Creo
que ya me he lamentado alguna vez de la ausencia de verdaderos maestros,
personas que se convierten en tus referentes, que te aportan conocimientos
pero, sobre todo, inquietudes, preguntas, afán por saber, que transmiten el
constante aprendizaje que es la vida, que no dan nada por sabido, que no
quieren que cacarees datos y más datos memorizados, que te enseñan a aplicar, a
recurrir, a enriquecer constantemente el único equipaje que deberíamos
preocupar de llenar; me sobran dedos de las manos (y, por fortuna, debo
recurrir a los de las dos –algo es algo: han sido unos cuantos) para recordar a
aquellos que me ha ayudado a ser quien soy, que me han cimentado, que me han
consentido caminar bajo sus auspicios, que despejaron muchas incógnitas (y algo
aún mejor: me dieron herramientas para hacerlo yo solo). En esa nómina tan
especial no puede olvidárseme Bernardino M. Hernando, el gran periodista, el
cultísimo profesional, entrañable e inquieto, un profesor que citaba a sus
alumnos en su casa en alguna mañana de un fin de semana (en grupos de ocho o
diez, no más) para conocerlos fuera de las aulas, para saber algo más sobre
ellos, para que no fueran meros nombres en los ejercicios a corregir o en las
actas que reflejaban las calificaciones; tuve (tuvimos, sé que no soy el único
que lo piensa) la inmensa fortuna de que fuese uno de los encargados de
impartir una de las asignaturas del primer año de Facultad, en concreto
Redacción Periodística, una de las básicas, de las necesarias, de las pocas lógicas
en medio de ese marasmo llamado programa que siempre se ha padecido en una
carrera hecha a parches. Cuando apenas empezábamos a estar ubicados, cuando aún
andábamos convenciéndonos de que éramos universitarios, cuando todavía teníamos
muchos estereotipos en la cabeza a los que considerábamos reales (con el tiempo
se demostraría que algunos lo eran y que incluso la ficción se quedaba corta),
Bernardino soltó en clase lo que todos recibimos como una bomba: “Por mucho que
os digan, la objetividad no existe: es una utopía”; ante el lógico estupor (que
él esperaba e incluso deseaba provocar), ante el murmullo incesante de los que
veíamos desmoronarse el castillo de naipes mental con el que llegábamos, empezó
a explicar cómo resulta imposible alcanzar ese estado, y aunque pueda sonar
ridículo, citó un episodio de una de las series televisivas de Hitchcock
–precisamente uno dirigido por el mago del suspense- en el que ninguno de los
testigos de un accidente miente conscientemente, pero ninguno cuenta la verdad
total, ya que cada uno ha visto el suceso desde un ángulo y han interpretado –y
de algún modo manipulado- sus percepciones (si la memoria no me falla, en
España fue titulado como Yo lo vi todo).
Ése fue el momento en que nos dio unas cuantas pautas que he intentado no
olvidar jamás, bien sea escribiendo, delante de una cámara o sentado frente al
micrófono en la radio: hay que ser honesto, ecuánime, olvidar nuestras
pasiones, basarnos en los datos que tenemos, reconocer lo que ignoramos, en
definitiva, informar, que es lo que se supone que debemos hacer, lo que se
espera que hagamos, aquello por lo que nos pagan, no personalizar, no arengar,
no catequizar, no calificar, no ideologizar (ya vendrían géneros en los que uno
debe involucrarse más, pero sin perder de vista estos parámetros) –puedo
imaginarme a Bernardino llevándose las manos en la cabeza ante el desolador
panorama actual en el que, precisamente, prima y se potencia todo lo
contrario-.
Hay palabras que se llevan mal con el artículo determinado, términos que
conviene matizar las veces que sean necesarias, que no pueden ser absolutas, que
algunos esgrimen como armas arrojadizas contra otros y en realidad todos ellos
la arrastran, la emponzoñan, la pervierten, la humillan, la ignoran, tan sólo quieren
apoderarse de su contenido, ser considerados los abanderados de la misma; no
puedo evitar sentir un escalofrío paralizador, cómo el miedo se asienta en mi
estómago, cómo el vértigo me vence cuando escucho a tanto vocinglero a sueldo
de templo y cuchillo que se hace llamar periodista, a tanto estómago
agradecido, a tanta marioneta, a tanto impune, alardear, exigir, anunciar,
hablar de LA verdad (la suya, que en ocasiones se sustenta en un cúmulo de
argumentos torticeros que los hechos se encargan de negar). Inscribiéndose en
una corriente necesaria de revisionismo, de autocrítica, de desmitificación, de
análisis, de aprender de los errores, Neil Gordon ha trenzado un absorbente
thriller llamado Los que te rodean,
que en España presenta el sello Alevosía, novela que ha servido como base para
la muy esperada nueva película de Robert Redford como director (en la que
también se ha reservado el personaje principal), la cual, recién estrenada en
EEUU, llegará en breve a nuestras pantallas con el anodino título Pacto de silencio; ahora mismo está en cartel en Madrid la errónea versión que José
María Pou ha dirigido de un texto capital para comprender un poco mejor cómo se
desencanta una nación, cómo se ve sin salidas, cómo se siente morir, cómo se
abandona a su suerte: Los hijos de
Kennedy, obra que merecía mejor suerte, otro ejemplo de la manera en que en
EEUU (aunque no parezcan aprender de los errores) pasan la lupa sobre
acontecimientos que en algunos casos aún son heridas supurantes, llagas que no
se han cerrado por demasiado recientes, catástrofes políticas que
desencadenaron dramas sociales, convulsiones, dolor y muerte. Aunque hay
asuntos de los que prefieren no hablar y sobre los que no les gusta que nadie
venga a enmendarles la plana, aunque vendan su cualidad de demócratas más allá
de la etiqueta política como si fuese la razón de ser de todos y cada uno de
los estadounidenses (y llegue a hablarse de “la” democracia –de nuevo-, como si
no hubiese otra –y es tan imperfecta como las demás, aunque sea envidiable en
muchos aspectos-), Neil Gordon ha cosechado un gran éxito en su país ya que, al
margen de hablar directamente a los que vivieron determinados sucesos (o a los
herederos de los mismos), acierta al recubrir su acerada, despiadada e
inmisericorde crítica (sea dicho porque no se casa con nadie ni ahorra
epítetos, no por exagerada) con las trazas de una novela de espionaje, al
situar en el epicentro la eterna pregunta de “¿conocemos realmente a los que
consideramos íntimos?”, poniendo especial hincapié en el matiz “¿sabemos
quiénes son (fueron) nuestros padres?”.
Si la adaptación está a la altura del original, podemos anticipar uno de
esos filmes con sabor clásico (por el que tanta querencia tiene Redford como
cineasta, acierte más o menos, ese toque que le sirvió para convertir su ópera
prima, Gente corriente (1980), en una
obra maestra que no hace sino crecer con el paso del tiempo), aunque tras la
campaña de desprestigio sufrida con Leones
por corderos (2007), en la que descargaba toda la artillería contra
aquellos que se consideran salvadores y garantes de palabras cuya enormidad
resalta aún más su enanez moral, su carácter miserable, su abyección sin
límites, tal vez se lo haya pensado mejor, aunque uno quiere pensar que no y
por eso ha elegido la obra de Neill Gordon. Manejando gran cantidad de
información que enriquece los personajes y el escenario trazado (tal vez sólo
en el colofón, a la hora de colocar todas las piezas, se ponga un tanto
didáctico o, al menos, demasiado prolijo y, sin embargo, no narre algunas
escenas que el lector esperaba), Gordon sabe alternar las diferentes voces
narrativas (al modo de Wilkie Collins, la historia es polifónica, explicando
cada uno lo que sabe, dinamitando una y mil veces la historia oficial,
aportando reinterpretaciones) e introducir con mano firme los bandazos, los
giros, las sorpresas, como si el lector fuese el receptor primigenio de los
emails que estructuran la historia; y en el camino hay tiempo para revisar
muchas cosas, para sacar las vergüenzas de la CIA, del FBI, de las diferentes
administraciones que no evitaron, promovieron, no supieron qué hacer con
Vietnam, para preguntarse por qué protestar contra ciertos crímenes cometiendo
otros es visto con buenos ojos por los que alientan o llevan a cabo su comisión
en nombre de quien no tienen el gusto de conocer (robo la frase al gran
Serrat), por los que defienden una causa a base de desmanes parejos a los que
se enfrentan, cómo es posible abusar del idealismo, de las buenas intenciones,
del deseo de cambio de muchos para que unos cuantos se mantengan en el machito
pisoteando y vulnerando aquello por lo que afirman luchar, la perversión de
términos que, según el contexto o hacia (o contra) quién se dirijan, tienen un
sentido o el diametralmente opuesto, la nula reflexión a la que invitan los
dirigentes de cualquier corriente, el fanatismo reduccionista que continúa
alimentando el caos. Sin duda, una lectura muy estimulante, que hace
reflexionar, que no da nada por sentado, que no comulga con ruedas de molino.