Sigue siendo un momento mágico ese en que una lectura te lleva a otro
momento, a otro lugar, a otro clima, te hace olvidar quién eres e incluso te
cambia el ritmo de los latidos; no hace mucho, Ovidio Parades (del que dentro
de muy poco hablaremos en este blog largo y tendido, como él merece y su obra
propicia) recomendaba la película El
último concierto y hablaba también de esta sensación: en las calles va
languideciendo el verano, en la pantalla es pleno invierno, y durante la
proyección sientes algún escalofrío porque es como si estuviera nevando en la
sala, como si la temperatura, incluso la anímica, descendiese al ritmo que
marcan las imágenes. Es una de las muchas enseñanzas que uno se lleva del gran
maestro Javier Lostalé, ese magnífico profesional, necesario poeta, excelente
persona, añorado compañero, una de las pocas personas realmente buenas,
benignas y benéficas con las que he tenido el honor (porque lo es, porque es
humilde más allá de cualquier definición, porque siempre ayuda y te hace
mejorar, porque derrocha sensibilidad, buen gusto y amor por las palabras) de
compartir micrófono, esa persona a la que algún mediocre ha utilizado, vejado,
insultado, de la que ha fagocitado contactos, prestigio, buen hacer (sin
merecer ni alcanzar ninguno, pero sí consiguiendo unas ventosas que le hacen
imperecedero), de la que ha heredado un programa que no merece y que ha
transformado en una melosidad insustancial sin encanto ni contenido, ese
poetastro huero que habla de libros que no ha leído (y alardea de ello), que
confiesa públicamente que no lee novelas y no se recata en ejercer como crítico
literario: Javier Lostalé gusta de habitar los libros, introducirse en ellos,
establecer un diálogo, ser parte de lo que narran, de lo que sugieren, de lo
que transmiten, transformarse después de la lectura (siempre y cuando lo
escrito merezca la pena: tiene unos de los olfatos más finos, agudos y certeros
que conozco a la hora de detectar menús exquisitos para los lectores ávidos).
Desde siempre, si una lectura me absorbe pasa a mi mundo onírico, rara es la
vez que no aparece en mis sueños, de una forma u otra, el avatar literario que
en ese momento me esté invadiendo; del mismo modo, como decía al principio, experimento
las temperaturas a que se enfrenten los personajes, por mucho que en casa, en
la calle, haya otra bien diferente.
Hace unos días, en estos coletazos que aún da el tórrido y se me antoja
que muy largo verano, pasé mucho frío, incluso demasiado, tan extremo como el
calor alcanzado tantos días de julio y agosto, ya que me enfrenté a una de las
tormentas de nieve más peligrosas, intensas y terroríficas que se recuerdan en
Noruega, la culpable de que los pasajeros de un tren se encuentren aislados en
el hotel de montaña llamado 1222 porque esos son los metros de altitud que le
separan del mar y ese es, precisamente (1222),
el título de una estupenda novela de Anne Holt, nuevo acierto de esa colección
que no me canso de recomendar al aficionado al género y al que no lo es (porque
estoy convencido de que si se asoma a alguno de sus volúmenes va a convertirse
al culto), la apasionante Roja y Negra de la editorial Mondadori. En un
escenario propio de Agatha Christie, y sin ocultar la referencia a Diez negritos (aunque el tren, la nieve,
la imposibilidad de huir, el conocimiento de que el asesino debe seguir muy cerca,
el investigador que no querría ni debería estar ahí, todo nos lleva a pensar en
otra de sus producciones más recordadas y perfectas: Asesinato en el Orient Express), la reputada autora noruega recurre
una vez más a su personaje Hanne Wilhelmsen, para construir una trama
claustrofóbica, a contrarreloj, con muchos meandros, con muchos interrogantes,
muy bien resuelta y que le sirve para hablar (como siempre sucede en los grandes
títulos del género) de la situación política de su país, de la realidad del
momento, pero sabiendo colocarla en un segundo plano para primar el misterio,
la angustia, el perfecto dibujo de personalidades que se ven obligadas a
compartir espacio mientras algunas personas van apareciendo muertas. Aunque es
el octavo libro de la serie (por desgracia, sólo otros dos están traducidos),
es la primera vez que me encuentro con su personaje más popular (aunque tiene
una segunda serie, la conocida como “de Vik y Stubo”) y ha supuesto todo un
hallazgo, ya que la he conocido en el momento en que está retirada del servicio
activo (era policía), tras haber quedado parapléjica después de un arresto que
devino en tiroteo, cuando lleva años intentando huir del mundo, amargada,
cáustica, anacoreta, asocial, pero es la primera en reconocer sus defectos y en
comprender que nadie la soporte; al narrar en primera persona, Holt no refrena
su ironía, su rebaba, su menosprecio, lo que dota a la narración de un brío
desacostumbrado, que concede momentos para la sonrisa cómplice, que sirven para
dejar aún más clara la agudeza de Hanne, su capacidad para radiografiar almas, su
manera de reunir piezas y comprender sentimientos, su pericia para encontrar
respuestas, todo ello sin hacerse la simpática o mostrar un comportamiento que
se atenga a las normas más básicas de educación, permitiéndose cruzar los
límites más íntimos puesto que finge desconocerlos para, de este modo,
aprovecharse de la vulnerabilidad de los demás, pillarles siempre en
desventaja.
Y al margen de pasar unos ratos inolvidables sumergido en la lectura,
intentando desenredar la madeja que Holt sabe trenzar sin que el pulso le
tiemble, quedando boquiabierto ante los porqués (sin ser capaz de hallar la
solución, en el fondo más a la vista de lo que parece, pero muy bien
escamoteada por la autora –sólo puedo ponerme una medalla: una pregunta
martilleaba mi cabeza desde que se descubre el primer cadáver y los personajes
que deben asumir la tarea de descubrir quién ha cometido el crimen no se la
hacen hasta la mitad del libro-), sentir lo gélido del ambiente que describe,
ese buscar abrigo, algo en lo que cobijarse, el alivio del calor, notar cómo la
sangre vuelve a circular, cómo el cuerpo pierde su agarrotamiento, me hizo
evocar aquellas noches de mi infancia en una casa humilde que, con grietas,
humedades, piso bajo que da a un patio de paso (o sea, como si fuese la calle),
hacía casi imposible el mantenerla caliente, pero disfrutando de la calidez de
las personas, en torno al radiador, con pijama y bata, pasando la velada
gracias a una película, una serie, aquellos programas divertidos, interesantes,
curiosos, o las tardes de lectura después de hacer los deberes, feliz por
disfrutar con mi afición, espoleando la imaginación, acariciando el lomo,
mirando hacia la librería buscando nuevas propuestas, aventuras que iniciar, me
sentía la persona más plena del mundo (la misma que soy ahora cuando Pablo y yo
nos sentamos en el sofá, nos cogemos de la mano, nos arrebujamos en la manta
que compartimos si es invierno, disfrutamos del alivio del aire acondicionado
si es verano, y viajamos juntos a ese país que siempre está dispuesto: el de la
ficción).