Pablo y yo jugamos muchas veces a hacer castings, a buscar el reparto
idóneo para una película u obra de teatro; en ocasiones, se trata de un
verdadero deseo por ver adaptada a la pantalla una obra que nos gusta o porque determinado
texto llegue a las tablas españolas (bien como novedad, bien como reposición),
en otras suele ser una broma que Pablo me hace proponiéndome el elenco más
estrambótico posible y fingiendo que se enfada porque nunca me parecen bien sus
propuestas. Sea como sea, el caso es que muchos de los espectáculos que
disfrutamos en el West End o que se ofrecen en otros escenarios resultan
difícilmente trasladables a España, fundamentalmente (y las cosas hay que
decirlas como son) porque no hay intérpretes idóneos para dar vida a montajes
como Billy Elliot, Wicked, Starlight
Express o Sombrero de copa; por
mucho que uno aplaudiese en su día la My
Fair Lady de Azpilicueta con Paloma San Basilio, aunque jamás olvidaré el
brindis que nos sirvió de preámbulo para gozar con Cabaret -¡Menuda pasada!- o mi boca adolescente completamente
abierta ante El diluvio que viene –con
ese gran Lorenzo Valverde, del que hablaré dentro de poco como merece-, a pesar
de que la primera La bella y la bestia superó
con creces cualquier expectativa (olvidemos esa reposición en la que se quiso
convertir en valor lo que era carencia), soy consciente de que eso han sido
hechos concretos, conjunciones ocasionales de talentos individuales, no marcan
tendencia ni parecen tener visos de continuidad (y la pena es que hay mucho
público que sólo va a conocer ciertos musicales por lo que ve aquí y se hace
por tanto una idea falsa de lo que es el género –aunque Disney lo tenga fácil
siempre y sobreviva sin miedo a la comparación e incluso a pesar de ella-). Y,
al margen de estas consideraciones en lo que a musicales en concreto se
refiere, entrando en el teatro de texto, nuestros repartos siempre quedan cojos
porque o los actores necesarios ya han fallecido (María Luisa Ponte, José
Bódalo, Irene Gutiérrez Caba, Agustín González, José Luis López Vázquez,
Alberto Closas, Laly Soldevila, María Asquerino) o exceden en mucho la edad idónea
para el personaje o su forma física no se lo permite (Amparo Rivelles, Mercedes
Sampietro, Adriana Ozores, María Fernanda D´Ocón, Charo López, Nuria Espert –no
podemos quejarnos en lo que a señoras de la escena se refiere-); y es que se
nota una falla muy profunda e insalvable entre las nuevas generaciones de
intérpretes y los que aún regalan su magisterio cuando pueden o la ocasión lo
hace imprescindible. En cuántas ocasiones, practicando esta diversión que
cuento, he recordado el inicio del último espectáculo de la gran Concha Velasco
(ese Yo lo que quiero es bailar que,
aunque entrañable, divertido y con momentos para el lucimiento, hubiese
merecido un mejor acabado) cuando, al presentarse ante el público, resume su
vida (la de cualquier actor) en cinco momentos y uno de ellos (creo que el
cuarto) reza: “Necesitamos a alguien como Concha Velasco… pero en joven”.
Es verdaderamente injusto (y se abusa demasiado de ello, incluso para
alabar cuando en realidad supone una enorme losa –y para colmo irreal en la
mayoría de las ocasiones-) que pretendamos que alguien de ahora actúe como José
María Rodero o Spencer Tracy o que nos empeñemos en buscar a la nueva Bette
Davis o la sustituta de Gracita Morales; hay que modificar y ampliar nuestro
gusto, no podemos vivir de rentas pasadas o de ver siempre lo mismo,
especialmente cuando el remedo, el vulgar imitador, el que intenta reverdecer
los laureles ajenos y vivir de ellos suele quedarse muy por debajo de los méritos
que adornaban al imitado o directamente caer en el ridículo más espantoso al
colocarse bajo sus auspicios haciendo aún más evidente su mediocridad. Y, en
general, todos rechazamos la reproducción, el sucedáneo, la simulación, es
decir, lo falso, lo rebajado, aunque también llegados a este punto podemos ser
injustos porque, ¿no sería genial alguien que pudiese reproducir Las Meninas con tal exactitud que
hiciese difícil sin ser un verdadero experto y sin los instrumentos de análisis
necesarios distinguir el original de la copia? ¿No sería talentoso el que fuera
capaz de escribir un soneto al modo de Quevedo y, al aparecer por sorpresa,
hacer titubear a los estudiosos, hacerles dudar sobre su autoría? Ayer me dio
por pensar en esta cuestión mientras regresábamos a casa tras asistir al
estreno del espectáculo Abbamania, importado
desde el West End londinense para llenar el escenario del Teatro Nuevo Apolo de
Madrid de ritmo, energía, grandes voces, estupendos músicos, un puñado de
canciones que forman parte de la memoria de muchas personas en todo el mundo y
que siguen ganando adeptos día a día (en parte, gracias al musical Mamma mia!, uno de los pocos que salió
reforzado y mejorado al llegar a España, a pesar de Nina).
Los que crecimos con las canciones del grupo sueco siempre hemos echado
de menos la posibilidad de asistir a uno de sus conciertos, poder bailar mientras
ellos van desgranando su rosario de éxitos en escena y hace unas horas pude
quitarme la espina al dejarme transportar por el enorme talento de los artistas
que están paseando Abbamania por todo
el mundo: no son imitadores, sencillamente han cogido el testigo de los
originales para recrearlos, evocarlos, pero aportando su adrenalina, su gusto a
la hora de sonar e interpretar (¡Qué diferente suena una banda cuando llega
desde Londres! ¡Cómo saben modular el sonido para que no sea estridente y cada
instrumento y las voces luzcan como merecen!), incorporando matices, maneras de
decir, facultades propias (de hecho, Carley Anne Broom canta infinitamente
mejor que Agnetha), pero sabiendo conjugarlo con el sonido Abba, sin
distorsionar, sin extrañas versiones que al margen de no aportar nada
desvirtúen el original y nos hagan añorarlo aún más. Nadie se engañó, por
supuesto, pero estoy convencido que el público (que no paró –no paramos- de dar
palmas, corear, bailar cuando la ocasión lo requería) que anoche se congregó en
el teatro (y confío en que así suceda en cada función) salió del mismo con la
misma electricidad que si hubiera visto a sus ídolos porque como tales se
comportaron los artistas que salieron en escena y, además, nos dieron razones
para admirarlos por sí mismos. Y, claro, para que esa magia tenga lugar ha
habido que ir hasta Londres a buscar a los artífices, a los que la han hecho posible.