Suele sorprender que alguien que tiene una profesión que le obliga a
exhibirse, a estar continuamente frente a los demás, sometido al escrutinio de
los que miran, escuchan o leen, es decir, que detenta una cierta posición
pública, bien sea sobre el escenario o en la pantalla, delante de un micrófono
o la cámara -podemos hablar de un cantante, un actor, un artista, un
periodista, un escritor-, casi siempre que alguno de ellos afirma que en
realidad es una persona muy tímida, que enrojece cuando la atención del resto
recae sobre él, que incluso pierde un poco (o un mucho) los papeles, que no
sabe qué decir, por dónde salir, cómo comportarse, suele recibir como poco una
mirada extrañada e incluso malintencionada del que escucha, un gesto de
estupor, una respuesta de incredulidad aderezada en ocasiones por una displicencia
que intenta desarmar lo que se recibe como falsa modestia, como un ejercicio de
egolatría que busca la reafirmación, el aplauso, el regodeo en una supuesta
genialidad; no niego que habrá quien lo haga con ese motivo (de hecho lo hay:
mucha sonrisita boba, encogimiento de hombros, mirada baja, como deseando no
estar ahí y a la hora de la verdad sacando la soberbia –la mayoría de las veces
intentando camuflar pero haciendo aún más patente la mediocridad que rodea cada
actuación de quien así se comporta y hay muchos políticos que sirven como
ejemplo, es decir, están en pleno uso de sus miserias, no son sólo remembranzas
del pasado-), pero puedo dar fe de que la mayoría de la gente que siente ese
pánico escénico, esa vergüenza, ese malestar, lo hace de verdad, experimenta
esa reacción incontrolable de su cuerpo y tiene que vencerla cada vez que ha de
aparecer en público. No es sólo el lógico respeto que debe tenerse siempre
antes (y durante) de aparecer ante los demás, ese cosquilleo nervioso que nos
mantiene alerta para no ofender, no molestar, no disgustar (al menos
intentarlo, claro, ya se sabe que es imposible gustar a todo el mundo), sino un
miedo cerval a sentirse observado, analizado, juzgado, a resultar ridículo,
innecesario, prescindible; hablando por mí mismo, en contra de lo que mucha
gente pueda pensar (incluso aquella que me conoce bastante íntimamente), soy
muy tímido, muy poco expansivo, incluso me pone nervioso preguntar en un
comercio por algo que creo no van a tener o que les va a hacer pensar “¿qué
dice el tipo éste?”, me sonrojo a la mínima, tartamudeo o me atasco en la
primera palabra, sólo cuando tomo aire profundamente y ejerzo mi profesión o
considero prolongación de la misma lo que voy a hacer consigo domar mis
temblores (aunque en ocasiones las manos me suden o el estómago se me encoja) y
hablar y comportarme con más o menos acierto, pero mirando a los ojos de los
interlocutores y estableciendo una verdadera comunicación (tal vez por eso
adoro la radio por encima de la televisión –se quiera o no, siempre hay más
gente mirando, aunque sean del equipo, en un plató-).
Es paradójico que esto suceda en profesiones que, además, se basan mucho
en las relaciones públicas, en darse continuamente a conocer, en estar
permanentemente en el candelero, en aquellas en las que no vas a dos sitios y
ya se olvidan de ti, pero no es incompatible que uno disfrute interpretando,
escribiendo, entrevistando, cantando, pintando, con el hecho de que te sientes
satisfecho durante el proceso (y también, no nos engañemos, con el resultado
cuando más o menos parece responder a nuestras expectativas) con intentar
después, por así decirlo, mimetizarte con el ambiente y no ser tú, no estar, no
tener que responder ninguna pregunta ni responder a ningún comentario por muy
halagador que pueda ser; volviendo a uno mismo (es de lo que mejor puedo
hablar), en radio o en televisión, a pesar de ser muy franco y sincero, de
intentar mantener una ética y no engañar a nadie, digamos que soy un personaje,
un trasunto de mí mismo, alguien que habita mi cuerpo por tiempo limitado pero
que no es el Óscar López que camina por la calle, coge el Metro, va a la
compra, pasea a Dobby o pasa una estupenda velada sentadito en el sofá junto a
Pablo: ése sigue siendo un niño bastante vergonzoso, que sabe que habla de más
y demasiado alto, que es torpón y regordete, muy amanerado, y que prefiere
refugiarse en la lectura, en el cine, en el teatro, en el talento de otros,
disfrutando con ello y no resultando notorio. Y, sin embargo, elegí un oficio
que me obliga a estar casi permanentemente en el escaparate, y no reniego de
él, pero vuelvo al punto de partida casi cada día; bueno, antes lo hacía más,
pero desde que pretenciosos poetas –que no saben nada de la verdadera poesía,
que no tienen corazón para poder escribirla- o iletrados colocados a dedo,
verdaderos comisarios políticos, rigen los destinos de los medios de
comunicación lo hago cada vez que concedo una entrevista o cuando publico
alguna entrada en alguno de mis blogs (hechos que disfruto, gracias a Pablo me
he convertido en escritor, empiezo a sentirme cómodo cuando me consideran así –aún
me parece demasiado, pero si como tal presentan a Carmen Bazán, aunque sólo sea
por años de práctica me lo merezco mucho más-). Y también tuve que tomar aire y
relajarme el pasado sábado cuando, de nuevo, para que Madres de película siga teniendo proyección, al igual que ya
hicimos con Finales de cine, Pablo y
yo nos sentamos en una caseta de la Feria del Libro para esperar a posibles
lectores.
Es inevitable la sensación de estar como un maniquí para que la gente te
mire, además da un cierto vértigo pensar que hasta hace nada era un paseante
más, que iba a la búsqueda de títulos que me resultasen atractivos, que
anhelaba poder saludar y compartir unos minutillos con alguno de mis autores
favoritos, y ahora estoy al otro lado, teniendo otra perspectiva de la Feria,
aunque por fortuna no he perdido ni un ápice de la emoción que me da pensar lo cerca
que está firmando Antonio Muñoz Molina (y si pudiese, haría cola como tantos
otros) y, como digo, aunque como lector e incluso como profesional me horrorice
que las casetas más abarrotadas sean las que les dan cobijo, sintiéndome más
seguro con nuestra labor, con nuestro trabajo, con nuestros “niños” (como
llamamos cariñosamente a Finales y Madres), al escuchar continuamente cómo
los altavoces anuncian que “firman sus obras” (y las comillas no las pongo
porque cite textualmente, sino por lo que se ofrece como tal –sí, por formato
es un libro, ya lo sé-) plumas (ejem, ejem) como las de Paz Padilla, Carmen
Bazán, Mario Vaquerizo, Mercedes Milá (por mucho título de periodistas que ambos
ostenten), Jorge Javier Vázquez o Sandra Barneda (que tienen todo el derecho
del mundo a escribir novela, faltaría más, pero sigue siendo muy injusto que
sólo por salir en televisión se tenga segura la publicación y mientras tanto se
esté negando el acceso a grandes escritores que ven sus textos dormir el sueño
de los justos).
Pero, aunque se firmen sólo unos cuantos ejemplares (todo suma y la
cifra va creciendo, mejor paso a paso que desaparecer de un día para el siguiente
–como sucede con tanto “fenómeno mediático” que ahora ocupa estanterías y quita
espacio a clásicos o a buena literatura del presente-; sí, claro que se trata
de vender, pero estimula que dos años y pico después de su salida al mercado Finales de cine aún esté en las tiendas
y compita en ejemplares vendidos y firmados con Madres de película –¿Dónde estará Lo que me sale del bolo cuando Gran
Hermano desaparezca de la parrilla (porque lo hará aunque ahora parezca
imposible)?-) la fortuna de que los buenos amigos abundan y acuden hace más
llevadera la mañana, aunque cada vez que algún desconocido se acercaba a la
caseta y cogía uno de los libros, lo abría, leía la contraportada, se me
aceleraba el pulso pero me veía incapaz de entablar conversación intentando
captar un lector, esperaba que ellos tomasen la iniciativa, la voz se me
quebraba y las manos me temblaban. Y, a pesar de mi miedo, fue grato firmar un
ejemplar para una joven que quiere regalarle el libro a su madre, “aunque yo
también me lo voy a leer”, para que intente saber si se parece a alguna de las
que glosamos u otro para una chica que cumpliría años en breve y que, “aunque
me ha pedido un iPad”, su madre quiere que sea lectora, “pero no me llevo el de
las madres porque quedaría un poco repetitivo”, y se aferra a Finales con emoción, mientras le decimos
que debe ser su hija la que le regale Madres
a ella; pero, por supuesto, lo mejor fueron las visitas, las esperadas y
las sorpresiva: mi hermana arrastrando siempre a groupies, creando nuevos
admiradores, mi hermano con su inseparable Fede (si se trata de cine, no se
pierde una convocatoria), Alfredo y Álvar aportando savia nueva en forma de
hermano pequeño que también quiere su libro, Fani rememorando aquellos días de
la Facultad y haciendo creer que el tiempo se había detenido y que no habían
pasado 20 años desde los exámenes finales (y volviendo a reírnos de y por
tantas cosas junto a mi querido Mairena, compadre fiel), Mónica con su mágica
sonrisa, Cristóbal demostrando que la amistad sincera y auténtica se vive, se demuestra, no precisa de alardes, mi eternamente adorado Miguel Ángel Yáñez (yo no sería el que soy ni
hubiese llegado tan lejos sin su guía, su magisterio y su amistad), mi madre
organizando todo y dando el parte meteorológico (y haciendo salir a mi padre
por la boca de Metro que no es) y, en medio de tantas emociones (perdón por las
que no he reflejado), Mari Paz, con los mismos rasgos que en el colegio,
representando a varios de los que estudiamos EGB en el Ignacio Zuloaga, la que
más fácil lo tenía para pasarse por la Feria (hay quien vive a muchos
kilómetros de Madrid), trayéndome cariño y recuerdos de gente con la que pasé
muchos años (con ella, por ejemplo, seis cursos completos), dejando constancia
de que lo bueno siempre vuelve (o nunca te abandona totalmente), desterrando
fantasmas y reavivando afectos. Así, como comprenderán, y con el permanente
apoyo y cariño de Pablo al lado, es mucho más fácil sentarse (bueno, en
realidad yo estuve de pie, inclinado sobre los libros) en una caseta a ver
pasar a la gente y a ser lo que ésta contempla, escudriña y sopesa (y estaré
encantado de repetir experiencia las veces que sea necesario, ¡ya templaré los
nervios!).