Uno se dejó seducir muy pronto por la palabra, tanto por la escrita como
por la hablada: cuentan (y en realidad lo recuerdo) que fui parlanchín desde
bien pequeño, que no callaba ni dormido, que tenía una verborrea inagotable (en
parte porque, al leer desde tan temprano, sabía hilar las frases, podía
mantener una conversación); con los años pude desarrollar esta compulsión, esta
necesidad perentoria de expresar mi parecer, gracias al ejercicio de mi
profesión, el cual al mismo tiempo me enseñó a escuchar, a deleitarme con lo
que cuentan los demás, a seguir dando rienda suelta a mi impenitente
curiosidad, a mis constantes ganas de seguir aprendiendo (al fin y al cabo,
como lector, soy un rendido admirador de las palabras ajenas, de aquellas que
me parecen irresistibles, de las que me cautivan, de las que me inspiran, de
las que me enriquecen, de las que envidio -¿por qué no decirlo?-, de las que
nunca alcanzaré aunque me queda el consuelo –y no es poco porque incluye placer
y gozo- de leerlas). Y, sin embargo, llega ese momento en que las palabras se
transforman piedras que oprimen la garganta, que impiden el paso de la saliva,
que se interponen en la necesaria corriente de aire, que no fluyen como te
gustaría, que te ves in capaz de darles coherencia, que no suenan como
deberían, que parecen haber sido despojadas de contenido, que sientes que están
de más, que no aportan; son esas circunstancias que te hacen sentir inútil,
torpe, en que por mucho que hayas tenido que bregar con experiencias similares
siempre es como si fuese la primera y vuelves a sentirte un tanto perdido, sin
recursos, anulado, sin capacidad de respuesta.
Pero, de pronto, caes en la cuenta de que hay silencios elocuentes (mi
admirada Mercedes Salisachs escribió una novela titulada, precisamente, Los clamores del silencio) porque se
cimientan en el cariño, la comprensión, la convivencia, la ternura, en el
convencimiento (y la realidad) de que la otra persona sabe que estás ahí (del
mismo modo que no tienes dudas de su lealtad, de su incondicionalidad), que un
simple roce de una mano transmite la fuerza, el calor, el apoyo que no
verbalizas como desearías, ese que se escurre y transforma tus balbucientes
intentos en trabalenguas; pero entonces viene a tu recuerdo una de las
canciones más maravillosas (y mira que abundan en su trayectoria) escritas por
la enorme Mari Trini, una de vuestras trovadoras, una de vuestras favoritas, la
mujer a la que, igual que sucede con Rocío Dúrcal, es imposible escuchar sin
temblar y sollozar por su pérdida (aunque la grandeza de ambas te sobrepone
para volver a embelesarte), aquella balada que se titula sencillamente así, Palabras, esa que no tiene rubor en
afirmar que “nos quedan algunas palabras: / palabras de amor, / palabras de
honor / en nuestras miradas”. Y por mucho que te guste matizar la frase, para
eso eres y serás (estés donde estés, te dediques a lo que te dediques) hombre
de radio, en este caso es cierto que una imagen (una mirada, un gesto, un
atisbo de sonrisa, un encogimiento de hombros, un abrazo) dice mucho más que
cualquier parlamento, por muy sentido y sincero que sea, por muy hondo que sea
el lugar desde el que brota, que transmite el mensaje sin posibilidad de malas
interpretaciones, sin interferencias, directo, diáfano, llegando al receptor y
tocando las fibras a las que querías acceder.
Y es
que, por fortuna, siempre hay alguien que supo utilizar las palabras precisas,
que tuvo la inspiración necesaria, el talento que no abunda, que nos regaló a
los simples mortales su ingenio, su sensibilidad, su esplendor, para que lo
hurtemos cuando lo precisamos, para que recurramos a él cuando nos sintamos incapacitados,
para que nos dejemos envolver por su magia; y es entonces cuando emerge otra de
vuestras diosas, Nacha Guevara, adaptando uno de los prodigiosos temas de
Jacques Brel y gritando a los cuatro vientos aquello de “cuando no hay más que
amor / para entregarle a quien / aspira a un solo bien: / soportar su dolor. /
Cuando no hay más que amor / para abrir el camino / y forzar el destino / en
cualquier ocasión. / Cuando no hay más que amor / para darle al tambor / y una
sola canción / para enfrentarse al cañón. / Así habrá que forjar / nuestro
mundo y luchar / sin tener nada más / que la fuerza de amar”. Y en ese mirífico
instante, a pesar del dolor, a pesar de la tragedia, a pesar de la dificultad o
imposibilidad de hablar, sabes que has llegado a destino, porque ambos compartís
un mismo idioma en emociones, sentimientos, calidez, compañía y que, aunque los
demás no lo perciban, estáis en permanente sintonía y comunicación.