lunes, 18 de noviembre de 2013

BUSCAR (Y ENCONTRAR) LO MÁS VITAL





   Dentro de poco hablaremos de la nostalgia y la pondremos en su sitio (al menos, en el que uno gusta de tenerla, sin complejos por mirarla cara a cara y llamarla por su nombre), pero, quieras que no, hoy también la hemos convocado ya que vamos a centrarnos de nuevo en un espectáculo para niños, en realidad para toda la familia, pero concebido, pensado, medido, creado para ellos, aunque sin perder de vista (como nos decía hace poco Lara Aragón, componente de Los Gabytos) que si este tipo de funciones no saben ganarse a los adultos mal vamos y poco recorrido les queda; lo cierto es que mirar la cartelera teatral madrileña en estos momentos es morirse de envidia si se compara con la que uno recuerda cuando era pequeño: es cierto que la oferta televisiva superaba con creces a la actual y aportaba continua y variada diversión, que parecía que lo teníamos todo al alcance de la mano, pero había que esperar a fechas muy concretas para poder disfrutar en directo de tus artistas favoritos, de ferias de ocio y oportunidades similares para vivir la sensación de ser espectador activo, sin pantallas ni filtros de por medio. Aunque pueda parecer que hablo de oídas (me remonto a 1975), tengo muy vívida la emoción trocada en susto, en pasmo, en miedo, cuando mis padres, durante unas vacaciones de verano en Alicante, nos llevaron a mis hermanos y a mí a un concierto de Los Chiripitifláuticos y, de repente, tuve delante a Valentina, Poquito, Barullo, los hermanos Malasombra, esos personajes que vivían dentro de la televisión y que al ser tan reales como cualquiera en el escenario me produjeron un a modo de cortocircuito (por fortuna, a los pocos minutos ya estaba riéndome con sus ocurrencias y coreando sus canciones); y por eso, superado ese primer momento de estupor, con el bendito veneno del teatro en las venas (inoculado con suma facilidad por TVE), anhelaba ver en directo a Torrebruno, a Teresa Rabal (quien, por cierto, incombustible como pocas, también está en un teatro de la ciudad con su Veo, veo en plena forma –ese tema que llegó a ser número uno en Los 40 Principales y que sigue encandilando a todos-), a Parchís (¡Qué momentazos! Los conocí, me dedicaron un disco, hablé con ellos, fui a un concierto: cumplí a rajatabla con el prototipo de fan entregado), a todos los compañeros que llenaban mis horas de ocio (bueno, algunas, las otras –muchas- eran para la lectura); pero, como digo, no era lo usual que, más allá del cine, los chavales tuviésemos donde elegir en lo que a cartelera de espectáculos se refiere.

   Ahora las cosas han cambiado y se atiende con igual interés tanto al público infantil como al adulto, se programa pensando en ambos, se busca una oferta variada y atractiva (y, sin embargo, en lugar de informar, de potenciarlo, de utilizarlo como estímulo, hay por ahí algún programa de radio que pretende convertirse en referente, que se da ínfulas de que el hecho teatral madrileño sólo sucede si pasa por sus micrófonos y, al mismo tiempo que amplía su horario, anula la sección dedicada a estos espectáculos, decisión que puede tener efectos catastróficos porque es dejarlos en manos del azar, de que alguien se los tropiece, de que los críos se enteren de su existencia de rebote, de que los padres tengan curiosidad), se crea afición, se renuevan auditorios, se sigue un proceso lógico (no como parecen pensar estos afectados, que cualquiera diría nacieron viendo a Molière o Calderón –el histórico error de qué lecturas decretamos como obligatorias, sangría permanente de lectores y, del mismo modo, espectadores-). Y es todo un acierto aprender de los clásicos, de los que supieron acercarnos textos imprescindibles (aquellos dibujos tantas veces glorificados –porque lo merecen-, basados en obras de Dumas, Verne, Twain o el mismísimo Cervantes), de los maestros a los que no podemos analizar desde el engolamiento, desde la edad adulta, desde el criterio interesado (cuando lo primero existe, que a veces ni eso), desde la ideología: un cuento de hadas es eso y punto, una aventura es lo que es, vale que aceptan interpretaciones, que reproducen esquemas, que pueden tener varias lecturas, pero un chaval no atiende a eso porque tiene la mirada limpia y sólo se preocupa de pasarlo bien (ya los años, los contratiempos, los demás, la pérdida de la inocencia, los reveses se encargarán de cambiar su perspectiva). Eso precisamente es lo que destaca una y cien veces María Pareja, directora del montaje de El libro de la selva que puede disfrutarse en el teatro Maravillas, “los niños son el público más honesto, el que más satisfacciones da, pasa de las tendencias, del momento; claro que quieren ver a sus héroes, el éxito del momento, pero si algo les gusta no les importa de cuándo es o qué opinan otros”. Bien puede afirmarlo ella cuando, allá por 2007, osó (nunca mejor dicho: piensen en Baloo) regresar al texto original de Rudyard Kipling, todo un Premio Nobel, para crear su propia versión, con canciones escritas para el espectáculo –“¡Son los padres los que salen preguntando por los temas de la película de Disney! Puede que algún niño se extrañe al principio, pero al momento ya está siguiendo la historia, sintiéndose Mogwli, y acepta los cambios, las sorpresas, los aportes, el ritmo frenético que nos le deja ni respirar”-, una función para compartir, para sentir, para protagonizar.

   La voz de María Pareja llega a través del teléfono como un torrente de agua fresca, riendo cada dos frases, transmitiendo un amor por el teatro que se contagia, el mismo que alienta El libro de la selva, el entusiasmo y disfrute propio que puede decirse es arrojado literalmente al patio de butacas: “Si un niño no lo ve claro, no entra, lo rechaza, se revuelve, ¡puede llegar a patalear para que le saquen del teatro! Por lo tanto, hay que ser muy respetuoso y cuidadoso porque estamos ante el público más exigente pero, al mismo tiempo, el que más lo agradece, el que más aporta, el más incondicional si consigues ganártelo”. Y María tuvo muy claro que no hay que tener reparos en reivindicar los mensajes que vertebran el texto de Kipling, base fundamental de su vigencia, y por eso, tal y como se afirma en las páginas del que también es conocido como El libro de las tierras vírgenes -“tú y yo somos la misma sangre”-, fraguó un espectáculo sin barreras ni fronteras, integrando el lenguaje de signos en las coreografías para que cualquiera pudiera seguirlo “pero no como un añadido, no con una persona en un lado del escenario, perdiéndote la acción si le miras, sino pidiendo a los actores que lo incluyan en su expresión corporal, que su trabajo pueda al mismo tiempo ser comprendido por un espectador sordo y por uno que no lo es”; sin duda, ese logro es una de las mayores recompensas que la directora recibe en cada función: “Me sigue emocionando cuando les veo hacer el gesto con el que ellos aplauden ¡y aún más cuando el resto de los niños los secundan! Por eso, para que sean naturales, para que no hablen ni noten las diferencias, para que sepan ver el interior, eso que nos iguala, enseñamos a todo el público a decir en lengua de signos lo de “tú y yo somos la misma sangre”, para que de verdad lo comprendan y asuman”.

   Cuando le digo que mi personaje favorito de la función (y, por extensión, de los que aparecen en cualquier película de Disney) es el oso Baloo, y le hablo de que me encanta su filosofía de vida, su forma de ser, María vuelve a la carcajada “es así en el original, pero lo cierto es que Disney le hizo un gran favor: pasota, tranquilón, pero con un corazón de oro. Yo también comparto su máxima de buscar sólo lo necesario, lo más vital, no acumular cosas superfluas: es un personaje muy carismático y el nuestro es un actor que, encima, es un gran comunicador y, como tiene tres hijos, sabe hablar el mismo idioma de los chavales, sin forzar” (claro, esa es otra manía, la de hablar a los pequeñajos como si fuesen tontos y no personas: aquí se dirigen a ellos de tú a tú, por eso les gusta tanto). María vive cada función como si fuese la primera, no viviendo de las rentas pasadas, de cómo el boca-oreja se extiende como la pólvora, “no se puede bajar la guardia, precisamente porque si te relajas es cuando se te nota el truco y los críos, que son muy avispados, te sacan los colores”; es por eso que ella siempre se camufla con el público a la salida, para corregir lo que no haya funcionado, para potenciar lo que más ha gustado, para no perder el contacto con la realidad, “y confieso que también porque es un regalo impagable: sólo por oír lo que dicen, merece la pena hacer teatro”. Repito aún más alto que al principio: ¡Qué suerte tienen los niños de ahora! (bueno, y los mayores que volvemos a Kipling con las mismas ganas y también recibimos un fantástico premio: las reacciones de nuestros pequeños, su emoción, su implicación, su interés, su alegría).