Sin duda, una de las máximas conexiones que pueden darse con un escritor
(yo diría que es la que verdaderamente propicia que nos dejemos abducir por sus
palabras) se produce cuando, sumergidos en la lectura, sentimos un maravilloso
y revelador escalofrío y, por un lado, nos parece que se está dirigiendo sólo a
nosotros, nos toca fibras, invade rincones, pulsa teclas que creíamos dormidas
o que no conocíamos, nos sacude, nos hace sentir en comunión, reconocemos
aquello que narra y, por otro, pensamos que, de alguna manera, aunque hable de
otra realidad, de otra época, de su intimidad más recóndita, de sus sensaciones
más profundas y personales, ese texto podríamos haberlo escrito nosotros porque
nos retrata, nos incumbe, nos apela, nos contiene. Aunque conocía a Ovidio
Parades porque era oyente del último programa de radio en que he participado,
aunque me dijeron (pero como de pasada, sin darle importancia) que nos había
citado en su blog (uno de los más visitados y recomendados: El extraño viaje –y
ese título ya me sirvió como anticipo, como seña de identidad: no todo el mundo
conoce y venera una de las obras maestras debidas a Fernando Fernán Gómez-) y
que el texto aparecía en un libro “del que tal vez deberíamos hablar”, no fue
hasta que contactamos directamente por Facebook cuando me interesé por sus
escritos y cuando, al tener entre mis manos el volumen homónimo de su blog, me
parecía que eran mis recuerdos, mis vivencias, mi familia, mi gente, aquello de
lo que se hablaba en la primera parte; luego vendrían las divas, la música, el
teatro, y, claro, la literatura, para completar el cuadro, para experimentar la
epifanía de encontrarme ante un alma gemela, una de esas personas con las que,
en el tercer minuto, compartes un código restringido, parece que te conoces
desde siempre, con la que puedes saltarte fases previas para ir al meollo.
Ovidio sabe captar el detalle, el olor, la temperatura, lo evanescente, lo
inaprensible, lo imperceptible, lo que queda aposentado en un rincón del alma
(esa canción que, como dijo la gran señora María Dolores Pradera –uno de los
muchos cultos de los que somos cofrades- nació siendo “de toda la vida”), esas
pequeñas cosas (ahora toca a Serrat, otro que tal –si me pongo a enumerar
nuestros dioses tardaré muchas horas en escribir-) que nos conformaron, que nos
definen, que nos han imprimido carácter, esas que, transformadas, reubicadas,
asumidas, siguen presentes, esos pellizcos de nostalgia, esas lágrimas que
aúnan alegría por lo vivido y tristeza por lo irrepetible, esos vuelcos de
corazón, esos estremecimientos que a veces no logramos expresar pero que saben
interpretar los que no los reprimen, los que no pueden (no podemos) reprimir el
vicio de vivir, los que se dejan atrapar por la emoción y le dan rienda suelta.
Leer a Ovidio es dejar que una voz amiga te hable al oído, te masajee el
espíritu, apele a tu inteligencia para seguir haciéndote preguntas, te abra los
ojos para no ignorar nada, para no arrinconar lo que, visto ahora como
intrascendente, puede ser necesario dentro de poco y, entre medias (como
auténtica columna vertebral de su sentir), los libros, las películas, el
teatro, los actores (sobre todo, al igual que nos sucede a Pablo y a mí, las
actrices), los viajes, el afán por conocer, una permanente curiosidad jamás
saciada y, como pieza clave, como epicentro, como punto de partida y retorno,
el amor por su madre (también por el resto de la familia, pero ella, esa mujer
a la que todos sus lectores no podemos sino querer, admirar y adorar, es su
motor, su savia, la energía que bombea su sangre) y por Íñigo, su marido, su
compañero, su cómplice, su refugio, su piedra angular (los que me conocen
estarán comprobando que, con mínimas variaciones, me parece estar hablando de
mí mismo).
Ahora llega a las librerías el tercer volumen compuesto por escritos que
aparecieron primero en su blog, Vivir en
los cafés (editado por Trabe, igual que los anteriores y que su novela El tiempo que vendrá), y de nuevo
estamos en su universo, ese que no deja de expandirse, ese que es el nuestro,
da igual que hable de lugares en los que no hemos estado (La Santa), de otros
en los que sí (una exposición en la National Portrait Gallery de Londres) o del
imprescindible ritual de ver Sábado cine (prepararse
para la película era tan o más emocionante que el filme en sí), es lo mismo que
no coincidamos con su apreciación sobre una película o un libro, el caso es que
con Ovidio se puede dialogar, discutir (en el buen y verdadero sentido del
término), conversar apasionadamente, porque es alguien que argumenta, que
conoce lo que ama, que expresa su propia opinión, que no da nada por sabido ni
por hecho hasta que lo experimenta. Si me permiten la mención personal,
resaltaré su agudeza como crítico, su olfato como lector, su sensibilidad como
persona recordando las palabras que dedicó a 24 horas de un periodista desesperado, la novela de Pablo: él, que
debió reconocer a muchos de los personajes, que sabía algo sobre su gestación y
realidad, se centró en lo que precisamente es el verdadero logro de Pablo como
escritor, la parte familiar, la íntima, la que construye y explica al personaje,
fue tan generoso como de costumbre con el trabajo de los demás (y sincero y
apasionado: regala elogios sólo a quien considera merecedor de ellos y, por lo
bien que los explica, demuestra que se los ha ganado) e hizo gala de su
discreción porque, ni en privado, ni por broma, ni por frivolizar o
chismorrear, por echar unas risas, jamás ha preguntado en privado por esto o
por aquello, quién es éste o cómo pudo suceder lo de más allá, quedándose con
su inteligente y cuidada lectura. No puedo detenerme en un apartado u otro, en
este escrito o en aquel, porque su unión en Vivir
en los cafés demuestra precisamente eso, que no son hojas volanderas,
recortes, una ocupación para un rato de ocio, que los escritos de Ovidio para
El extraño viaje forman parte de un conjunto, de una voz narrativa, de una
manera de entender y enfrentar el mundo y que en un momento concreto nos
interesará la nueva aventura protagonizada por Francesca o rememorar un día de
Reyes y en otro aquella chica que se sienta a fumar en un banco al salir del
supermercado o esa tarde en que el mundo se detuvo en torno a una taza de café.
Para los que aún no sepan bien quién es Ovidio Parades, nada mejor que concluir
con una de las frases que él selecciona como preámbulo, ya que en esas
preferencias queda uno muy bien definido, y porque, para remate, supone citar a
la gran Clarice Lispector: “Soy una persona que tiene un corazón que a veces
comprende, soy una persona que ha pretendido poner en palabras un mundo
ininteligible y un mundo impalpable. Una persona cuyo corazón late de alegría
ligerísima sobre todo cuando consigue decir en una frase algo sobre la vida
humana o animal”. Ésa es la tarea de cualquiera que intenta juntar unas
palabras y comunicarse, ése es sin duda uno de los logros de Ovidio Parades,
una de esas personas que necesitas en tu vida y puedes considerar amigo a pesar
de la distancia y sólo haber visto en una ocasión (eso sí, nos sentamos en el
Mama Inés, el café de tantas tardes y noches en Madrid, para echar un rato de
charla agradable, repleta de guiños y complacencias).