Hay que acudir a la fuente más fidedigna, a
la que demuestra (o ya ha demostrado en ocasiones anteriores) tener la
información más completa, poco o nada distorsionada, sin sesgos, aquella que,
aunque no pueda poseer la verdad completa porque es inabarcable (cómo recuerdo
aquel círculo que dibujó Bernardino M. Hernando -¡Maestro!- en los primeros
días de clase en la Universidad y, con la sabiduría que otorga la simplicidad
-o viceversa: saber condensar, exponer, razonar en términos comprensibles y
concretos confiere aureola de sabiduría al que así se comporta, en parte vamos
a hablar de ello a continuación-, con sencillez irrebatible, nos explicó cómo la
cacareada objetividad es en realidad una utopía, nunca es posible completarla,
pero todo periodista que quiera tenerse por ético debe intentar aproximarse a
la misma, siendo consciente de que siempre le quedará algún ángulo ciego),
hablaba de esa fuente que se ha ganado nuestra confianza (o se la gana en esa
ocasión si es nuestro primer contacto con ella) por aportar datos
indiscutibles, certeros, que responden a la realidad, que no llevan adjetivos
incorporados, que no expresan una opinión (puede que la lleven implícita,
cimentarán una o muchas -eso ya depende de la lectura que hace cada uno, del
modo en que se obvia lo que no interesa porque está fuera de nuestros esquemas
mentales, de cómo se reinterpretan o retuercen los sucesos hasta hacerlos
irreconocibles, el viejo juego del teléfono estropeado que, en realidad, es una
metáfora de cómo el mensaje se va alejando del original según pasa por
diferentes receptores que se convierten en emisores, perturbaciones,
interferencias, ruidos, quedémonos en el argot de la profesión, que cada vez
aparecen más pronto, casi en el mismo origen de la noticia, todo depende de a
qué cadena atendamos, qué periódico hojeemos o a quién sigamos en las redes
sociales-), datos que se apoyan y corroboran en documentos, en investigaciones,
en tratados, en textos sancionados como canónicos. Y, a pesar de todo ello, a
pesar de la autoridad ganada con justicia y a través de su obra por el autor, a
pesar de la pulcritud y cuidado puestos en la elaboración de la noticia o
reportaje o ensayo o estudio, puede que, de repente, alguien descubra que
aquello que se ha venido dando por bueno tan sólo responde a un error repetido
hasta la saciedad que ha terminado por convertirse en un dicho popular (no
entraremos en terrenos más pantanosos, dejemos a un lado a Goebbels y
seguidores -lo quieran o no, lo son todos esos que saben que mienten pero no se
apean del burro, los que intoxican como si no hubiese archivos o hemerotecas,
también aquellos que practican el cinismo tal y como hoy lo entendemos no al
estilo clásico-), una sentencia que no fue formulada por aquel a quien se
atribuye o no esos términos, puede que alguien citase un día de memoria o sin
tener muy claro qué citaba y alteró el significado primigenio, puede que fuese una
voz anónima a la que se dio crédito o un estudioso de prestigio quien diese pie
al equívoco (en la actualidad basta con aparecer en televisión y tener muchos “followers”
para que cualquier sandez, patada al diccionario u osadía ignorante se
convierta en “trending topic” y, por lo tanto, en algo viral -nunca mejor
dicho-), el caso es que todos creemos citar a Maquiavelo con aquello de “el fin
justifica los medios” o cambiamos una palabra en lo que Cervantes hizo decir a don Quijote, dándole un matiz que el autor ni siquiera insinuó -el hidalgo sólo dijo "Sancho, con la iglesia hemos dado" porque topaban contra el muro de la del Toboso-, por poner dos ejemplos muy
elementales y aclarados en infinidad de ocasiones.
Y es el caso que, justo al comienzo de Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano,
el texto de Mario Gas y Alberto Iglesias que se estrenó en el último Festival
de Mérida bajo la dirección del primero y que lleva desde entonces girando por
España (hasta el próximo 28 de febrero en Las Naves del Español en Madrid), es
el propio filósofo el que advierte al público del siglo XXI que él nunca dijo
aquello por lo que es tan recordado (incluso o, sobre todo, por aquellos que no
han leído nada sobre él pero quieren dárselas de entendidos -y de ahí tantas
incorrecciones-), la sentencia con la que tantas veces hemos (yo el primero)
resumido su pensamiento y enseñanzas, aquellas que transmitió su discípulo Platón
(y posteriormente el de éste, o sea, Aristóteles) puesto que Sócrates no dejó
ningún testimonio escrito, es una forma magnífica de entrar en su figura y en
el asunto que se quiere glosar al rememorar el proceso al que se le sometió y
que terminó con la condena de la ingestión de cicuta: hay que relativizarlo
todo, es la base de su filosofía tal y como nos ha llegado, queriendo decir con
ello que no da nada por sentado, utilizaba la dialéctica como herramienta de
reflexión y estudio, dialogaba continuamente, discutía (en el sentido más docto
del término) interminablemente a partir de las preguntas y respuestas que
suscitase cualquier proposición, por eso podemos entender e interpretar que “sólo
sé que no sé nada” fuese su réplica más notoria, la dijese o así nos la
transmitiesen, ya que en su fuero interno (y en el ejercicio de su magisterio)
pensaba que nunca se dejaba de aprender, de descubrir, que los asuntos eran
infinitos (un poco lo que antes recordaba que Bernardino dibujó en la pizarra)
y, por lo tanto, no podían dejar de estudiarse, es decir, nunca se sabía del
todo. Me estoy explicando fatal, pero por fortuna la obra de Gas e Iglesias se
sigue con suma facilidad y deleite, puede que en algunos momentos resulte un
tanto discursiva o un pelín didáctica (algo inevitable si se quiere mostrar lo
fundamental, lo que condujo a Sócrates hasta esa situación, lo que utilizaron
para condenarle a muerte), pero sabe imprimir vigor e interés a lo que los
personajes exponen, nos lanza mil estímulos, continuas provocaciones, nos habla
directamente, pone a funcionar los cerebros y sin necesidad de, digámoslo así,
notas a pie de página, hablando con claridad, la que nunca perderán los
clásicos, vivos y permanentemente actuales (de hecho, algunos parlamentos
podían ser tomados por editoriales de periódico, por columnas publicadas ese
mismo día -el del estreno, el pasado viernes 5 de febrero-, es asombroso cómo
aquellos señores del siglo V a. C. hablaban sobre nosotros -por mucho que las
palabras que se dicen estén escritas hace poco, su base, su inspiración, su
literalidad está tomada directamente de las fuentes prístinas-).
Y, argumentando, razonando, haciéndose
preguntas, buscando y proporcionando respuestas, abriendo nuevas vías de
pensamiento, Sócrates deja al descubierto a sus interesados jueces, esos que
son también parte (incluso más lo segundo, de ahí su interés en acallar la voz
díscola contra la que sólo pueden oponer la fuerza, imponer la muerte), socava
los cimientos de una democracia muy limitada (pero no para destruirla, sino
para reforzarla, para extenderla, para dar verdadero sentido al término),
pronuncia palabras que dan miedo a los que las desconocen, a los que las
desprecian, a los que creen que ya saben suficiente, a los que no quieren
pensar y mucho menos que lo hagan aquellos a los que sojuzgan, controlan,
fingen representar. Y nadie mejor que José María Pou para encarnar al filósofo,
desplegando su ironía, su inteligencia, su magnética presencia que ya comunica
con sólo verle caminar, su modo de matizar determinadas palabras, su asombrosa
facilidad para jugar con el personaje y salirse de él sin abandonarlo del todo
(cuando pide que se apaguen los móviles, que no se tosa, que se mantengan la
compostura y el respeto debidos en lo que es una ceremonia -la teatral-, no
deja de ser Sócrates reclamando silencio ante la tragedia que se avecina), un
actor con una voz privilegiada que sabe utilizar con acierto y mesura, con
habilidad y sapiencia, sin excederse nunca, modulando, suspirando, llegando
hasta la última butaca. Es un verdadero lujo encontrarse con un elenco que sabe
hablar en escena sin gritar, haciendo inteligible hasta el susurro, permitiendo
que el espectador comprenda hasta la última sílaba (por desgracia, hay que
seguir lamentando la de gente que sale a un escenario sin las capacidades ni la
preparación para ello): supone un placer impagable disfrutar del magisterio de
Carles Canut (quien, si me apuran, podríamos decir que habla bajo, pero es que
no necesita alzar la voz para que le comprendamos: es un regalo cómo modera su
caudal, cómo desgrana el texto sin aspavientos, cómo deja fluir las palabras),
reencontrarse con la siempre espléndida Amparo Pamplona, constatar el empaque
de Alberto Iglesias (sí, el coautor del texto), confirmar que Ramón Pujol es un
autor al que no se puede perder la pista, aplaudir la solvencia de Pep Molina y
Guillem Motos. Si bien es cierto que lo que debería ser vibrante monólogo final
pierde fuerza al ser escuchado en off, es decir, grabado (el recurso a la voz
interior impide que, como el cuerpo reclama -yo estaba incluso echado hacia
delante para no perder ripio-, tengamos una gran escena, el momento de
lucimiento definitivo para Pou, el preludio a una ovación interminable), que
para colmo hay una especie de epílogo que diluye un poco más la energía
concentrada, uno no puede dejar de emocionarse con un espectáculo como Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano por
las ventanas que nos abre, el bullebulle que deja en las entrañas, la manera en
que nos reactiva, la cuenta que nos damos de lo mucho que nos queda por saber
(esa es la actitud: sigamos aprendiendo, leyendo, viendo teatro).