueños, todos los que, tengamos la edad
que tengamos, somos esos “niños de treinta años” que olvidan prejuicios,
preocupaciones, dimes y diretes y se ponen a dar palmas y a desgañitarse con
cualquiera de estos estribillos: “Fíjate lo que pasa en las fiestas, en las
ferias, donde sea, suena una de los payasos y los más modernos, los de chupa de
cuero, los rockeros, ¡todos!, abandonan su pose para dar saltos y responder a
lo de “¡Hola, don Pepito!” diciendo “¡Hola, don José!””. Su móvil se agita una
y otra vez y me cuenta que son sus primos (o sea, Fofito y Rody), quienes esa
mañana presentan su nuevo espectáculo en otro teatro de Madrid, “y aquí
andamos, venga que te dale con el whatsapp, deseándoles lo mejor, o sea mierda
que es lo que toca, jajaja… Somos una gran familia orgullosa de serlo y
trabajamos codo con codo para que papá y los tíos sepan que su obra no va a
morir nunca, que somos unos privilegiados por la educación que recibimos y que
eso es lo que queremos transmitir”, y cuando le digo que con ellos aprendimos a
pelearnos lo justo y casi en broma, a atacar con merengue, o sea a no hacer
daño, aunque nuestras madres temían que pasásemos a la acción, Lara confiesa “en
una ocasión, le tiré a mi hermano un flan, se lo puse por sombrero, pero, ¿qué
quieres?, una ensaya con lo que tiene más a mano” y no puedo evitar rubricar su
testimonio con un “oye, es el ejemplo que te daban y, encima, lo veías por la
tele”.
¿Cómo están ustedes? 2.0 es de
esos pocos espectáculos realmente para toda la familia: “Yo soy madre y más de
una vez tengo que llevar a mis hijos a películas u obras de teatro que sólo son
para ellos, en las que me aburro, en las que me canso; aquí eso no es posible,
aquí nadie pierde el tiempo, nadie se pone a pensar en la compra del día
siguiente o en que no ha llamado al casero o en el pago de la hipoteca”. Y doy
fe de ello porque ver al público burbujeante que va llenando el teatro es
encontrar la misma cara de felicidad en los pequeños y en los mayores, en los
que vieron (vimos) su infancia inundarse de canciones, en los que ya llegaron a
ellas con más edad, en todos los que en algún momento han estado en contacto,
han hecho suyas, cualquiera de las composiciones de los Aragón; en la
despedida, el telón va a alzarse en pocos minutos, Lara me dice que han
convertido en su lema lo que un niño les contó al final de una representación: “El
crío, mientras se hacía una foto con nosotros, cuando le preguntamos qué tal lo
había pasado, nos soltó: “Yo me he portado muy bien… ¡pero mi padre se ha
vuelto loco!” ¡Es genial! Seguro que no dejó de cantar y dar palmas”. ¡No me
extraña! Pero si estoy escribiendo dando botes, canturreando por lo bajinis una
de mis canciones favoritas porque lleva el nombre de mi abuela: “Si eres buena
cocinera, porompompón, Manuela, nos casamos sin demora”. ¡Qué fácil es sonreír
y sentirse bien, estarlo de verdad, cuando la familia Aragón hace de las suyas!