viernes, 7 de junio de 2013

TALENTO PROPIO





   Pablo y yo jugamos muchas veces a hacer castings, a buscar el reparto idóneo para una película u obra de teatro; en ocasiones, se trata de un verdadero deseo por ver adaptada a la pantalla una obra que nos gusta o porque determinado texto llegue a las tablas españolas (bien como novedad, bien como reposición), en otras suele ser una broma que Pablo me hace proponiéndome el elenco más estrambótico posible y fingiendo que se enfada porque nunca me parecen bien sus propuestas. Sea como sea, el caso es que muchos de los espectáculos que disfrutamos en el West End o que se ofrecen en otros escenarios resultan difícilmente trasladables a España, fundamentalmente (y las cosas hay que decirlas como son) porque no hay intérpretes idóneos para dar vida a montajes como Billy Elliot, Wicked, Starlight Express o Sombrero de copa; por mucho que uno aplaudiese en su día la My Fair Lady de Azpilicueta con Paloma San Basilio, aunque jamás olvidaré el brindis que nos sirvió de preámbulo para gozar con Cabaret -¡Menuda pasada!- o mi boca adolescente completamente abierta ante El diluvio que viene –con ese gran Lorenzo Valverde, del que hablaré dentro de poco como merece-, a pesar de que la primera La bella y la bestia superó con creces cualquier expectativa (olvidemos esa reposición en la que se quiso convertir en valor lo que era carencia), soy consciente de que eso han sido hechos concretos, conjunciones ocasionales de talentos individuales, no marcan tendencia ni parecen tener visos de continuidad (y la pena es que hay mucho público que sólo va a conocer ciertos musicales por lo que ve aquí y se hace por tanto una idea falsa de lo que es el género –aunque Disney lo tenga fácil siempre y sobreviva sin miedo a la comparación e incluso a pesar de ella-). Y, al margen de estas consideraciones en lo que a musicales en concreto se refiere, entrando en el teatro de texto, nuestros repartos siempre quedan cojos porque o los actores necesarios ya han fallecido (María Luisa Ponte, José Bódalo, Irene Gutiérrez Caba, Agustín González, José Luis López Vázquez, Alberto Closas, Laly Soldevila, María Asquerino) o exceden en mucho la edad idónea para el personaje o su forma física no se lo permite (Amparo Rivelles, Mercedes Sampietro, Adriana Ozores, María Fernanda D´Ocón, Charo López, Nuria Espert –no podemos quejarnos en lo que a señoras de la escena se refiere-); y es que se nota una falla muy profunda e insalvable entre las nuevas generaciones de intérpretes y los que aún regalan su magisterio cuando pueden o la ocasión lo hace imprescindible. En cuántas ocasiones, practicando esta diversión que cuento, he recordado el inicio del último espectáculo de la gran Concha Velasco (ese Yo lo que quiero es bailar que, aunque entrañable, divertido y con momentos para el lucimiento, hubiese merecido un mejor acabado) cuando, al presentarse ante el público, resume su vida (la de cualquier actor) en cinco momentos y uno de ellos (creo que el cuarto) reza: “Necesitamos a alguien como Concha Velasco… pero en joven”.

   Es verdaderamente injusto (y se abusa demasiado de ello, incluso para alabar cuando en realidad supone una enorme losa –y para colmo irreal en la mayoría de las ocasiones-) que pretendamos que alguien de ahora actúe como José María Rodero o Spencer Tracy o que nos empeñemos en buscar a la nueva Bette Davis o la sustituta de Gracita Morales; hay que modificar y ampliar nuestro gusto, no podemos vivir de rentas pasadas o de ver siempre lo mismo, especialmente cuando el remedo, el vulgar imitador, el que intenta reverdecer los laureles ajenos y vivir de ellos suele quedarse muy por debajo de los méritos que adornaban al imitado o directamente caer en el ridículo más espantoso al colocarse bajo sus auspicios haciendo aún más evidente su mediocridad. Y, en general, todos rechazamos la reproducción, el sucedáneo, la simulación, es decir, lo falso, lo rebajado, aunque también llegados a este punto podemos ser injustos porque, ¿no sería genial alguien que pudiese reproducir Las Meninas con tal exactitud que hiciese difícil sin ser un verdadero experto y sin los instrumentos de análisis necesarios distinguir el original de la copia? ¿No sería talentoso el que fuera capaz de escribir un soneto al modo de Quevedo y, al aparecer por sorpresa, hacer titubear a los estudiosos, hacerles dudar sobre su autoría? Ayer me dio por pensar en esta cuestión mientras regresábamos a casa tras asistir al estreno del espectáculo Abbamania, importado desde el West End londinense para llenar el escenario del Teatro Nuevo Apolo de Madrid de ritmo, energía, grandes voces, estupendos músicos, un puñado de canciones que forman parte de la memoria de muchas personas en todo el mundo y que siguen ganando adeptos día a día (en parte, gracias al musical Mamma mia!, uno de los pocos que salió reforzado y mejorado al llegar a España, a pesar de Nina).

   Los que crecimos con las canciones del grupo sueco siempre hemos echado de menos la posibilidad de asistir a uno de sus conciertos, poder bailar mientras ellos van desgranando su rosario de éxitos en escena y hace unas horas pude quitarme la espina al dejarme transportar por el enorme talento de los artistas que están paseando Abbamania por todo el mundo: no son imitadores, sencillamente han cogido el testigo de los originales para recrearlos, evocarlos, pero aportando su adrenalina, su gusto a la hora de sonar e interpretar (¡Qué diferente suena una banda cuando llega desde Londres! ¡Cómo saben modular el sonido para que no sea estridente y cada instrumento y las voces luzcan como merecen!), incorporando matices, maneras de decir, facultades propias (de hecho, Carley Anne Broom canta infinitamente mejor que Agnetha), pero sabiendo conjugarlo con el sonido Abba, sin distorsionar, sin extrañas versiones que al margen de no aportar nada desvirtúen el original y nos hagan añorarlo aún más. Nadie se engañó, por supuesto, pero estoy convencido que el público (que no paró –no paramos- de dar palmas, corear, bailar cuando la ocasión lo requería) que anoche se congregó en el teatro (y confío en que así suceda en cada función) salió del mismo con la misma electricidad que si hubiera visto a sus ídolos porque como tales se comportaron los artistas que salieron en escena y, además, nos dieron razones para admirarlos por sí mismos. Y, claro, para que esa magia tenga lugar ha habido que ir hasta Londres a buscar a los artífices, a los que la han hecho posible.