jueves, 4 de febrero de 2016

LA EXPERIENCIA DE UN NOVATO





   Resulta imposible resistirse a comenzar este texto escribiendo “yo conocí a un embajador”, remedando el archipopular inicio de aquella película que nos invitó a soñar (Memorias de África) y nos descubrió a una autora portentosa (Isak Dinesen), ese estremecimiento sentido en los primeros segundos de proyección (como tantas veces), ese refrendo de que habíamos escogido bien porque lo íbamos a pasar en grande (y, como remate, después llegaron los libros), esa fascinación que todavía perdura y difícilmente podrá apagarse. Pero no me apetece demasiado hablar sobre esa persona (todo un caballero, un auténtico señor, gran conversador, erudito sin presumir de ello, poseedor de una cultura amplia y sin prejuicios) porque hacerlo me obligaría a recordar cómo y mediante quién le conocí y, honestamente, hay episodios que conviene sepultar bajo una alfombra tupida y pisar bien fuerte para reducirlos a su mínima expresión (sí, ahí se quedan rumiando, enquistándose, no desaparecen, pero una gruesa capa de olvido propicia que el lastre no parezca tan pesado y que a ratos aquello se perciba más como una pesadilla recurrente que como una vivencia desagradable -más negativa que positiva, cuando menos, un suplicio que duró demasiado porque suponía una fuente de ingresos y, como bien sabía y había sufrido Jardiel Poncela, la vida es tan ingrata que abre todos los días las ganas de comer-). Y, por otro lado, más allá de recurrir a una de esas “batallitas del abuelo” con las que tantas veces castigo a los lectores fieles (me escudo en que algunos las reclaman de vez en cuanto para abusar de su paciencia y complicidad más allá de lo tolerable, lo admito), fue una ocurrencia simplona que me vino a la cabeza al encarar la lectura de Cosas que no caben en una maleta, el debut literario de Enrique Criado publicado recientemente por Aguilar, y preparar la entrevista que mantuve con él en días posteriores (no fue muy difícil la asociación de ideas, puesto que el libro se subtitula Vivencias de un diplomático novato en el Congo, tampoco me las voy a dar ahora de brillante o de poseedor de un ingenio vivaz porque no es para tanto -algún que otro truquito aprendido a lo largo de tantos años de oficio, nada más-).

  El libro resume sus tres años como parte de la legación española en Kishasa, la capital de la República Democrática del Congo, un relato sobre el que fue su primer destino importante en la carrera diplomática -es insultantemente joven: en este 2016 cumplirá 35 años, llegó a África con 28-, escrito con distancia -lo redactó cuando trabajaba en Canberra-, con prudencia, con humildad, con sentido del humor, con honestidad, porque en el prólogo deja bien claro que son simplemente los recuerdos y sensaciones que experimentó, intentando reproducirlos en lo más primigenio, sin análisis posteriores, dejando a un lado el aprendizaje posterior, reivindicando su condición de principiante: “Nunca he querido hacerme pasar por uno que no se sorprende por nada, como si todo lo tuviera previsto. He optado por contar con candidez, tal y como me pasaron las cosas, esa es la imagen que he querido transmitir, la de uno que va aprendiendo sobre la marcha. Encontré el tono gracias a "El antropólogo inocente" de Nigel Barley porque es un fantástico libro de antropología en el que el autor no deja de airear sus dudas, sus errores, su falta de conocimiento. Por eso insistí mucho en que el subtítulo hablase de un “diplomático novato”: son impresiones muy personales y reconozco mi falta de capacidad de análisis en ese momento, no quiero ni puedo sentar cátedra”. Por otro lado, Enrique se centra en lo particular, en su condición de testigo de excepción (y de participante, de alguna manera) de uno de los países de África sobre el que menos se ha escrito, más allá del estremecedor e imprescindible El corazón de las tinieblas de Conrad, brillante y vigoroso, una creación literaria en la que jamás aparece la palabra “Congo”: “Estar en el salón de tu casa leyendo a Paul Theroux, el mejor escritor de viajes que existe en mi opinión, que en un párrafo diga que hay un país que siempre ha sido imposible de conocer, Congo, caer en la cuenta de que he tenido acceso a esa información, que me he reunido con el ministro, con el cantante, charlas de media hora con el señor que me echaba la gasolina y me proporcionaba un montón de detalles, pensé que tenía un privilegio y una responsabilidad, tenía que contarlo, intentando que tuviese gracia”, lo que no significa que lo haga trivial o sin contenido. Por un lado, ha evitado el texto arduo y plagado de datos que sólo puede ser comprendido por estudiosos, entreverando la información histórica y política con anécdotas vividas en primera persona: “Intenté que cualquier anécdota particular me sirviese como excusa para hablar de algún asunto: yo no soy el interesante, el lector no me conoce, me limité a utilizar como percha lo más personal para poder hablar de la música, de las relaciones sociales, de la época colonial, del conflicto de los Grandes Lagos,… Puse mi experiencia en el orden más cronológico posible y así fui ligando los temas importantes a anécdotas, reflexiones, sucesos en los que vi involucrado”; por otro, ha conseguido un relato muy vivaz, muy directo, casi como si tratase de un diario, como si lo estuviera narrando en presente, conservando nítidas las sensaciones originales, estableciendo una empatía instantánea con el lector: “Iba tomando notas en el momento y por eso aporto tantos detalles, puedo resultar muy preciso, pero el libro lo escribí en Australia y lo empecé a armar definitivamente cuando, leyendo un libro de Jorge Carrión sobre Australia [Australia, un viaje], encontré una frase de Walter Benjamin en la que decía que ponía su diario en forma de memorias porque no todos los días tenía tiempo de escribir y porque, además, el paso del tiempo clarifica y da contexto. Reuní cinco cuadernitos de notas, así en bruto, tal cual salieron, y ya en Australia comprobé que algunos apuntes eran irrelevantes, mientras que otros merecían un mejor desarrollo, y, siendo honesto, considero que el libro es una buena combinación entre la espontaneidad de algunos sucesos y la reflexión pausada desde la distancia”.

   Es inevitable evocar el conocimiento con el que empecé, puesto que él también ha desarrollado una carrera literaria (Enrique sonríe porque dice que, por el momento, no puede considerarse escritor, habrá que esperar), pero es algo que tampoco le resulta tan insólito: “En nuestro trabajo tenemos que escribir mucho, hay que enviar informes continuamente, pero lo de publicar libros suele venir cuando no se está en ejercicio, cuando se atreven a decir más cosas”; aunque nadie podrá acusarle de contar más de lo debido o de sacar a la luz aquello que no debe ser publicado para salvaguardar negociaciones, negocios, seguridad, intimidad: “Comparto la filosofía de mantener la discreción y no contar detalles que puedan arruinar los intereses nacionales, pero a veces lo que existe es autocensura o miedo a que se hable sobre nosotros, una cierta incomodidad al vernos expuestos. Aunque tampoco es para tirar cohetes, ¿eh?, no olvidemos que tan sólo somos funcionarios y que, por mucho que el trabajo desempeñado te apasione, la aventura está en la imaginación, no en la realidad”. Le digo que esa percepción puede deberse, en gran parte, a la influencia de muchas películas y novelas y Enrique acepta el argumento aunque piensa que la tendencia va cambiando (o debería hacerlo, puesto que los creadores se centran en otras épocas -o escribían bajo los dictados o perspectivas del momento-): “El diplomático aparece mucho en literatura, sobre todo en lo relacionado con la Guerra Fría, si bien es cierto que la mayoría de las veces es un personaje secundario y perdedor, en esos momentos había otros héroes y a él le tocaba ser el frívolo”. En ese momento recalamos en la alegría que desprende Cosas que no caben en una maleta, algo inevitable si se quiere reproducir la atmósfera que rodea a los habitantes de la RDC: “El congoleño siempre encuentra un tono como de diversión, incluso en lo peor siempre hay una luz y eso es lo que he intentado recrear en el libro. La pura verdad es que la gente se lo pasa bien en medio de la tragedia, es su modo de supervivencia: el congoleño medio sabe que gran parte de sus problemas son estructurales, llevan sufriéndolos décadas y seguro que tardarán aún varias más en resolverse, por lo que no puedes exigirle que espere a que en su país no haya grupos armados o se erradique la pobreza para celebrar fiestas. Es cierto que al principio te da rubor pasarlo bien, nos dejamos llevar por la corrección política, llegas con cara de entierro, no te consientes ni una sonrisa, lo que sucede es muy grave, imposible relajarse, pero al final te das cuenta que hay que intentar estar lo mejor posible porque, además, así estás en mejor disposición para intentar solventar los problemas. Se puede ser feliz en lugares muy diferentes, pero creo que la clave es no intentar reproducir en un sitio la vida que llevabas en otro: hay que ubicarse y adaptarse”.

  ¿África transforma tanto como siempre se dice? ¿Se nota su influencia a pesar de llevar unos años lejos de ella? “Es inevitable, es lo que los francófonos llaman "Le Mal D´Afrique", esa especie de nostalgia, de añoranza,… Es algo compatible con vivir maldiciendo cada minuto porque esto no funciona o no comprendes aquello, eres tú el señalado con el dedo por ser “el raro” y eso genera una cierta tensión, igual te tratan a lo estrella al rock como sufres el racismo en propias carnes, pero de una forma u otra te acostumbras a convivir con todo ello: África se te mete muy dentro y es algo que asocio con la intensidad porque todo llega en grandes dosis, no hay términos medios”. Y él lo demuestra en su libro al no dar tregua al lector, al que hace aterrizar como diplomático novato, como persona que debe desterrar prejuicios, aprender realidades, olvidar ideas preconcebidas, manejarse en un hábitat muy diferente al que le es propio, acotar un escenario en permanente transformación: “Por mucho que lleves prejuicios, mitos, una idea previa en la cabeza, la realidad se encarga desde el primer día de echártelos abajo, los convierte en inservibles. Sí, según llegas confirmas muchos de los prejuicios, que por otro lado es lo único que puedes tener cuando aún no has podido formarte un juicio: un aeropuerto desastroso, autoridades que no facilitan los trámites, hoteles con precios desorbitados, un caos. Pero poco a poco vas trascendiendo eso y empiezas a encontrar matices, a disfrutar los contrastes, cambias las piezas prefabricadas del puzle por las que tomas de la realidad”. Y no hay duda de que Enrique Criado se revela como escritor observador que narra con sencillez, transmitiendo la cotidianeidad de un lugar en el que no existen rutinas (“En África es imposible tener rutinas, y eso no significa que todo lo inesperado sea malo, pero cuando sucede hay que improvisar, no queda otra”), manejando con soltura la anécdota para no resultar ni grotesco ni grosero, tan sólo un novato con ganas de aprender.