Uno de los privilegios del espectador es poder tomárselo todo como un
juego: desgarrarse si toca, dolerse si le llega, morir un poco (o un mucho) si
el tono es el adecuado y así lo consigue lo que tiene ante sus ojos, pero por
encima de todo hacer un viaje emocional, experimentar, sentir, transformarse y
guardarlo todo en su equipaje vital, recordarlo cuando le apetezca, compartirlo
con los que estuvieron con él o con los que fueron otro día o con los que se lo
perdieron, compararlo con lo que cuentan otros que también han ocupado una
butaca, pero sin perder de vista que ha vivido una mascarada, una simulación,
una mentira, que por mucha verdad que haya transpirado el espectáculo, por toda
la que él haya percibido, sentido e incorporado, la vida le seguía esperando en
la puerta del recinto; pero, ¿qué sería de esa vida sin las carcajadas, los
escalofríos, las lágrimas, los sobresaltos, lo que hemos vibrado frente al
escenario? (ahora hablo en concreto de teatro, primero porque de eso toca hoy y
segundo porque siempre es más vívido lo que viene provocado por el actor en
directo, viéndole sudar, bailar, revolverse, asustarse allí mismo, sin filtro,
sin retoques, sin segundas oportunidades, sin red) Y, volviendo a lo del juego,
desde chaval he tenido querencia por esas personas capaces de envolverte, de
hacerte partícipe, de saber manejarte para que asumas tu rol en la
representación, de inyectarte alegría, energía para mucho tiempo, no el subidón
de un momento, el jajaja que olvidas a los diez minutos o que no deja verdadera
huella y termina perdido en la bruma del recuerdo a medias, y que además
demuestran ser artistas honestos, consecuentes, entregados, estudiosos, que no
lo dejan todo al albur de un nombre, de una supuesta gracia, de una ocurrencia,
de la improvisación (la buena, la de verdad, como tantas veces se ha dicho, es la
que está ensayada, preparada, interiorizada –abundan demasiado de un tiempo a
esta parte grupos que la ponen como el único valor posible, que la tergiversan,
que pretenden ponerla en valor quitándole su verdadera esencia, que la fingen,
que la despojan de su autenticidad (para conocerla, para saber lo que es bueno,
nada como esperar que Santiago Sánchez se anime a –de poder ser, junto a Carles
Castillo y Carles Montoliu- a volver a girar con el brillante espectáculo que sirvió
para dar nombre a la compañía L´Om Imprebis, demostrando por qué esa función se
entrena y no se ensaya)-); hablamos de animales de escena que no olvidan su
función más básica: la de demostrarlo, la de dejarlo claro, con naturalidad,
con sencillez, porque son grandes y punto.
Ir al teatro cuando eres joven, cuando vas reuniendo dinero aquí y allá
para darte un capricho, cuando sientes el anhelo apremiante de verlo todo,
cuando el delicioso veneno se ha inoculado en tus venas, y que te den un bocadillo
de mortadela para que no pases hambre, asistir a cómo se desmonta un escenario,
empezar por el final, llegar tarde aunque aún falten bastantes minutos para que
sea la hora indicada en taquilla, es decir, formar parte de Cómeme el coco, negro, sólo puede
provocar que te conviertes en incondicional de La Cubana y que estés pendiente
de cualquiera de sus movimientos. Gracias a ellos, comprendí cómo hacer
partícipe al público sin que éste se sienta agredido o sea el que salve la
función (porque hay muchos por ahí que, llamándose maestros de ceremonias, showmans
o vaya usted a saber qué, realmente viven de encontrar el espectador gracioso,
carota o lanzado que se convierte en la estrella –en ocasiones, para regocijo
de la sala, ya que de no ser así se aburrirían más que las ostras (que son las
que más fama de ello tienen)-), propiciando la ocasión, con un sentido del
tempo que nunca se rompe, encontrando el momento oportuno, integrando
perfectamente cualquier perturbación o salida de tono en el libreto, midiendo
con tiento hasta donde pueden estirar la cuerda, reconociendo al segundo y de
un solo vistazo quién podrá desempeñar el papel requerido a pesar de esa
reticencia natural que nos paraliza cuando somos los elegidos, de esa vergüenza
lógica a no estar a la altura, de ese miedo escénico al tener a todo el teatro
pendiente de ti. Y, sin embargo, todo lo hacen fácil, esplendoroso, para que
vivas tu momento como si fueras uno más del clan: son irresistibles,
brillantes, versátiles, completos, son La Cubana y punto. Aunque uno de mis
mejores recuerdos vinculados a ellos no fue como espectador y sí como periodista:
cuando terminó Cegada de amor (que
venía para unos meses, creo que no demasiados, y estuvo un año en el Lope de
Vega), como son muy bien nacidos, quisieron agradecer el apoyo de los medios
(innecesario para un espectáculo que hipnotizaba por sí mismo, tal vez el más
completo que han hecho, el más abracadabrante) reglándonos un festín, un
almuerzo servido por Estrellita Verdiales y todo el elenco; el caso es que al
llegar al teatro, dos señoras catalanas de las de toda la vida iban comunicando
que las puertas no se podían abrir, que fallaba no sé qué, y que fuéramos por
la puerta de artistas, donde nos colocaban en grupos de diez o así y nos
llevaban por la parte de atrás del escenario, veíamos el camerino de la niña
prodigio (“no me lo miren mucho, que es un poquito desordenada”, rogaba su
asistente), hasta llegar al escenario y situarnos detrás de la pantalla
esperando la indicación para cruzarla (¡Qué maravilla! ¡Qué momentazo!) que
coincidía con el momento en que el grupo que allí podía verse, que miraba hacia
atrás, giraba a tu paso mientras empezaba a sonar una atronadora ovación y
contemplabas el patio de butacas lleno de caretas de Estrellita, la cual
esperaba a los periodistas de pie, con el resto, para saludarnos uno por uno…
¡Gracias, Jordi Milán! ¡Me estoy emocionando como aquel día! ¡Qué mejor para un
loco amante del teatro que poder sentirlo en propia carne!
Y ahora llega Campanadas de boda para
confirmar que siguen plenos de creatividad, de ingenio, de recursos, un
espectáculo del que conviene no contar demasiado, tal vez sólo advertir que en
el inicio puede resultar demasiado convencional (en el sentido de que todo
transcurre en escena y respetando la cuarta pared, que es una comedia muy
divertida pero que parece poco Cubana, que le falta su toque más definitorio),
pero ese es sólo otro de los múltiples aciertos porque el ritmo está muy
pensado, se trabaja por acumulación hasta llegar al increíble tramo final en
que tiran la casa por la ventana y en que premian al público con un despliegue
en cualquier sentido. Es asombroso cómo captan la forma de moverse, de hablar,
de ser, de cualquiera de las tipologías humanas y cómo las hacen reconocibles
desde lo esperpéntico, desde la farsa, desde la reproducción literal de
comportamientos; deja ojiplático su capacidad camaleónica, cómo se transforman,
cómo encarnan personajes en las antípodas los unos de los otros (y lo difícil
que resulta reconocerles cuando se los ve de civiles), cómo en cuestión de
segundos ganan o pierden años, kilos, razas e incluso sexo, pero siempre entregan
más del cien por cien de su excelencia interpretativa; integran con suma
facilidad temas populares que parecen escritos para ellos (¡Esa tuna con el Me gusta mi novio! ¡Eso es recrear un
clásico como De tu novio qué!) con
los temas propios (entre los que destaca De
teja y mantilla, desde este momento en la antología de mis momentos
hilarantes, con ripios tan gloriosos como “De teja y mantilla / se viste
Sevilla / y está toda España con un nudo en la garganta. / Hay gente que llora,
/ hay gente que canta, / hay gente que reza por su Alteza, nuestra Infanta.”);
cuando crees que lo has visto todo, extraen un nuevo conejo de la chistera;
como ya sucediese en Cegada de amor,
parece que lo que sucede en la pantalla es en directo porque jamás dan una
réplica a destiempo, ni una respiración ni un titubeo ni un trastabillo fuera
de lugar (algo comprensible en un directo) descoloca ninguna pieza, todo se
integra a la perfección. Y punto, porque si me dejo llevar destripo lo mejor y
eso, sencillamente, tienen que verlo todos ustedes; eso sí, como me gusta que
la compañía reciba la ovación que merece, que salgan a saludar todos y cada
uno: Jordi Milán, Xavi Tena, Toni Torres, María Garrido, Meritxell Duró,
Annabel Totusaus, Alexandra Gonzàlez, Babeth Ripoll, Bernat Cot, Montse Amat,
Oriol Burés, Àlex Esteve, Ramón Rey, Adrià Ferré, Daniel Seoane y Pere Pau
Hervàs y cualquiera que haya hecho posible el regalo de felicidad que ha
desembarcado en el Nuevo Teatro Alcalá.