En poco más de veinticuatro horas, como tantas veces, como viene siendo
costumbre, volveremos a coger un avión para partir rumbo a Londres a
deleitarnos con las exquisiteces teatrales que allí cocinan con tanto mimo; en
esta ocasión, hemos encadenado casi tres viajes sin pretenderlo (aunque nunca
nos parezca demasiado), pero después de la sorpresa navideña con la que Pablo me
sorprendió (volver a ver en escena a Helen Mirren y Judi Dench) y de festejar
su cumpleaños de la manera más especial que se me ocurrió (sentarnos por fin en
una butaca del Royal Albert Hall), Barbra Streisand decidió hacer una breve
gira europea y, claro, la tentación fue irresistible. Si no fuese por lo que
allí nos espera, por el mero placer de anticiparlo, por el inmenso de vivirlo,
confieso que sería muy remiso a coger un avión, no por miedo a volar, sino por
las múltiples molestias que hay que superar hasta poder subir al mismo, por los
controles exagerados, absurdos, humillantes, uno diría que delictivos que
sufrimos los viajeros estoicamente y como parte del proceso. Por supuesto,
quiero viajar seguro, saber que llegaré a destino -no hablo de accidentes o catástrofes
(ya digo que no me impone lo de elevarme a kilómetros y kilómetros de altura),
sino de esos sucesos que uno confía en no protagonizar y, sobre todo, en que
sean furto de la imaginación de un guionista-, pero sufrir el escrutinio de los
que se supone velan por nuestra integridad obliga como poco (al menos en mi
caso) a un ejercicio de paciencia como casi nunca practico y a recordar
continuamente la buena educación que recibí de mi familia antes de responder;
porque ellos jamás se quedan sin réplica (y muy pocas veces pronunciada con
buenos modos o sonriendo) y, a las malas, representan, son, tienen a la
autoridad (autoritaria, no en el sentido de alguien a quien respetar) de su
parte.
Ingenuo de mí, pensaba que había encontrado el kit perfecto para volar,
el que no da problemas, el que, una vez te despojas de llaves, monedas,
cinturón, móvil, chaqueta o similar si el tiempo así lo aconseja, reloj y todo
lo que debe estar a buen recaudo en la mochilita que siempre me acompaña (todo,
se entiende, lo que es aceptable: lo demás, va en el neceser dentro de la
maleta, a mí nadie me impone cuánto champú he de llevar o con qué gel debo
ducharme si mi marca favorita no fabrica botes de las medidas autorizadas), te
permite pasar tranquilamente bajo el arco detector y recoger lo que previamente
has depositado en una bandeja para que sea convenientemente escaneado; pero
resulta que lo que me sirvió para superar el control a la primera en mayo no me
facilitó el paso hace unos días porque, después de pedir que me remangase los
pantalones como si fuese a pescar, la mujer que iba dando paso a los viajeros
decidió que mis zapatillas debían pasar por la cinta y que mejor me descalzaba.
No pude evitar resoplar que era el mismo calzado con el que tanto aquí,
Barajas, como en Heathrow había tenido acceso y ella, con esa suficiencia que
suele caracterizar a los que llevan uniforme y a veces placa y/o pistola o arma
reglamentaria, me dijo “eso es porque no se dieron cuenta” y al retrucar yo que
ya no sabe uno qué calzado ponerse, ella contraatacó que unas deportivas y me
mordí la lengua para no decirle (y sé que no hubiera sido a volumen bajo) qué
podía explicarme cómo debía llamar a las mías, porque eso es lo que eran: ¡Unas
deportivas rojas!; en fin, tomé aire, me descalcé (¡Canastos, qué frío estaba
el suelo!) y crucé dignamente bajo el arco… ¡que empezó a pitar
desesperadamente! Un señor apareció de repente (casi brotando del suelo como Amanece, que no es poco) y me pidió que
me detuviese sobre el dibujo de unas huellas –de pies descalzos, todo un
detalle para que no parezca nada personal- y procedió al pertinente cacheo para terminar
por franquearme el paso; si, repito, llevaba lo mismo que en el anterior viaje,
¿eso quiere decir que la sensibilidad del aparato era mayor? ¿Que la habían
aumentado? ¿Que mi pendiente, la montura de las gafas o mi anillo son
intolerables para sus parámetros? (a no ser que los pocos tornillos que me
quedan sueltos en la cabeza se hagan notar más de la cuenta). El caso fue que, al hacer lo propio en Londres para regresar, aunque me permitieron pasar bajo el arco
calzado, como imitó al de Madrid y alertó
de una presencia peligrosa, hube de proceder a descalzarme y, como a pesar de
ello seguí siendo increpado por la máquina, de nuevo fui cacheado y, de nuevo,
volvieron a nacer las mismas preguntas en mi interior, a las que en estas horas
previas se une la fundamental: ¿Qué me pongo el viernes para que me detengan lo
menos posible?
Vivimos en un mundo en que somos sospechosos por el mero hecho de
respirar, de estar, de pasear y, por si esto fuera poco, se consiente y permite
un exceso brutal de lo que deberían ser normas elementales de seguridad, las
cuales devienen con suma facilidad en auténticas invasiones de nuestra
intimidad, obligándonos a explicaciones innecesarias, a desnudos literales y
emocionales, al impedimento de un desarrollo natural de nuestra existencia;
siempre hay alguna voz que, ante tu queja, afirma que “si no lo aceptamos, ¡lo
que podría pasar!”, hasta que le toca a él experimentar esa ambigua sensación,
esa inevitable vergüenza de sentirte observado por todo el mundo mientras
vacías tus bolsillos, levantas los brazos, te descalzas y calzas como puedes
(esa es otra: lo mal que acondicionan el lugar previsto), abres el equipaje de
mano si así lo reclaman, es un momento tremendamente violento, agudizado por la
actitud prepotente (y tantas veces chulesca) de los que, crucemos los dedos,
tienen que protegernos y cuidarnos si las cosas se tuercen (visto lo visto,
prefiero defenderme solo). Pero es lo que casi cotidianamente vive la prensa
especializada cuando acude a un pase de prensa: no se les considera
trabajadores y sí cómplices del delito, siendo algunas distribuidoras expertas
en estar ojo avizor, diciendo “que te conozco, que no me la das, que no me fío”,
en lugar de averiguar de dónde sale tanta copia impecable colgada en la red
(cuando algunas investigaciones han llegado a buen puerto, siempre hay alguien
de la compañía o de la profesión –esa que pide que no se le robe- involucrado
en el tráfico ilegal de películas).
Del mismo modo, te conviertes en sospechoso en cuanto no bailas el agua,
tienes opinión propia, discrepas de los afines: ahora sólo funciona la fórmula
"o conmigo o contra mí”, metiendo a todo el mundo en el mismo saco,
reclamando pensamiento único (y se hace tanto desde la derecha como desde la
izquierda, por mucho llamamiento a la democracia que se haga), glorificando a
quien conviene y zahiriendo al que se atreve a alzar su voz para señalar lo que
no le gusta (por ejemplo, la actitud, los modos, el tufillo de Ada Colau, quien
está consiguiendo que una buena y necesaria labor sea considerada peligrosa y
cuya lucha parece más por sí misma y lo que saque que por los damnificados).
Pero, a pesar de la eterna espada de Damocles, uno seguirá su camino, faltaría
más, y el viernes se vuelve a Londres para volver a confirmar que el teatro, el
de verdad, sigue vivo.