Cuando un lector de largo recorrido, de paladar exquisito pero dúctil,
con ganas de seguir probando, descubriendo, ampliando horizontes, que gusta de
etiquetar o calificar a posteriori, que espera a la lectura para forjarse su
propio parecer, pasea por una librería (o espacio destinado a la venta de libros
–algunos no merecen un nombre que posee tintes tan evocadores, auspiciadores,
que nos llevan a hablar de rito, de mito, de culto-) no puede menos que
sentirse desolado ya que el actual panorama editorial (en lo que a publicación,
difusión, promoción, espacio ocupado se refiere) se basa en los títulos
clónicos, en el agotamiento de fórmulas (algunas periclitadas hace ya
demasiado), en la enésima repetición de esquemas, en volúmenes que vas
olvidando según lees, que no dejan ni un mínimo recuerdo sino es el de lo mucho
que te aburriste, en autores llegados de otros ámbitos (retocados mucho o poco,
total, se vende un nombre no un contenido: el público cautivo de estos
productos no plantea la más mínima crítica mientras se le satisfaga la
necesidad creada –incluso diríase impuesta-), en la ausencia total de riesgo y
audacia que el arte necesita para evolucionar, para crecer, para seguir
coronando cimas. Por fortuna, quedan reductos en los que se valora la palabra,
se ama la literatura, se cuida el material sensible (tanto el que conforman los
textos como el que constituyen los lectores), se ofrece un catálogo más que
digno (por momentos excelso) en el que cada uno encontrará el estímulo que se
le antoje más imperioso para lanzarse a la aventura de seguir leyendo y, al
margen del ímprobo trabajo que están haciendo sellos pequeños que luchan contra
viento y marea, que se empeñan (en todos los sentidos) por y para que tenga
difusión aquello en lo que creen (clásicos perdidos, clásicos por descubrir,
clásicos de ahora), que se han ganado (por fortuna) la confianza de críticos,
público e incluso de alguno de esos románticos que aún quedan a la hora de
diseñar escaparates o colocar volúmenes a la vista, tenemos la inmensa ventura
de que haya sellos que, a pesar de su carácter generalista, de su amplia y bien
ganada distribución, de su implantación y solidez, se siguen comportando como
recién nacidos, inquietos, vivaces, olfateando, no dando nada por sabido,
saltándose el canon, actualizándolo, variándolo, inventándose uno propio; sin
ánimo de minusvalorar a otros, creo que en ese sentido Lumen se lleva la palma (compartida
con Mondadori, no en vano en España caminan de la mano, pero la que fuese
creación de la inolvidable Esther Tusquets sigue en las mejores manos gracias a
la labor de Silvia Querini) y aunque en realidad no voy a hablar de un libro
suyo no he podido evitar sentirme bajo sus auspicios durante una de las
lecturas más gratificantes, enriquecedoras y placenteras que he experimentado
en los últimos tiempos y puesto que el volumen en cuestión ha visto la luz en
DeBols!llo, que es donde se publica todo lo que primero ha sido lanzado por
Lumen, tal vez haya alguien que entienda esta asociación de ideas (ya saben que
uno es muy suyo para sus cosas y a veces no sabe explicarlas con claridad).
Los que me conocen, los que tienen contacto conmigo a través de
Facebook, ya han podido comprobar mi entusiasmo ante la publicación de A mis mejores amigos no los he visto nunca,
una recopilación de la correspondencia y ensayos salidos de la pluma de uno de
los autores más grandes, de un coloso que dignificó, expandió, rompió las
costuras, sentó nuevas bases, otorgó plena carta de naturaleza al género
policiaco, a la novela negra, a lo que para mucha “mente sesuda” es un mero
pasatiempo, de rápido consumo, una bagatela literaria que durante años y años
no mereció la atención de las páginas de los periódicos en las que se glosaban
las novedades porque se consideraba un subproducto al que se negaba calidad,
mérito o enjundia, una aberración a la que no podía llamarse literatura (por
desgracia, mentes cerradas de este tipo siguen encontrando hueco en los medios
de comunicación, menospreciando todo lo que no responde a su particular
concepción de lo que es “artístico”). Por fortuna, el tiempo (aunque se tome
demasiado ídem) suele colocar a cada uno en el lugar que merece y, hoy por hoy,
Raymond Chandler es tenido por lo que siempre fue: un espléndido escritor de
gran aliento, de hondo calado, con una prosa limpia, rápida, asequible,
creadora de atmósferas con frases certeras y precisas, dibujando tipos con un
trazo firme y pocas palabras, al que nunca le sobra nada (en todo caso, él
mismo lo reconoce, a veces le faltan datos, remates, conclusiones, esbozos que
no concluyen, que no llegan a concretarse pero quedan en el texto, aunque eso
no afecta al conjunto). Esta joya que ahora nos presenta DeBols!llo supone la
reunión más completa hecha en nuestra lengua del Chandler ensayista (hay hasta
cuatro inéditos) y esa faceta es un fantástico colofón a lo que conforma el
grueso del volumen (de las casi 450 páginas ocupa 350), el verdadero deleite,
es decir, las cartas que el creador de Philip Marlowe cruzó con infinidad de
remitentes, trazando una insólita biografía, permitiendo descubrir sus
tormentos personales, sus preocupaciones teóricas (se tomaba muy en serio su
oficio, en contra de la indiferencia de la crítica hacia el tipo de novela que
escribía), sus preferencias como lector, su deterioro físico y mental tras la
muerte de su mujer (que, sin embargo, no afectaba a la calidad de lo escrito);
es, sin duda, la mejor manera de regresar al universo chandleriano o de abrir
boca si se ha cometido el error de no leerle antes, despierta las ganas de
volver a sus páginas con el conocimiento adquirido aquí, se acentúa el interés
por leer aquellos títulos suyos no leídos antes (y la editorial anuncia una
recopilación de sus relatos, El simple
arte de matar, para 2014 y otra, La
violencia es lo mío, para 2015).
“Supongo que en mis cartas revelé más o menos aquellas facetas mías que
quedaban oscurecidas o distorsionadas cuando escribía para publicar”, reconoce
Chandler en una misiva de mayo de 1957. Es algo que siempre se ha dicho de los
cantantes (y que uno ha podido confirmar al compartir intimidad con Olga María
Ramos, Nati Mistral o Manuel Lombo): nunca cantan mejor que para los amigos,
para sí mismos, cuando están a gusto, sin micrófonos, a su aire; del mismo
modo, la persona que sabe escribir, que lo transforma en arte, que es un
artesano de las palabras, que las utiliza como herramienta de trabajo, que se
preocupa por su materia prima, siempre saldrá airoso: tendrá momentos más
afortunados que otros, claro, instantes de inspiración divina si se quiere,
epifanías y éxtasis, pero, por decirlo en roman paladino, nunca podrá escribir
mal, ni a propósito, incluso en su peor día cierto espíritu sobrevolará por sus
palabras aunque justo sean las más burdas, indignas de él. Aunque en
comunicaciones privadas, Chandler no dejaba de escribir para los otros, para
que le leyesen, y por lo tanto sus cartas están muy elaboradas, muy pensadas,
incluso por pundonor hacia sí mismo, respondiendo a sus criterios sobre la
escritura, dejándose llevar en ocasiones por un asunto secundario del mismo
modo que en su narrativa de ficción, creando meandros, ramificaciones,
digresiones que, al final, cobran sentido, tienen un porqué, apuntalan el
capitel principal y lo enriquecen. A mis
mejores amigos no los he visto nunca es de esos (escasos) volúmenes que uno
subrayaría casi completos, de esos que puedes abrir al azar y siempre
encuentras algo interesante, de esos que dan respuestas, y no tiene nada que
ver con esas pamplinas de la autoayuda, con esa prosa placebo tan abundante y
repetitiva: con su brío legendario, con su carácter bronco y hosco, sin
disfraces, sin paños calientes, sin cohibirse, Chandler apela al lector, le
obliga a posicionarse, le cuestiona, le zarandea, le hace reflexionar; hay
miles de frases que uno rubricaría (los editores, los agentes, los grandes
estudios de Hollywood, los críticos, la izquierda) y otras por las que le
asesinaría (Agatha Christie, Un lugar en
el sol, Hitchcock, la literatura escrita por mujeres), pero es una
experiencia sumamente grata encontrarse con un autor que no se esconde, que da
la cara, que se arriesga, que conquista y seduce, que te convierte en adepto.
“Odio la publicidad, sinceramente. He pasado por la piedra de molino de
las entrevistas y las considero una pérdida de tiempo. El tipo que encuentro en
esas entrevistas haciéndose pasar por mí suele ser un engreído al que no me
gustaría conocer. Soy un esnob intelectual que tiene cariño por el lenguaje
coloquial estadounidense, en gran medida porque me educaron en el latín y el
griego. Tuve que aprender el estadounidense como una lengua extranjera… El uso
literario del argot es un estudio en sí mismo. He descubierto que hay sólo dos
clases de argot que sirven: el que se ha afirmado en el idioma y el que se
inventa uno. Todo lo demás tiende a pasar de moda antes de llegar a la
imprenta. Pero será mejor que no empiece con ese tema o me pasaré una semana
escribiendo sobre él”. Éste, como tantos, es sólo un ejemplo de cómo Chandler
se abre en canal, no como ejercicio de exhibicionismo, todo lo contrario, sino
como introspección, como conversación consigo mismo, pero lo que en otros (¡En
tantos!) es onanismo y engolamiento en él deviene en auténtica literatura,
sabiendo tocar muchas fibras desde los recovecos más personales, desde los
sentimientos más específicos, desde las reflexiones más particulares. En un
momento dado, se recogen algunos de los pasajes que suprimió en la última reescritura
de El largo adiós y hasta en esos
descartes encontramos sentencias que merecen la inmortalidad, como es el caso
de la siguiente: “Son los tipos caídos los que hacen la historia. La historia
es su réquiem”. ¡Qué mejor réquiem que la permanente vigencia de su obra! Y
aunque él mismo afirmaba “a mis mejores amigos no los he visto nunca. Conocerme
en persona es la muerte de la ilusión” (es cierto que en muchas ocasiones uno
hubiese preferido no tratar con personas a las que admiraba por su trabajo),
sus lectores podemos darnos por satisfechos porque conocemos lo que
necesitamos: su talento.