Ya hemos hablado en alguna ocasión de cómo hay gente que llega a un
trabajo sólo por diversión, porque le gusta hacer algo (ver películas, salir y
entrar, ir de acá para allá), personas que no sienten la profesión, no la aman,
no exploran todas sus posibilidades y por desgracia son los elegidos una y mil
veces para ejercerla: auténticos diletantes que sólo buscan su placer, engordar
su ego, codearse con los que les resultan importantes, trivializando el
periodismo, utilizándolo como plataforma, como manera de convertirse ellos
mismos en personajes que despierten interés (y algunos lo consiguen,
precisamente los más anodinos e irritantes, los menos agraciados en el reparto
de talentos). Es, como también hemos dicho no sé cuántos millones de veces, un
auténtico lujo, un privilegio, poder combinar lo estrictamente laboral con el
deleite, con una afición, con una pasión, pero tenemos la fortuna de que
nuestra labor lo sea siempre, puesto que nos pone en contacto con la realidad,
con la sociedad, con personas admirables a las que podemos observar de cerca,
preguntar, aprender de y con sus experiencias, nos amplía horizontes, nos
convierte en testigos, y eso es algo que se vive igual aunque nuestra labor la
ejecutemos detrás de las cámaras, sin intervenir en el micrófono, realizando,
escribiendo, documentando, en definitiva haciendo periodismo (ese que nos cautivaba
cuando veíamos Lou Grant), no
viviendo por y para la fama, sintiendo frustración si no estamos en el lado
brillante (ese que muchas ocasiones es el menos grato, el más alejado de
nuestra vocación, el falso y estereotipado cuarto poder). Durante un tiempo
(demasiado, por fortuna ya muy lejano y sepultado por la indiferencia), formé
parte de un equipo dirigido (es un decir) por un caballerete que sólo buscaba
proyección (y la consiguió: reside en Los Ángeles y su forma de trabajar es
acariciar el lomo de cualquier multinacional, vendiéndose al mejor postor sin
importar que sus contradicciones a la hora de hacer críticas sean notorias) y
que obligaba a los demás a emitir opiniones al dictado, según conviniese para
quedar bien con los estudios, sin tener en cuenta, por ejemplo, que yo tenía la
inmensa fortuna de participar cada semana en el programa de Beatriz Pécker, en
el que era totalmente libre para exponer y justificar mi criterio a la hora de
aplaudir una película o menospreciar otra (aunque, claro, con los porcentajes
de audiencia que teníamos en aquel canal –los que aún son menores en la
actualidad, por mucho que aguanten ahí encastillados, orgullosos de no sé qué,
debiendo miles de nóminas-, en realidad la mayoría de los que decían seguirme –incluso
para hacer lo contrario a lo que yo aconsejase (es la mejor manera de hacer
caso a gran parte de las críticas, incluidas las propias)- lo harían en RNE) y,
por lo tanto, el truco quedaba la vista a las primeras de cambio; este señor (de
buena familia, pero sin haber aprendido la exquisita educación de su padre o la
naturalidad y sencillez de su madre –ambos excelentes personas, puedo dar fe-) sólo
sabía crear tensión, tener a todo el mundo nervioso, tenso, no entendiendo otro
respeto profesional (el que jamás podrá ganarse) que el de ser temido, haciendo
repetir programas si no le gustaba algo de lo que decía alguien al que manejaba
cual si fuera Doña Rogelia, por lo que no era nada grato (pero hay que pagar
facturas, llenar la nevera) ir cada semana a entregarle lo que nunca olerá ni
de lejos (profesionalidad, oficio, disposición, conocimiento), lo que provocaba
que algunos componentes del equipo no lo considerasen un verdadero trabajo y
exigiesen su diversión, su entretenimiento, “porque para eso no hace uno radio
y televisión” (nunca entendí muy bien este proceso mental, pero se reproducía
como por esporas); sólo dos o tres aceptaban las reglas del juego (las que por
desgracia tan habituales son en cualquier lugar) y se aplicaban con esfuerzo y
pericia, intentando sacar lo mejor de sí mismos y de lo que debíamos hacer (a
pesar de todo, no sé qué tienen las cámaras y los micrófonos, estés en el lado
que estés, que logran hacerte olvidar durante un rato los malos rollos, los
dolores, cualquier nubarrón que ensombrezca el ánimo).
Y sé que, como es habitual, me he explayado con algo que está lejos de
mi objetivo de hoy o, en realidad, no tanto; resulta que he podido leer el
libro Yo he visto cosas que vosotros no
creeríais del querido y admirado Federico Volpini y, al margen de pasármelo
de miedo con su manera de reinterpretar algunas películas, con su ojo avizor
para el detalle en apariencia más insignificante que termina por imponerse al
espectador avezado, he podido reafirmar unas cuantas impresiones sobre este a
pesar de todo noble oficio de cronista de cine. Hace unos meses, cuando se
celebró aquel encuentro en el Teatro Calderón de Madrid (me niego a cambiarle
el nombre) sobre la prensa cinematográfica, pude constatar, al ver los grandes
nombres que me acompañaban en el vídeo en que relatábamos alguna experiencia
vivida durante el ejercicio de la profesión (es inevitable que se cuele algún
intruso al modo de aquel que antes decía, pero hay que felicitar a El Duende
por la selección que llevó a cabo -y no por mí, desde luego, y no es falsa
modestia, sino por los muchos buenos que allí se daban cita-), y comprobar que,
con la excepción de Isabel Ruiz Lara (otra que sabe “un puñao” y que realmente
goza y ama el cine), los que, de alguna manera, representábamos a RNE, éramos
personas que estábamos fuera, que por unas razones u otras ya no formábamos
parte de sus filas y que, en realidad, el cine siempre ha estado muy maltratado
en la emisora pública, bien relegando los programas a horas infames (aunque
gentes como Javier Tolentino siguen destilando su buen hacer contra viento y
marea), bien considerándolo un asunto menor (aunque la entrañable Teresa
Montoro o la propia Isabel le den la importancia debida y el buen trato
necesario desde sus parcelas), bien dando cancha a voces que no transmiten
entusiasmo o pasión, que se enredan en su verborrea sin decir nada concreto (mejor
me callo y que cada cual ponga los nombres que considere oportunos), bien
dejando que el programa insignia que, se supone, demuestra el compromiso del
antes ente ahora corporación con el séptimo arte esté en manos de una persona
sólo preocupada de estar cerca del foco, pagada de sí misma, que silencia a
cualquiera que no le baile el agua, que da escasa importancia al contenido que
espera el cinéfilo, el amante del arte, el verdadero aficionado, sólo en aras
de lo que permite mantener su tono de charla intrascendente y etérea (triste
espejismo el del pasado año en que, aunque no fuese un experto en la materia,
la dirección del espacio recayó en un buen periodista quien, en la medida que
pudo, intentó conformar un equipo con voces llenas de conocimiento –es decir,
Teresa Montoro e Isabel Ruiz Lara, de nuevo-).
Por fortuna, Modernito Books, uno de esos pequeños sellos que sigue
buscando, explorando, publicando firmas que no tienen cabida en las falsa y malamente
consideradas editoriales importantes porque no escriben clones de éxitos
pasados, libros repetitivos que inundan las librerías y que mantienen cautivo
al público (no se le da opción de elegir, no se estimula el perderse entre
estantes y anaqueles a la caza de ese volumen que se aferre a nuestra mano,
todo es Dan Brown, Julia Navarro, Nieves Herrero, sombras de Grey invadiendo la
vista y el espacio, no se promociona la variedad), nos regala un puñado de
reflexiones del gran Federico, un viaje del que uno no sale indemne porque o
quiere revisar aquella cinta que vio hace tiempo o conocer esa otra cuya
existencia acaba de descubrir/recordar o pensar sobre alguno de los múltiples
pensamientos certeros, personales, volpinianos, fruto de años de amor por el
cine, de afán por seguir conociendo y aprehendiendo sensibilidades, opciones,
avatares, de seguir jugando, emocionándose, enfadándose, de no perder el alma
de espectador y saber entrelazarla con la del crítico, el estudioso, el
cultivado. Federico sabe elegir la palabra precisa, economiza al máximo pero
sugiere múltiples significados, es erudito sin excluir, sin ponerse por encima,
es un amigo que discute con entrega sobre lo que adora, que argumenta con
contundencia, que nos devuelve las ganas por ver y hablar sobre cine, que sabe
latín y lo que no sabe no le importa reconocerlo y preguntarlo, que es el primero que quiere ser sorprendido, cautivado, abducido por lo que ve en pantalla, que es muy
generoso porque comparte esas cosas increíbles con los demás y, al ser contadas
por él, todas son verosímiles, vívidas, inolvidables.