domingo, 26 de mayo de 2013

PERO... ¿HUBO ALGUNA VEZ UN MILLÓN DE AMIGOS?




  
 El otro día vi en el Metro una escena que me provocó una sonrisa, incluso me enterneció y me hizo reflexionar: mientras esperaba en el andén (¡Esos periodos de tiempo cada vez más largos entre un vehículo y el siguiente, incluso en las horas de máxima afluencia de pasajeros!), vi acercarse a lo que tomé por un abuelo portando la mochila de su nieto pequeño (unos cinco años, no más), mientras a su lado caminaba el más mayor (de unos diez o así), arrastrando la suya (los niños van al colegio tan cargados como si fuesen a coger un avión). Pero, una vez montamos en el transporte y recorrimos dos estaciones, salí de mi error, puesto que el más mayor se dispuso a bajar en la siguiente, rompiendo lo que había tomado por idílico grupo familiar; el más chiquitajo, todo sonriente, con unos ojos brillantes y emocionados, quiso que el otro refrendase lo que según parece era una promesa hecha: “Entonces, ¿nos veremos mañana?” “¡Claro que sí!”, asintió con una mirada noble y cómplice el chaval, provocando que el rostro del pequeño trocase en viva emoción, y dando botecitos en el asiento, agarrándose a una de las barras, manoteando ante su abuelo para que se sintiera parte, empezó a decir muy rápido: “¡Qué bien! ¡Mañana nos vemos! ¡Qué suerte! ¡Qué bien! ¿Cómo te llamabas?”; fue cuando comprendí que, aunque debían venir del mismo centro escolar, no se conocían hasta unos minutos antes, tal vez sólo de vista, que habrían cruzado unas palabras vaya usted a saber por qué y que el crío (con esa entrega inmediata de los niños, sin hacer preguntas, expresándose por instinto, tal y como les nace, aman y odian sin tener clara ni la emoción ni la motivación –no digo, como Rousseau, que la sociedad les corrompa porque también traemos el mal desde el origen-) había decidido sellar el pacto y, por eso, mientras el otro salía del vagón y caminaba hacia las escaleras mecánicas, empezó a repetir como una letanía (aunque a pleno pulmón y rebosante de felicidad): “¡Hasta mañana, amigo! ¡Adiós, amigo!”, intercalando a veces el nombre de su nuevo camarada, pero recalcando la palabra “amigo”.    

   Si consultamos el DRAE, encontraremos que en México utilizan “amiga” para referirse a la escuela que sólo admite alumnado femenino (o sea, un arcaísmo, una antigualla) o que en minería se habla de “amigo” para referirse a un “palo que se coloca atravesado en la punta del tiro o cintero para que, montándose los operarios, bajen y suban por los pozos”; éstas son, por supuesto, las dos últimas acepciones. Si vamos subiendo hasta llegar a la primera, es decir, la de uso más corriente, el significado principal que sanciona la Academia, sabremos que se aceptan los dos géneros para referirse a una persona amancebada (al final, sólo les preocupa lo de siempre, es decir, el sexo –y para reprender, para censurar, para moralizar) o que en poesía se puede utilizar como adjetivo sinónimo de “benéfico, benigno, grato” (si se está calificando un objeto material); la tercera acepción hace referencia a su uso como adjetivo para significar “que gusta mucho de algo”, en la segunda los académicos incurren (como tantas veces) en el mayor error que les reprochó la nunca suficientemente reconocida María Moliner, es decir, definir una palabra con ella misma o una muy similar, ya que se quedan tan panchos al otorgar a “amigo” el significado de “amistoso” y, por fin (ya saben que soy de dar rodeos, que pocas veces voy directo –pero cuando lo hago, soy de temer-), la primera acepción se refiere a un adjetivo para especificar “que tiene amistad”, aclarando que puede usarse igualmente como sustantivo con el matiz de “tratamiento afectuoso, aunque no haya verdadera amistad”… ¡Para este viaje no nos hacían falta tantas alforjas! Es cierto que, como tantas palabras, “amigo” se utiliza en muchas ocasiones para significar lo contrario de su uso más común: se dice con ironía, con desprecio, incluso con un tono insultante, marcando distancias entre el que lo pronuncia y el receptor, pero que ese matiz aparezca, digámoslo así, en lo más alto del Diccionario dice muy poco sobre los redactores del mismo; por otro lado, tamaño batiburrillo deja claro que hay conceptos imposibles de definir, absolutamente inefables, palabras que sólo se llenan de contenido viviéndolas, sintiéndolas, haciéndolas nuestras, sin manual de instrucciones, sin obligaciones previas, sin que nadie tenga la verdad absoluta sobre ellas.

   Las redes sociales (que tan prácticas son, que tanto ayudan a mantener viva la comunicación, que son cauce para que todo el mundo pueda alzar su voz, que coadyuvan a que todavía exista un ámbito en el que uno pueda sentirse libre –con sus muchas carencias, con la impunidad que otorgan para la comisión de muchos delitos, con la imposibilidad de regularlas y evitar el mucho ruido que generan-) han desvirtuado un tanto el verdadero sentido de la palabra “amigo”, el hondo, el que nos acaricia el corazón; ahora regalamos amistad con un solo clic, con pulsar una tecla, minusvalorando el concepto, restándole importancia, y haciendo creer a cualquiera que, sólo por tener ese contacto, ya puede pregonar que es amigo nuestro (error en el que, indudablemente, también nosotros podemos caer). De un tiempo a esta parte, cuando hablo de determinadas personas me siento en la obligación de aclarar que son “amigos de Facebook” y eso no invalida nada de lo compartido, de lo expresado, de lo discutido (la etimología latina de la palabra remite a “disipar, resolver”), de los sentimientos sinceros y cordiales que nacen a través de esta vía, de cómo gracias a ella es muy fácil seguir en contacto a pesar de la distancia, del tiempo, de las idas y venidas, de cómo es posible establecer vínculos sólidos, globales, relaciones fluidas, cómplices, sentirse camaradas, dar y recibir afectos honestos y con cimientos (y me permitirán que sepa distinguir los afectos de verdad de los que sólo pretenden serlo, ¿verdad?). Y, así, sin haberles tenido nunca frente a frente, sé que puedo contar con el apoyo, el cariño, la lealtad de gentes como mi adorado Ovidio Parades o Patricia Latorre o Carlos Esteller o Daniel Reyes o Mercedes Hernández o Gema Falcó o tantos otros (no puedo nombraros a todos, lo siento, pero los que estáis en esa lista sabéis quiénes sois), sé que puedo llamarlos amigos con la boca muy grande, recreándome en la suerte, al igual que a otros a los que, aunque veo poco o nada, sé que van a seguir por ahí y su existencia me ensancha el corazón.

   Tuve que trabajar bastante tiempo (más del deseado, pero no quedaba otra: hay que pagar las facturas) con un tipejo desalmado, medrador, ególatra, elitista, que siempre me llamaba “hermano” para dejar claros unos vínculos inexistentes y un aprecio falso, sólo porque le convenía de cara a otros y para asegurarse mi aquiescencia, aunque nunca fue capaz de percibir mi desprecio (alguien a quien Pablo ha retratado con su brillantez habitual, con su perfección a la hora de dibujar personajes y expresar emociones –buenas y malas- en 24 horas de un periodista desesperado, novela que, por cierto, también ha servido que algunos hayan sido desenmascarados, dejando al descubierto su miseria moral y lo frágil de sus afectos); por eso rehúyo de aquel que pregona amistad a las primeras de cambio, el que no la da, el que sólo lo aparenta para sacar partido, el que no deja de recordar todas las cosas que ha hecho por ti (“por eso somos tan amigos”), ignorando las que haces tú y cobrándose permanentemente lo que vende como favores pero, obviamente, no lo son, el que fiscaliza tu vida e intoxica tu alrededor, tu círculo de confianza, el que quiere fagocitarte, el que necesita apoderarse de las vidas ajenas para sentirse alguien. Amigo es que el que te quiere por tus defectos (para lo bueno, para lo divertido, para unas copas, siempre aparece alguien, impostando sentimientos, hablando de unos lazos que los vapores etílicos hacen creer fuertes), el que respeta tu silencio, el que sabe quitarse de en medio, el que reconoce sus errores, el que te tiende la mano antes de que se la reclames, el que perdona tus fallos sin que hagan falta disculpas, el que no te impone nada, el que nunca pide, el que no te abandona (y tal vez, después de esto, vea que el número de contactados en Facebook disminuye, pero es algo que no me importa, al contrario –y alguien dirá que yo debería haber pulsado el botón primero; mira, como sé que hay muchos escudriñando, husmeando, al acecho, que me lean y ojalá se den por aludidos, porque ya se sabe lo que pasa con el que escucha lo que no va dirigido a él, incluso aunque haga referencia a su persona-).