lunes, 10 de junio de 2013

LA VIDA DESDE UNA CASETA


 


   Suele sorprender que alguien que tiene una profesión que le obliga a exhibirse, a estar continuamente frente a los demás, sometido al escrutinio de los que miran, escuchan o leen, es decir, que detenta una cierta posición pública, bien sea sobre el escenario o en la pantalla, delante de un micrófono o la cámara -podemos hablar de un cantante, un actor, un artista, un periodista, un escritor-, casi siempre que alguno de ellos afirma que en realidad es una persona muy tímida, que enrojece cuando la atención del resto recae sobre él, que incluso pierde un poco (o un mucho) los papeles, que no sabe qué decir, por dónde salir, cómo comportarse, suele recibir como poco una mirada extrañada e incluso malintencionada del que escucha, un gesto de estupor, una respuesta de incredulidad aderezada en ocasiones por una displicencia que intenta desarmar lo que se recibe como falsa modestia, como un ejercicio de egolatría que busca la reafirmación, el aplauso, el regodeo en una supuesta genialidad; no niego que habrá quien lo haga con ese motivo (de hecho lo hay: mucha sonrisita boba, encogimiento de hombros, mirada baja, como deseando no estar ahí y a la hora de la verdad sacando la soberbia –la mayoría de las veces intentando camuflar pero haciendo aún más patente la mediocridad que rodea cada actuación de quien así se comporta y hay muchos políticos que sirven como ejemplo, es decir, están en pleno uso de sus miserias, no son sólo remembranzas del pasado-), pero puedo dar fe de que la mayoría de la gente que siente ese pánico escénico, esa vergüenza, ese malestar, lo hace de verdad, experimenta esa reacción incontrolable de su cuerpo y tiene que vencerla cada vez que ha de aparecer en público. No es sólo el lógico respeto que debe tenerse siempre antes (y durante) de aparecer ante los demás, ese cosquilleo nervioso que nos mantiene alerta para no ofender, no molestar, no disgustar (al menos intentarlo, claro, ya se sabe que es imposible gustar a todo el mundo), sino un miedo cerval a sentirse observado, analizado, juzgado, a resultar ridículo, innecesario, prescindible; hablando por mí mismo, en contra de lo que mucha gente pueda pensar (incluso aquella que me conoce bastante íntimamente), soy muy tímido, muy poco expansivo, incluso me pone nervioso preguntar en un comercio por algo que creo no van a tener o que les va a hacer pensar “¿qué dice el tipo éste?”, me sonrojo a la mínima, tartamudeo o me atasco en la primera palabra, sólo cuando tomo aire profundamente y ejerzo mi profesión o considero prolongación de la misma lo que voy a hacer consigo domar mis temblores (aunque en ocasiones las manos me suden o el estómago se me encoja) y hablar y comportarme con más o menos acierto, pero mirando a los ojos de los interlocutores y estableciendo una verdadera comunicación (tal vez por eso adoro la radio por encima de la televisión –se quiera o no, siempre hay más gente mirando, aunque sean del equipo, en un plató-).

   Es paradójico que esto suceda en profesiones que, además, se basan mucho en las relaciones públicas, en darse continuamente a conocer, en estar permanentemente en el candelero, en aquellas en las que no vas a dos sitios y ya se olvidan de ti, pero no es incompatible que uno disfrute interpretando, escribiendo, entrevistando, cantando, pintando, con el hecho de que te sientes satisfecho durante el proceso (y también, no nos engañemos, con el resultado cuando más o menos parece responder a nuestras expectativas) con intentar después, por así decirlo, mimetizarte con el ambiente y no ser tú, no estar, no tener que responder ninguna pregunta ni responder a ningún comentario por muy halagador que pueda ser; volviendo a uno mismo (es de lo que mejor puedo hablar), en radio o en televisión, a pesar de ser muy franco y sincero, de intentar mantener una ética y no engañar a nadie, digamos que soy un personaje, un trasunto de mí mismo, alguien que habita mi cuerpo por tiempo limitado pero que no es el Óscar López que camina por la calle, coge el Metro, va a la compra, pasea a Dobby o pasa una estupenda velada sentadito en el sofá junto a Pablo: ése sigue siendo un niño bastante vergonzoso, que sabe que habla de más y demasiado alto, que es torpón y regordete, muy amanerado, y que prefiere refugiarse en la lectura, en el cine, en el teatro, en el talento de otros, disfrutando con ello y no resultando notorio. Y, sin embargo, elegí un oficio que me obliga a estar casi permanentemente en el escaparate, y no reniego de él, pero vuelvo al punto de partida casi cada día; bueno, antes lo hacía más, pero desde que pretenciosos poetas –que no saben nada de la verdadera poesía, que no tienen corazón para poder escribirla- o iletrados colocados a dedo, verdaderos comisarios políticos, rigen los destinos de los medios de comunicación lo hago cada vez que concedo una entrevista o cuando publico alguna entrada en alguno de mis blogs (hechos que disfruto, gracias a Pablo me he convertido en escritor, empiezo a sentirme cómodo cuando me consideran así –aún me parece demasiado, pero si como tal presentan a Carmen Bazán, aunque sólo sea por años de práctica me lo merezco mucho más-). Y también tuve que tomar aire y relajarme el pasado sábado cuando, de nuevo, para que Madres de película siga teniendo proyección, al igual que ya hicimos con Finales de cine, Pablo y yo nos sentamos en una caseta de la Feria del Libro para esperar a posibles lectores.

   Es inevitable la sensación de estar como un maniquí para que la gente te mire, además da un cierto vértigo pensar que hasta hace nada era un paseante más, que iba a la búsqueda de títulos que me resultasen atractivos, que anhelaba poder saludar y compartir unos minutillos con alguno de mis autores favoritos, y ahora estoy al otro lado, teniendo otra perspectiva de la Feria, aunque por fortuna no he perdido ni un ápice de la emoción que me da pensar lo cerca que está firmando Antonio Muñoz Molina (y si pudiese, haría cola como tantos otros) y, como digo, aunque como lector e incluso como profesional me horrorice que las casetas más abarrotadas sean las que les dan cobijo, sintiéndome más seguro con nuestra labor, con nuestro trabajo, con nuestros “niños” (como llamamos cariñosamente a Finales y Madres), al escuchar continuamente cómo los altavoces anuncian que “firman sus obras” (y las comillas no las pongo porque cite textualmente, sino por lo que se ofrece como tal –sí, por formato es un libro, ya lo sé-) plumas (ejem, ejem) como las de Paz Padilla, Carmen Bazán, Mario Vaquerizo, Mercedes Milá (por mucho título de periodistas que ambos ostenten), Jorge Javier Vázquez o Sandra Barneda (que tienen todo el derecho del mundo a escribir novela, faltaría más, pero sigue siendo muy injusto que sólo por salir en televisión se tenga segura la publicación y mientras tanto se esté negando el acceso a grandes escritores que ven sus textos dormir el sueño de los justos).

   Pero, aunque se firmen sólo unos cuantos ejemplares (todo suma y la cifra va creciendo, mejor paso a paso que desaparecer de un día para el siguiente –como sucede con tanto “fenómeno mediático” que ahora ocupa estanterías y quita espacio a clásicos o a buena literatura del presente-; sí, claro que se trata de vender, pero estimula que dos años y pico después de su salida al mercado Finales de cine aún esté en las tiendas y compita en ejemplares vendidos y firmados con Madres de película –¿Dónde estará Lo que me sale del bolo cuando Gran Hermano desaparezca de la parrilla (porque lo hará aunque ahora parezca imposible)?-) la fortuna de que los buenos amigos abundan y acuden hace más llevadera la mañana, aunque cada vez que algún desconocido se acercaba a la caseta y cogía uno de los libros, lo abría, leía la contraportada, se me aceleraba el pulso pero me veía incapaz de entablar conversación intentando captar un lector, esperaba que ellos tomasen la iniciativa, la voz se me quebraba y las manos me temblaban. Y, a pesar de mi miedo, fue grato firmar un ejemplar para una joven que quiere regalarle el libro a su madre, “aunque yo también me lo voy a leer”, para que intente saber si se parece a alguna de las que glosamos u otro para una chica que cumpliría años en breve y que, “aunque me ha pedido un iPad”, su madre quiere que sea lectora, “pero no me llevo el de las madres porque quedaría un poco repetitivo”, y se aferra a Finales con emoción, mientras le decimos que debe ser su hija la que le regale Madres a ella; pero, por supuesto, lo mejor fueron las visitas, las esperadas y las sorpresiva: mi hermana arrastrando siempre a groupies, creando nuevos admiradores, mi hermano con su inseparable Fede (si se trata de cine, no se pierde una convocatoria), Alfredo y Álvar aportando savia nueva en forma de hermano pequeño que también quiere su libro, Fani rememorando aquellos días de la Facultad y haciendo creer que el tiempo se había detenido y que no habían pasado 20 años desde los exámenes finales (y volviendo a reírnos de y por tantas cosas junto a mi querido Mairena, compadre fiel), Mónica con su mágica sonrisa, Cristóbal demostrando que la amistad sincera y auténtica se vive, se demuestra, no precisa de alardes, mi eternamente adorado Miguel Ángel Yáñez (yo no sería el que soy ni hubiese llegado tan lejos sin su guía, su magisterio y su amistad), mi madre organizando todo y dando el parte meteorológico (y haciendo salir a mi padre por la boca de Metro que no es) y, en medio de tantas emociones (perdón por las que no he reflejado), Mari Paz, con los mismos rasgos que en el colegio, representando a varios de los que estudiamos EGB en el Ignacio Zuloaga, la que más fácil lo tenía para pasarse por la Feria (hay quien vive a muchos kilómetros de Madrid), trayéndome cariño y recuerdos de gente con la que pasé muchos años (con ella, por ejemplo, seis cursos completos), dejando constancia de que lo bueno siempre vuelve (o nunca te abandona totalmente), desterrando fantasmas y reavivando afectos. Así, como comprenderán, y con el permanente apoyo y cariño de Pablo al lado, es mucho más fácil sentarse (bueno, en realidad yo estuve de pie, inclinado sobre los libros) en una caseta a ver pasar a la gente y a ser lo que ésta contempla, escudriña y sopesa (y estaré encantado de repetir experiencia las veces que sea necesario, ¡ya templaré los nervios!).