jueves, 7 de noviembre de 2013

POR SUS CARTAS LE CONOCERÉIS





   Cuando un lector de largo recorrido, de paladar exquisito pero dúctil, con ganas de seguir probando, descubriendo, ampliando horizontes, que gusta de etiquetar o calificar a posteriori, que espera a la lectura para forjarse su propio parecer, pasea por una librería (o espacio destinado a la venta de libros –algunos no merecen un nombre que posee tintes tan evocadores, auspiciadores, que nos llevan a hablar de rito, de mito, de culto-) no puede menos que sentirse desolado ya que el actual panorama editorial (en lo que a publicación, difusión, promoción, espacio ocupado se refiere) se basa en los títulos clónicos, en el agotamiento de fórmulas (algunas periclitadas hace ya demasiado), en la enésima repetición de esquemas, en volúmenes que vas olvidando según lees, que no dejan ni un mínimo recuerdo sino es el de lo mucho que te aburriste, en autores llegados de otros ámbitos (retocados mucho o poco, total, se vende un nombre no un contenido: el público cautivo de estos productos no plantea la más mínima crítica mientras se le satisfaga la necesidad creada –incluso diríase impuesta-), en la ausencia total de riesgo y audacia que el arte necesita para evolucionar, para crecer, para seguir coronando cimas. Por fortuna, quedan reductos en los que se valora la palabra, se ama la literatura, se cuida el material sensible (tanto el que conforman los textos como el que constituyen los lectores), se ofrece un catálogo más que digno (por momentos excelso) en el que cada uno encontrará el estímulo que se le antoje más imperioso para lanzarse a la aventura de seguir leyendo y, al margen del ímprobo trabajo que están haciendo sellos pequeños que luchan contra viento y marea, que se empeñan (en todos los sentidos) por y para que tenga difusión aquello en lo que creen (clásicos perdidos, clásicos por descubrir, clásicos de ahora), que se han ganado (por fortuna) la confianza de críticos, público e incluso de alguno de esos románticos que aún quedan a la hora de diseñar escaparates o colocar volúmenes a la vista, tenemos la inmensa ventura de que haya sellos que, a pesar de su carácter generalista, de su amplia y bien ganada distribución, de su implantación y solidez, se siguen comportando como recién nacidos, inquietos, vivaces, olfateando, no dando nada por sabido, saltándose el canon, actualizándolo, variándolo, inventándose uno propio; sin ánimo de minusvalorar a otros, creo que en ese sentido Lumen se lleva la palma (compartida con Mondadori, no en vano en España caminan de la mano, pero la que fuese creación de la inolvidable Esther Tusquets sigue en las mejores manos gracias a la labor de Silvia Querini) y aunque en realidad no voy a hablar de un libro suyo no he podido evitar sentirme bajo sus auspicios durante una de las lecturas más gratificantes, enriquecedoras y placenteras que he experimentado en los últimos tiempos y puesto que el volumen en cuestión ha visto la luz en DeBols!llo, que es donde se publica todo lo que primero ha sido lanzado por Lumen, tal vez haya alguien que entienda esta asociación de ideas (ya saben que uno es muy suyo para sus cosas y a veces no sabe explicarlas con claridad).

   Los que me conocen, los que tienen contacto conmigo a través de Facebook, ya han podido comprobar mi entusiasmo ante la publicación de A mis mejores amigos no los he visto nunca, una recopilación de la correspondencia y ensayos salidos de la pluma de uno de los autores más grandes, de un coloso que dignificó, expandió, rompió las costuras, sentó nuevas bases, otorgó plena carta de naturaleza al género policiaco, a la novela negra, a lo que para mucha “mente sesuda” es un mero pasatiempo, de rápido consumo, una bagatela literaria que durante años y años no mereció la atención de las páginas de los periódicos en las que se glosaban las novedades porque se consideraba un subproducto al que se negaba calidad, mérito o enjundia, una aberración a la que no podía llamarse literatura (por desgracia, mentes cerradas de este tipo siguen encontrando hueco en los medios de comunicación, menospreciando todo lo que no responde a su particular concepción de lo que es “artístico”). Por fortuna, el tiempo (aunque se tome demasiado ídem) suele colocar a cada uno en el lugar que merece y, hoy por hoy, Raymond Chandler es tenido por lo que siempre fue: un espléndido escritor de gran aliento, de hondo calado, con una prosa limpia, rápida, asequible, creadora de atmósferas con frases certeras y precisas, dibujando tipos con un trazo firme y pocas palabras, al que nunca le sobra nada (en todo caso, él mismo lo reconoce, a veces le faltan datos, remates, conclusiones, esbozos que no concluyen, que no llegan a concretarse pero quedan en el texto, aunque eso no afecta al conjunto). Esta joya que ahora nos presenta DeBols!llo supone la reunión más completa hecha en nuestra lengua del Chandler ensayista (hay hasta cuatro inéditos) y esa faceta es un fantástico colofón a lo que conforma el grueso del volumen (de las casi 450 páginas ocupa 350), el verdadero deleite, es decir, las cartas que el creador de Philip Marlowe cruzó con infinidad de remitentes, trazando una insólita biografía, permitiendo descubrir sus tormentos personales, sus preocupaciones teóricas (se tomaba muy en serio su oficio, en contra de la indiferencia de la crítica hacia el tipo de novela que escribía), sus preferencias como lector, su deterioro físico y mental tras la muerte de su mujer (que, sin embargo, no afectaba a la calidad de lo escrito); es, sin duda, la mejor manera de regresar al universo chandleriano o de abrir boca si se ha cometido el error de no leerle antes, despierta las ganas de volver a sus páginas con el conocimiento adquirido aquí, se acentúa el interés por leer aquellos títulos suyos no leídos antes (y la editorial anuncia una recopilación de sus relatos, El simple arte de matar, para 2014 y otra, La violencia es lo mío, para 2015).

   Supongo que en mis cartas revelé más o menos aquellas facetas mías que quedaban oscurecidas o distorsionadas cuando escribía para publicar”, reconoce Chandler en una misiva de mayo de 1957. Es algo que siempre se ha dicho de los cantantes (y que uno ha podido confirmar al compartir intimidad con Olga María Ramos, Nati Mistral o Manuel Lombo): nunca cantan mejor que para los amigos, para sí mismos, cuando están a gusto, sin micrófonos, a su aire; del mismo modo, la persona que sabe escribir, que lo transforma en arte, que es un artesano de las palabras, que las utiliza como herramienta de trabajo, que se preocupa por su materia prima, siempre saldrá airoso: tendrá momentos más afortunados que otros, claro, instantes de inspiración divina si se quiere, epifanías y éxtasis, pero, por decirlo en roman paladino, nunca podrá escribir mal, ni a propósito, incluso en su peor día cierto espíritu sobrevolará por sus palabras aunque justo sean las más burdas, indignas de él. Aunque en comunicaciones privadas, Chandler no dejaba de escribir para los otros, para que le leyesen, y por lo tanto sus cartas están muy elaboradas, muy pensadas, incluso por pundonor hacia sí mismo, respondiendo a sus criterios sobre la escritura, dejándose llevar en ocasiones por un asunto secundario del mismo modo que en su narrativa de ficción, creando meandros, ramificaciones, digresiones que, al final, cobran sentido, tienen un porqué, apuntalan el capitel principal y lo enriquecen. A mis mejores amigos no los he visto nunca es de esos (escasos) volúmenes que uno subrayaría casi completos, de esos que puedes abrir al azar y siempre encuentras algo interesante, de esos que dan respuestas, y no tiene nada que ver con esas pamplinas de la autoayuda, con esa prosa placebo tan abundante y repetitiva: con su brío legendario, con su carácter bronco y hosco, sin disfraces, sin paños calientes, sin cohibirse, Chandler apela al lector, le obliga a posicionarse, le cuestiona, le zarandea, le hace reflexionar; hay miles de frases que uno rubricaría (los editores, los agentes, los grandes estudios de Hollywood, los críticos, la izquierda) y otras por las que le asesinaría (Agatha Christie, Un lugar en el sol, Hitchcock, la literatura escrita por mujeres), pero es una experiencia sumamente grata encontrarse con un autor que no se esconde, que da la cara, que se arriesga, que conquista y seduce, que te convierte en adepto.

   Odio la publicidad, sinceramente. He pasado por la piedra de molino de las entrevistas y las considero una pérdida de tiempo. El tipo que encuentro en esas entrevistas haciéndose pasar por mí suele ser un engreído al que no me gustaría conocer. Soy un esnob intelectual que tiene cariño por el lenguaje coloquial estadounidense, en gran medida porque me educaron en el latín y el griego. Tuve que aprender el estadounidense como una lengua extranjera… El uso literario del argot es un estudio en sí mismo. He descubierto que hay sólo dos clases de argot que sirven: el que se ha afirmado en el idioma y el que se inventa uno. Todo lo demás tiende a pasar de moda antes de llegar a la imprenta. Pero será mejor que no empiece con ese tema o me pasaré una semana escribiendo sobre él”. Éste, como tantos, es sólo un ejemplo de cómo Chandler se abre en canal, no como ejercicio de exhibicionismo, todo lo contrario, sino como introspección, como conversación consigo mismo, pero lo que en otros (¡En tantos!) es onanismo y engolamiento en él deviene en auténtica literatura, sabiendo tocar muchas fibras desde los recovecos más personales, desde los sentimientos más específicos, desde las reflexiones más particulares. En un momento dado, se recogen algunos de los pasajes que suprimió en la última reescritura de El largo adiós y hasta en esos descartes encontramos sentencias que merecen la inmortalidad, como es el caso de la siguiente: “Son los tipos caídos los que hacen la historia. La historia es su réquiem”. ¡Qué mejor réquiem que la permanente vigencia de su obra! Y aunque él mismo afirmaba “a mis mejores amigos no los he visto nunca. Conocerme en persona es la muerte de la ilusión” (es cierto que en muchas ocasiones uno hubiese preferido no tratar con personas a las que admiraba por su trabajo), sus lectores podemos darnos por satisfechos porque conocemos lo que necesitamos: su talento.