Siempre escuchamos decir, como advertencia, como petición de prudencia,
como censura, como tijeretazo para nuestras alas, que conviene tener mucho
cuidado con lo que se desea, ya que puede hacerse realidad y su consecución
provocar una sensación de fracaso, decepción, pérdida de tiempo o hastío; pero
que algún plan se nos tuerza, que nos hayamos dejado llevar en un momento
concreto por la inercia de la lechera del cuento construyendo castillos en el
aire imposibles de edificar, que la conquista de algo anhelado durante lo que
pareció una espera interminable no colme nuestras expectativas no significa que
debamos renunciar de raíz a la búsqueda de nuevas metas, a la gestación de
otros deseos, a nuestra capacidad para encontrar cosas por las que
emocionarnos, por las que pelear, por las que vivir. Pablo dijo en la
presentación de 24 horas de un periodista
desesperado que no cree en “el hombre de sus sueños”, pero que nunca
renunciará a tenerlos y compartirlos conmigo, a seguir labrando esta senda
común por la que –desde hace ya diez años- caminamos en armonía y concordia (lo
que no implica un irreal mundo color de rosa, sino que aunamos nuestras
individualidades, escuchando y respetando las discrepancias, la voz de cada
uno); son palabras que rubrico sin dudarlo: hacer el retrato robot de la
persona que quieres a tu lado es determinista, constriñe el libre albedrío,
esquematiza, segrega; lo enriquecedor, lo auténtico, lo importante, lo que
acaba por convertirse en necesario llega sin que puedas preverlo ni definirlo
ni como pieza de ningún puzle: sencillamente, descolocas todo lo demás con tal
de que encaje con esa persona que percibes es la que tenía que llegar. Y, con
esa fortuna de cara, con ese tesoro inagotable, con ese aporte, es mucho más
fácil seguir soñando y despejar los nubarrones.
Hace tres años, el 8 de mayo de 2010, cumplimos con una aspiración que,
hasta ese preciso momento, pensábamos quimérica, utópica, irrealizable: asistimos
a un concierto de Julie Andrews, una de nuestras artistas favoritas, la cual
había perdido la voz (¡Ese prodigio!) debido a una nefasta operación; pero la
estrella organizó un recital en el O2 Arena de Londres en el que fue apoyada
por una gran orquesta y algunos de los intérpretes más brillantes de Broadway y
el West End y en el que, a pesar de las carencias debidas al destrozo infligido
por un cirujano (aunque habría que llamarlo de otra manera) a sus cuerdas
vocales, canturreó con gracia y estilo unos pocos temas. Cuando avanzábamos hacia
el metro en medio de una impresionante marea humana (las entradas se agotaron,
no podía ser de otra manera), mientras aún teníamos los oídos llenos con sus
palabras y sus notas (las que dio fueron antológicas), con los ojos repletos de
su presencia, de su magnetismo, de su elegancia, con el corazón saliéndose del
pecho después de que pidiese al público que cantara con ella el inmortal Do, re, mi de Sonrisas y lágrimas (y de corearlo, ¡faltaría más!), sin dar
todavía crédito a lo que habíamos presenciado, rozándonos la mano y
acariciándonos mutuamente el alma, nos dijimos que, tras haber visto a la
mítica Liza Minnelli y a la gran Chita Rivera en vivo, puesto que al día siguiente
teníamos una cita con la espléndida Debbie Reynolds (en el mejor espectáculo
unipersonal que jamás hayamos disfrutado), sin ponernos demasiado exigentes,
sólo nos quedaba ser público de un concierto de Barbra Streisand para, de
alguna manera, cerrar el círculo de nuestras divas (aunque alguna más hay por
ahí –léase Bette Midler-, de hecho, también citamos a nuestra adorada Dolly
Parton y, lo que son las cosas, en septiembre de 2011 no paramos de bailar y reír
con ella en el mismo pabellón londinense). Pero ambos convinimos en que sería
muy difícil cumplir con esa ambición, porque la de Brooklyn ya no se prodigaba
y, además, cuando lo hacía era con entradas a precios imposibles; por lo tanto,
de vez en cuando nos decíamos “sólo nos falta la Streisand”, suspirábamos y
gozábamos con alguna película, con una obra de teatro, con un libro y, por
supuesto, escuchándola.
De nuevo, y es un ejercicio del que no me canso, debo hablar del tío
Miguel para explicar un poco mi temprana fascinación por Barbra: recuerdo que
había discos de ella en casa (especialmente el maxi single de No More Tears (Enough is Enough),
impactante hit que la reunió con Donna Summer), pero lo cierto es que yo
prestaba escasa atención a la música en otros idiomas, aunque la voz de esa
mujer me atrapaba. Sin embargo, viví mi total epifanía cuando, en la Semana
Santa de 1984, fui con los tíos al cine Novedades a ver Yentl: fue una de esas películas que sabes van a gustarte desde los
créditos, algo empieza a removerse en tu interior, cuando llegó el momento de Papa, can you hear me? me sentí flotar,
después reí, me sorprendí, disfruté, y cuando llegó ese esplendoroso final que
supone A Piece of Sky me hubiese
puesto en pie para ovacionar a ese inconmensurable talento llamado Barbra
Streisand; desde entonces, cualquier nota o imagen que me hacen evocar este
filme, siempre que la reviso, recuerdo al tío Miguel abriéndome como tantas
veces una puerta, descubriéndome algo, cimentando mis pasiones (y no puedo
evitar las lágrimas, sobre todo porque Yentl reconoce que la noche es mucho más
oscura, el viento mucho más frío y el mundo le parece más grande porque está
sola y termina su plegaria diciendo: “Papá, cómo te amo. / Papá, cómo te
necesito. / Papá, cómo echo de menos tu beso de buenas noches”). Y el destino,
el azar, como cada uno quiera llamarlo, me trajo junto a alguien para quien la
voz de Barbra es el mejor bálsamo, la nana perfecta, el conjuro que nos
mantiene a salvo de la inmundicia que se enseñorea de nuestro alrededor,
alguien que, al saber que la Streisand hacía una pequeña gira europea y
recalaba en Londres, no lo dudó y, de repente, me enseñó la pantalla de su
ordenador con el resultado de una compra que venía a decir que el 1 de junio de
2013 volveríamos al 02 Arena para encontrarnos con ella: “Por nuestro
aniversario. No mereces menos”, y aún me tiembla cada partícula de mi cuerpo.
Y la cita ha sido ayer… y sigo sin palabras: Barbra conserva intacta su
electrizante y conmovedora voz, ese torrente inagotable, ese prodigio capaz de
notas que nadie más puede intentar sin destrozarse la garganta, esa aparente
facilidad para cantar con garra, apabullando, silenciando todo lo que suena
cerca, y de pronto pasar a la nota más baja, para hacerla penetrante, para
estirarla hasta el infinito y más allá; decir que canta con exquisitez es decir
muy poco, controla cada cadencia, jamás cae en lo convencional ni en lo fácil,
no hace el ridículo, mide sus fuerzas, no se esconde (aunque desaparece de
escena un par de veces para ceder el espacio a sus artistas invitados –es la
única pega: comprendemos que quiera cambiarse o descansar unos minutos, pero
sobre todo en la segunda parte se la añora demasiado, aunque cuando regresa lo
hace para merendarse a los demás, la orquesta y un coro de unas 50 personas-,
una hermana que no canta mal pero tiende un poco al grito y un hijo que parece
haber heredado el gusto por interpretar y paladear la letra, sin imitar a su
madre pero recordándola en lo positivo), no rehúye el encuentro con sus temas
imprescindibles, dando rienda suelta a esas cuerdas vocales indomables, que se
han hecho a sí mismas, sin adocenamientos, sin cortapisas, por intuición, por
necesidad de expresarse, para deleite de los que escuchamos. Habló mucho, nos
hizo sonreír, se permitió coqueteos con las primeras filas, improvisaciones
ante ciertos elogios con los que la bombardeaban desde cualquier lugar de ese
impresionante pabellón en el que no cabía un alfiler, bromas muy celebradas,
sus habituales guiños de payaso simpático e ingenuo, sus chanzas y morisquetas
clásicas, con un dominio y un sentido de la puesta en escena casi inimitables,
anunciando que tal vez (¡Uf, ya estoy sudando sólo de imaginarlo!) sea Mamá
Rose en una nueva versión cinematográfica de Gipsy, añorando a su amigo Marvin Hamlisch (quien, por cierto,
hubiera cumplido 69 años este 2 de junio) y dedicándole un The Way We Were como él merece (olvidemos ese pequeño borrón que
tuvo lugar en la entrega de los Oscar hace unos meses), convirtió en aún más
exquisita Bewitched (Bothered and
Bewildered), recordó Yentl, atacó
el final (¡Ese crescendo imposible!) de Don´t
Rain on My Parade, nos acarició aún más con Evergreen, nos impactó con My
Man y, por supuesto, llegó People,
ese tributo a los demás, a los que nos hacen lo que somos, “la gente que
necesita a otra gente es la gente más afortunada del mundo”, y así lo sentía al
tener tan cerca (¡Estábamos en la fila 11 de la pista!) a alguien que me ha
ayudado a forjar sueños, a parte de mi banda sonora imprescindible, y estando
al lado, aferrándome a su mano para no perderme, de la persona que me hace
sentir bien, esa que hace brotar un sentimiento profundo en mi alma y me
asegura que ya soy un todo porque estoy con él, es mi persona especial, la que
necesita lo mismo que yo y me hace sentir la persona más afortunada del mundo.