domingo, 2 de junio de 2013

LA GENTE MÁS AFORTUNADA DEL MUNDO





   Siempre escuchamos decir, como advertencia, como petición de prudencia, como censura, como tijeretazo para nuestras alas, que conviene tener mucho cuidado con lo que se desea, ya que puede hacerse realidad y su consecución provocar una sensación de fracaso, decepción, pérdida de tiempo o hastío; pero que algún plan se nos tuerza, que nos hayamos dejado llevar en un momento concreto por la inercia de la lechera del cuento construyendo castillos en el aire imposibles de edificar, que la conquista de algo anhelado durante lo que pareció una espera interminable no colme nuestras expectativas no significa que debamos renunciar de raíz a la búsqueda de nuevas metas, a la gestación de otros deseos, a nuestra capacidad para encontrar cosas por las que emocionarnos, por las que pelear, por las que vivir. Pablo dijo en la presentación de 24 horas de un periodista desesperado que no cree en “el hombre de sus sueños”, pero que nunca renunciará a tenerlos y compartirlos conmigo, a seguir labrando esta senda común por la que –desde hace ya diez años- caminamos en armonía y concordia (lo que no implica un irreal mundo color de rosa, sino que aunamos nuestras individualidades, escuchando y respetando las discrepancias, la voz de cada uno); son palabras que rubrico sin dudarlo: hacer el retrato robot de la persona que quieres a tu lado es determinista, constriñe el libre albedrío, esquematiza, segrega; lo enriquecedor, lo auténtico, lo importante, lo que acaba por convertirse en necesario llega sin que puedas preverlo ni definirlo ni como pieza de ningún puzle: sencillamente, descolocas todo lo demás con tal de que encaje con esa persona que percibes es la que tenía que llegar. Y, con esa fortuna de cara, con ese tesoro inagotable, con ese aporte, es mucho más fácil seguir soñando y despejar los nubarrones.

   Hace tres años, el 8 de mayo de 2010, cumplimos con una aspiración que, hasta ese preciso momento, pensábamos quimérica, utópica, irrealizable: asistimos a un concierto de Julie Andrews, una de nuestras artistas favoritas, la cual había perdido la voz (¡Ese prodigio!) debido a una nefasta operación; pero la estrella organizó un recital en el O2 Arena de Londres en el que fue apoyada por una gran orquesta y algunos de los intérpretes más brillantes de Broadway y el West End y en el que, a pesar de las carencias debidas al destrozo infligido por un cirujano (aunque habría que llamarlo de otra manera) a sus cuerdas vocales, canturreó con gracia y estilo unos pocos temas. Cuando avanzábamos hacia el metro en medio de una impresionante marea humana (las entradas se agotaron, no podía ser de otra manera), mientras aún teníamos los oídos llenos con sus palabras y sus notas (las que dio fueron antológicas), con los ojos repletos de su presencia, de su magnetismo, de su elegancia, con el corazón saliéndose del pecho después de que pidiese al público que cantara con ella el inmortal Do, re, mi de Sonrisas y lágrimas (y de corearlo, ¡faltaría más!), sin dar todavía crédito a lo que habíamos presenciado, rozándonos la mano y acariciándonos mutuamente el alma, nos dijimos que, tras haber visto a la mítica Liza Minnelli y a la gran Chita Rivera en vivo, puesto que al día siguiente teníamos una cita con la espléndida Debbie Reynolds (en el mejor espectáculo unipersonal que jamás hayamos disfrutado), sin ponernos demasiado exigentes, sólo nos quedaba ser público de un concierto de Barbra Streisand para, de alguna manera, cerrar el círculo de nuestras divas (aunque alguna más hay por ahí –léase Bette Midler-, de hecho, también citamos a nuestra adorada Dolly Parton y, lo que son las cosas, en septiembre de 2011 no paramos de bailar y reír con ella en el mismo pabellón londinense). Pero ambos convinimos en que sería muy difícil cumplir con esa ambición, porque la de Brooklyn ya no se prodigaba y, además, cuando lo hacía era con entradas a precios imposibles; por lo tanto, de vez en cuando nos decíamos “sólo nos falta la Streisand”, suspirábamos y gozábamos con alguna película, con una obra de teatro, con un libro y, por supuesto, escuchándola.

   De nuevo, y es un ejercicio del que no me canso, debo hablar del tío Miguel para explicar un poco mi temprana fascinación por Barbra: recuerdo que había discos de ella en casa (especialmente el maxi single de No More Tears (Enough is Enough), impactante hit que la reunió con Donna Summer), pero lo cierto es que yo prestaba escasa atención a la música en otros idiomas, aunque la voz de esa mujer me atrapaba. Sin embargo, viví mi total epifanía cuando, en la Semana Santa de 1984, fui con los tíos al cine Novedades a ver Yentl: fue una de esas películas que sabes van a gustarte desde los créditos, algo empieza a removerse en tu interior, cuando llegó el momento de Papa, can you hear me? me sentí flotar, después reí, me sorprendí, disfruté, y cuando llegó ese esplendoroso final que supone A Piece of Sky me hubiese puesto en pie para ovacionar a ese inconmensurable talento llamado Barbra Streisand; desde entonces, cualquier nota o imagen que me hacen evocar este filme, siempre que la reviso, recuerdo al tío Miguel abriéndome como tantas veces una puerta, descubriéndome algo, cimentando mis pasiones (y no puedo evitar las lágrimas, sobre todo porque Yentl reconoce que la noche es mucho más oscura, el viento mucho más frío y el mundo le parece más grande porque está sola y termina su plegaria diciendo: “Papá, cómo te amo. / Papá, cómo te necesito. / Papá, cómo echo de menos tu beso de buenas noches”). Y el destino, el azar, como cada uno quiera llamarlo, me trajo junto a alguien para quien la voz de Barbra es el mejor bálsamo, la nana perfecta, el conjuro que nos mantiene a salvo de la inmundicia que se enseñorea de nuestro alrededor, alguien que, al saber que la Streisand hacía una pequeña gira europea y recalaba en Londres, no lo dudó y, de repente, me enseñó la pantalla de su ordenador con el resultado de una compra que venía a decir que el 1 de junio de 2013 volveríamos al 02 Arena para encontrarnos con ella: “Por nuestro aniversario. No mereces menos”, y aún me tiembla cada partícula de mi cuerpo.

   Y la cita ha sido ayer… y sigo sin palabras: Barbra conserva intacta su electrizante y conmovedora voz, ese torrente inagotable, ese prodigio capaz de notas que nadie más puede intentar sin destrozarse la garganta, esa aparente facilidad para cantar con garra, apabullando, silenciando todo lo que suena cerca, y de pronto pasar a la nota más baja, para hacerla penetrante, para estirarla hasta el infinito y más allá; decir que canta con exquisitez es decir muy poco, controla cada cadencia, jamás cae en lo convencional ni en lo fácil, no hace el ridículo, mide sus fuerzas, no se esconde (aunque desaparece de escena un par de veces para ceder el espacio a sus artistas invitados –es la única pega: comprendemos que quiera cambiarse o descansar unos minutos, pero sobre todo en la segunda parte se la añora demasiado, aunque cuando regresa lo hace para merendarse a los demás, la orquesta y un coro de unas 50 personas-, una hermana que no canta mal pero tiende un poco al grito y un hijo que parece haber heredado el gusto por interpretar y paladear la letra, sin imitar a su madre pero recordándola en lo positivo), no rehúye el encuentro con sus temas imprescindibles, dando rienda suelta a esas cuerdas vocales indomables, que se han hecho a sí mismas, sin adocenamientos, sin cortapisas, por intuición, por necesidad de expresarse, para deleite de los que escuchamos. Habló mucho, nos hizo sonreír, se permitió coqueteos con las primeras filas, improvisaciones ante ciertos elogios con los que la bombardeaban desde cualquier lugar de ese impresionante pabellón en el que no cabía un alfiler, bromas muy celebradas, sus habituales guiños de payaso simpático e ingenuo, sus chanzas y morisquetas clásicas, con un dominio y un sentido de la puesta en escena casi inimitables, anunciando que tal vez (¡Uf, ya estoy sudando sólo de imaginarlo!) sea Mamá Rose en una nueva versión cinematográfica de Gipsy, añorando a su amigo Marvin Hamlisch (quien, por cierto, hubiera cumplido 69 años este 2 de junio) y dedicándole un The Way We Were como él merece (olvidemos ese pequeño borrón que tuvo lugar en la entrega de los Oscar hace unos meses), convirtió en aún más exquisita Bewitched (Bothered and Bewildered), recordó Yentl, atacó el final (¡Ese crescendo imposible!) de Don´t Rain on My Parade, nos acarició aún más con Evergreen, nos impactó con My Man y, por supuesto, llegó People, ese tributo a los demás, a los que nos hacen lo que somos, “la gente que necesita a otra gente es la gente más afortunada del mundo”, y así lo sentía al tener tan cerca (¡Estábamos en la fila 11 de la pista!) a alguien que me ha ayudado a forjar sueños, a parte de mi banda sonora imprescindible, y estando al lado, aferrándome a su mano para no perderme, de la persona que me hace sentir bien, esa que hace brotar un sentimiento profundo en mi alma y me asegura que ya soy un todo porque estoy con él, es mi persona especial, la que necesita lo mismo que yo y me hace sentir la persona más afortunada del mundo.