martes, 1 de octubre de 2013

RAZONES PARA AMAR EL CINE


 


   Hace pocos días, nos encontramos en el Mamá Inés (nuestro habitual lugar de reunión, nuestro refugio, nuestra puesta al día con los avatares sentimentales de Santi, el simpático y dicharachero encargado –quien tiene loquito a medio barrio, o más, pero sigue enamorado de la persona equivocada y, aunque es consciente de ello, no logra soltar las amarras-, nuestro escenario para tertulias llenas de risas –y para discusiones de altura, que no todo son frivolidades-) con Miguel Losada, mi añorado compañero de radio y televisión, uno de los pocos con los que podía hablar sobre cine de verdad (no importaba el papel que nos tocase representar por imposición de ese infame al que recordaba el otro día), poeta e investigador, cinéfilo desde la cuna, una de esas personas que no ha perdido el entusiasmo ni las ganas por experimentar como espectador, quien a pesar de la mucha morralla a la que teníamos que enfrentarnos en nuestra tarea cotidiana de repasar la cartelera (y de algunos escaqueos gloriosos, todo hay que decirlo) la asumía con interés y oficio, sabiendo argumentar y exponer sus impresiones, con un conocimiento casi enciclopédico de cualquier cosa que en algún lugar hubiese sido proyectada en una pantalla. Y aunque fue una conversación rápida, de apenas unos minutos (en los que tuvo tiempo de alabar la escritura de Pablo en 24 horas de un periodista desesperado –y Miguel no es de los que regala elogios: con permanecer callado resulta elocuente), el cine ocupó gran parte de las palabras que cruzamos, que si ve Madres de película en cualquier librería por la que pasa, que si ya estamos con un nuevo proyecto, que si él también anda envuelto en otros (y retrasando sine die su esperadísimo estudio sobre el musical), que si tal que si cual. Porque, entre otras cosas, Migueliño (como me gusta llamarle) es editor de libros que buscan celebrar y compartir esa bendita afición que es la cinefilia y no hace demasiado pidió nuestro concurso para un volumen que tituló Vivir el cine. 120 películas que no podrás olvidar, en el que un buen número de personas relacionadas con el séptimo arte o amantes del mismo seleccionaba las 25 cintas por las que no puede dejar de consumirlo; por esas cosas que me suceden con la informática, no sé dónde diablos puse mi lista, pero recuerdo que no faltaban Lo que el viento se llevó (1939) –la amé antes de verla por lo que me contaba la tía Carmen, porque Chari, la peluquera de las mujeres de la familia, me prestó el libro, porque la vi en pantalla grande en los Cines Madrid con los tíos y le rendí pleitesía desde el primer fotograma-, Sonrisas y lágrimas (1965) –también la vi a todo tren, en el Palacio del Progreso (hoy Teatro Nuevo Apolo), al que acudimos en plan excursión (mis hermanos, los hijos de una de las señoras a cuya casa iba a limpiar la tía Carmen, mis primos, mi abuela), causa primordial de que adore el musical como lo sigo haciendo- o La vida es bella (1999) –pocas veces he entrado a la sala con una idea preconcebida y he salido pensando lo contrario con tanta contundencia: ¿quién iba a pensar que el pasayesco Roberto Benigni me conmovería de esa manera?-.

   Cuando Pablo y yo le hicimos llegar nuestras listas, Miguel dijo que eran muy certeras, muy bien armadas, muy eclécticas, pero se extrañó de que entre mis elegidas estuviese El coloso en llamas (1974), a lo que sólo tuve una pregunta que hacerle: “¿No me has pedido las películas por las que amo el cine?” y, ante su respuesta afirmativa, le dije que posiblemente soy el que soy gracias a que los tíos (como tantas veces, como siempre) me llevaron con ellos al cine Proyecciones cuando se estrenó en España y yo apenas tenía cinco años; por lo tanto, como de bien nacidos es ser agradecidos, no podía obviar un filme que aún ahora me cautiva y al que regreso con aquella mirada escudriñadora y virgen con que lo observé por primera vez. Las películas más votadas merecen su propio capítulo, presentada cada una por alguien que la hubiese seleccionado y contase el porqué de su fascinación por ese título y otras muchas también aparecen esbozadas en unas cuantas líneas; para los textos importantes, Miguel quiso que Pablo presentase Eva al desnudo (1950) –también incluida en mi listado- y, sabiendo mi implicación emocional con ella, me pidió que yo hiciese lo propio con Matar un ruiseñor (1962); y ahora que llegan los fríos y que es tan acogedor quedarse en casita, compartiendo con Pablo la ceremonia de sentarse frente a la pantalla, a salvo de todo, sin necesitar nada ni a nadie más, y disponerse a hacer otro viaje con el que engrandecer nuestra alma, quiero compartir con vosotros ese texto en el que no habla el experto en cine, habla el amante del mismo, el espectador que sabía que entre él y las imágenes se establecía una unión imperecedera, mi siempre vívido recuerdo del día en que conocí a Atticus Finch (para saber a qué otros títulos voté, como para conocer la elección de Pablo, haced como yo, es decir, hojear el libro).

 Hay películas con las que uno vive en un permanente rencuentro, volviendo a sus fotogramas cada cierto tiempo, añorándolas cuando el paréntesis entre un visionado y otro se antoja demasiado largo; y lo más curioso no es que uno reafirme sus impresiones, que éstas se muestren imperecederas o se hagan más sólidas, o que hagamos una nueva lectura condicionada por lo que vamos viviendo y aprendiendo: lo más destacable de ciertos títulos es que nos hacen volver a sentir niños, que los contemplamos con la misma emoción, el mismo temblor, la misma capacidad de sorpresa que teníamos cuando nos dejamos cautivar por ellos aquella ya lejana primera vez.

   Como tantos niños de mi generación, no he podido ser otra cosa más que un cinéfilo (en su primigenia y bellísima acepción de amante del séptimo arte, no como sinónimo de falsa y pretenciosa erudición que menosprecia a los espectadores), aunque en mi caso lo tuve un poco más fácil: al margen de la fantástica programación cinematográfica de TVE (sí, era la única, pero, ¿para qué anhelábamos más?) que facilitaba el acceso a casi cualquier título sin importar año de producción, mis padres y, especialmente, la tía Carmen y el tío Miguel me consintieron y alentaron desde que tuve un mínimo uso de razón para que me sumergiese en el mundo de la ficción, en esas historias que me dejaban literalmente pegado a la pantalla (y también a las páginas de los cuentos, tebeos y libros). Y, un buen día, no recuerdo el mes pero sí el día de la semana (miércoles) y tampoco el año exacto pero sí que cursaba sexto de la EGB (por lo tanto, curso 82-83), emitieron Matar un ruiseñor (1962) y el tiempo se detuvo; aunque suene exagerado, ya no volví a ser el mismo.

   Gregory Peck siempre fue mi héroe, una de las muchas herencias directas que he recibido de la tía Carmen (aunque nunca escondió su preferencia como galán por Stewart Granger): ¡Cómo no admirar al actor que encarnaba al capitán Horatio Hornblower en El hidalgo de los mares (1951) o a Jonathan Clark en El mundo en sus manos (1952)! Pero, de repente, conocí a Atticus Finch, personaje que no tenía aura mítica, de aspecto corriente (incluso anodino), padre de familia (viudo a cargo de sus dos hijos), con debilidades latentes (aunque intente camuflarlas dando la espalda a la cámara), o sea, alguien que podría ser mi vecino, mi profesor, uno de los tenderos del barrio,… ¡el tío Miguel! Sí, alguien justo, ecuánime, que no necesita levantar la voz porque destila autoridad (otros muchos sólo se empeñan en ejercerla), que juega contigo pero sólo si es conveniente, si es el momento, dispuesto a ser cómplice de tus trastadas, que sabe ponerse a tu altura para que comprendas lo que has de aprender sin imponértelo, que sabe escuchar y que, por supuesto, no es perfecto aunque a veces te lo parezca. Y cuando contemplo a Gregory Peck moverse con cierta torpeza como si no fuera capaz de manejar su cuerpo de adulto, (como si el niño que está dentro buscase la salida a golpes), enfrentarse a las adversidades tragándose el miedo (dejándolo traslucir en ocasiones), convirtiéndolo en el acicate para seguir adelante, imponer su presencia protectora y amorosa alejada de carantoñas y muestras estruendosas de cariño que en realidad no significan nada (pero cuando abrías los ojos durante tu enfermedad él estaba cerca de la cama), no puedo evitar añorar al tío, con el que vi esta película por primera vez, al que tantas cosas pregunté después, que me regaló el libro de Harper Lee que dio origen a la cinta de Robert Mulligan para que pudiese saber más sobre Atticus, su alter ego sin que él fuese consciente.

   Es imperdonable matar a un ruiseñor porque sólo nos regala su canto, porque no hace ningún mal, porque no causa daños en las cosechas; del mismo modo, no hay excusa que justifique el olvido de esa belleza, de su presencia, de su paso por el mundo. Por eso, cuando algo gusta hay que decirlo y dar las gracias: sin Atticus Finch, tal vez nunca me hubiese dado cuenta de lo mucho que mi tío Miguel hizo por mí y de todas las cosas que les debo a los dos”.