Hace pocos días, nos encontramos en el Mamá Inés (nuestro habitual lugar
de reunión, nuestro refugio, nuestra puesta al día con los avatares
sentimentales de Santi, el simpático y dicharachero encargado –quien tiene
loquito a medio barrio, o más, pero sigue enamorado de la persona equivocada y,
aunque es consciente de ello, no logra soltar las amarras-, nuestro escenario
para tertulias llenas de risas –y para discusiones de altura, que no todo son
frivolidades-) con Miguel Losada, mi añorado compañero de radio y televisión,
uno de los pocos con los que podía hablar sobre cine de verdad (no importaba el
papel que nos tocase representar por imposición de ese infame al que recordaba
el otro día), poeta e investigador, cinéfilo desde la cuna, una de esas
personas que no ha perdido el entusiasmo ni las ganas por experimentar como
espectador, quien a pesar de la mucha morralla a la que teníamos que
enfrentarnos en nuestra tarea cotidiana de repasar la cartelera (y de algunos
escaqueos gloriosos, todo hay que decirlo) la asumía con interés y oficio,
sabiendo argumentar y exponer sus impresiones, con un conocimiento casi
enciclopédico de cualquier cosa que en algún lugar hubiese sido proyectada en
una pantalla. Y aunque fue una conversación rápida, de apenas unos minutos (en
los que tuvo tiempo de alabar la escritura de Pablo en 24 horas de un periodista desesperado –y Miguel no es de los que
regala elogios: con permanecer callado resulta elocuente), el cine ocupó gran
parte de las palabras que cruzamos, que si ve Madres de película en cualquier librería por la que pasa, que si ya
estamos con un nuevo proyecto, que si él también anda envuelto en otros (y
retrasando sine die su esperadísimo estudio sobre el musical), que si tal que
si cual. Porque, entre otras cosas, Migueliño (como me gusta llamarle) es
editor de libros que buscan celebrar y compartir esa bendita afición que es la
cinefilia y no hace demasiado pidió nuestro concurso para un volumen que tituló
Vivir el cine. 120 películas que no podrás
olvidar, en el que un buen número de personas relacionadas con el séptimo
arte o amantes del mismo seleccionaba las 25 cintas por las que no puede dejar
de consumirlo; por esas cosas que me suceden con la informática, no sé dónde
diablos puse mi lista, pero recuerdo que no faltaban Lo que el viento se llevó (1939) –la amé antes de verla por lo que
me contaba la tía Carmen, porque Chari, la peluquera de las mujeres de la
familia, me prestó el libro, porque la vi en pantalla grande en los Cines Madrid
con los tíos y le rendí pleitesía desde el primer fotograma-, Sonrisas y lágrimas (1965) –también la
vi a todo tren, en el Palacio del Progreso (hoy Teatro Nuevo Apolo), al que
acudimos en plan excursión (mis hermanos, los hijos de una de las señoras a
cuya casa iba a limpiar la tía Carmen, mis primos, mi abuela), causa primordial
de que adore el musical como lo sigo haciendo- o La vida es bella (1999) –pocas veces he entrado a la sala con una
idea preconcebida y he salido pensando lo contrario con tanta contundencia:
¿quién iba a pensar que el pasayesco Roberto Benigni me conmovería de esa
manera?-.
Cuando Pablo y yo le hicimos llegar nuestras listas, Miguel dijo que
eran muy certeras, muy bien armadas, muy eclécticas, pero se extrañó de que
entre mis elegidas estuviese El coloso en
llamas (1974), a lo que sólo tuve una pregunta que hacerle: “¿No me has
pedido las películas por las que amo el cine?” y, ante su respuesta afirmativa,
le dije que posiblemente soy el que soy gracias a que los tíos (como tantas
veces, como siempre) me llevaron con ellos al cine Proyecciones cuando se
estrenó en España y yo apenas tenía cinco años; por lo tanto, como de bien nacidos
es ser agradecidos, no podía obviar un filme que aún ahora me cautiva y al que
regreso con aquella mirada escudriñadora y virgen con que lo observé por
primera vez. Las películas más votadas merecen su propio capítulo, presentada
cada una por alguien que la hubiese seleccionado y contase el porqué de su
fascinación por ese título y otras muchas también aparecen esbozadas en unas
cuantas líneas; para los textos importantes, Miguel quiso que Pablo presentase Eva al desnudo (1950) –también incluida
en mi listado- y, sabiendo mi implicación emocional con ella, me pidió que yo
hiciese lo propio con Matar un ruiseñor (1962);
y ahora que llegan los fríos y que es tan acogedor quedarse en casita,
compartiendo con Pablo la ceremonia de sentarse frente a la pantalla, a salvo
de todo, sin necesitar nada ni a nadie más, y disponerse a hacer otro viaje con
el que engrandecer nuestra alma, quiero compartir con vosotros ese texto en el
que no habla el experto en cine, habla el amante del mismo, el espectador que
sabía que entre él y las imágenes se establecía una unión imperecedera, mi
siempre vívido recuerdo del día en que conocí a Atticus Finch (para saber a qué
otros títulos voté, como para conocer la elección de Pablo, haced como yo, es
decir, hojear el libro).
“Hay películas con las que uno vive
en un permanente rencuentro, volviendo a sus fotogramas cada cierto tiempo,
añorándolas cuando el paréntesis entre un visionado y otro se antoja demasiado
largo; y lo más curioso no es que uno reafirme sus impresiones, que éstas se
muestren imperecederas o se hagan más sólidas, o que hagamos una nueva lectura
condicionada por lo que vamos viviendo y aprendiendo: lo más destacable de
ciertos títulos es que nos hacen volver a sentir niños, que los contemplamos
con la misma emoción, el mismo temblor, la misma capacidad de sorpresa que
teníamos cuando nos dejamos cautivar por ellos aquella ya lejana primera vez.
Como tantos niños de mi generación, no he podido ser otra cosa más que
un cinéfilo (en su primigenia y bellísima acepción de amante del séptimo arte,
no como sinónimo de falsa y pretenciosa erudición que menosprecia a los
espectadores), aunque en mi caso lo tuve un poco más fácil: al margen de la
fantástica programación cinematográfica de TVE (sí, era la única, pero, ¿para
qué anhelábamos más?) que facilitaba el acceso a casi cualquier título sin
importar año de producción, mis padres y, especialmente, la tía Carmen y el tío
Miguel me consintieron y alentaron desde que tuve un mínimo uso de razón para
que me sumergiese en el mundo de la ficción, en esas historias que me dejaban
literalmente pegado a la pantalla (y también a las páginas de los cuentos,
tebeos y libros). Y, un buen día, no recuerdo el mes pero sí el día de la
semana (miércoles) y tampoco el año exacto pero sí que cursaba sexto de la EGB
(por lo tanto, curso 82-83), emitieron Matar
un ruiseñor (1962) y el tiempo se detuvo; aunque suene exagerado, ya no
volví a ser el mismo.
Gregory Peck siempre fue mi héroe, una de las muchas herencias directas
que he recibido de la tía Carmen (aunque nunca escondió su preferencia como
galán por Stewart Granger): ¡Cómo no admirar al actor que encarnaba al capitán
Horatio Hornblower en El hidalgo de los
mares (1951) o a Jonathan Clark en El
mundo en sus manos (1952)! Pero, de repente, conocí a Atticus Finch,
personaje que no tenía aura mítica, de aspecto corriente (incluso anodino),
padre de familia (viudo a cargo de sus dos hijos), con debilidades latentes
(aunque intente camuflarlas dando la espalda a la cámara), o sea, alguien que
podría ser mi vecino, mi profesor, uno de los tenderos del barrio,… ¡el tío
Miguel! Sí, alguien justo, ecuánime, que no necesita levantar la voz porque
destila autoridad (otros muchos sólo se empeñan en ejercerla), que juega
contigo pero sólo si es conveniente, si es el momento, dispuesto a ser cómplice
de tus trastadas, que sabe ponerse a tu altura para que comprendas lo que has
de aprender sin imponértelo, que sabe escuchar y que, por supuesto, no es
perfecto aunque a veces te lo parezca. Y cuando contemplo a Gregory Peck
moverse con cierta torpeza como si no fuera capaz de manejar su cuerpo de
adulto, (como si el niño que está dentro buscase la salida a golpes),
enfrentarse a las adversidades tragándose el miedo (dejándolo traslucir en
ocasiones), convirtiéndolo en el acicate para seguir adelante, imponer su
presencia protectora y amorosa alejada de carantoñas y muestras estruendosas de
cariño que en realidad no significan nada (pero cuando abrías los ojos durante
tu enfermedad él estaba cerca de la cama), no puedo evitar añorar al tío, con
el que vi esta película por primera vez, al que tantas cosas pregunté después,
que me regaló el libro de Harper Lee que dio origen a la cinta de Robert
Mulligan para que pudiese saber más sobre Atticus, su alter ego sin que él
fuese consciente.
Es imperdonable matar a un ruiseñor porque sólo nos regala su canto,
porque no hace ningún mal, porque no causa daños en las cosechas; del mismo
modo, no hay excusa que justifique el olvido de esa belleza, de su presencia,
de su paso por el mundo. Por eso, cuando algo gusta hay que decirlo y dar las
gracias: sin Atticus Finch, tal vez nunca me hubiese dado cuenta de lo mucho
que mi tío Miguel hizo por mí y de todas las cosas que les debo a los dos”.