Las
fronteras separan, segregan, enfrentan; aunque uno comprenda que deben existir
por aquello de la organización, de la estabilidad, de la paz, incluso de eso
tan etéreo llamado “las nacionalidades”, “las idiosincrasias”, “los pueblos”, en
realidad suponen un concepto difuso porque, por mucha Historia que estudies,
por mucha herencia familiar que recibas, nunca tienes claro por qué fueron
trazadas en ese lugar concreto y no más allá o más acá (no hay más que ver los
múltiples problemas –que tantas veces han terminado en tragedia- que han
provocado las lindes de las tierras en el mundo rural, nunca totalmente claras
y definidas o reflejadas con exactitud en algún documento), y te imaginas a
cualquiera corriendo a por su parte como si estuviese colonizando Oklahoma y
aceptando la parcela que le corresponde tal y como la encuentra, la que alguien
ha diseñado primero, al modo en que las grandes potencias se dividieron con
escuadra y cartabón el continente africano en el siglo XIX. Ariel Dorfman
intentó reflejar lo absurdo de tantas líneas inexistentes en defensa de las
cuales se siguen declarando guerras en su obra El otro lado, aunque más allá del planteamiento no supo sino
aburrir a la platea (una lástima que la estupenda Charo López, quien no se
prodiga en las tablas lo que debiera, eligiese este texto para producirlo,
según ella porque no pudo irse a la cama hasta que lo terminó –tendría insomnio
esa noche, porque provoca bostezos desde el tercer minuto-); sin embargo, sí
dejaba en el ánimo del espectador la sensación incómoda de que el drama
estallaba por una razón fútil y, si me apuran, estúpida (tal y como la realidad
ha demostrado tantas veces, pero ni se toma nota ni se escarmienta ni se
aprende). Eligiendo otro ejemplo menos trascendente pero más divertido, y del
que también puede extraerse alguna enseñanza, no convendría olvidar la forma en
que los protagonistas de La extraña
pareja se dividen el apartamento cuando sus caracteres antagónicos
colisionan sin posibilidad de arreglo; y tal vez no haría falta llegar tan
lejos, tener que dibujar ese eje que otorga a cada uno el cincuenta por ciento
de lo que antes era un espacio común, si fuéramos capaces de respetar la
parcela de cada uno, la intimidad, la individualidad, si tuviéramos claro qué
límite no debemos exceder a no ser que nos inviten a ello (sí, ya sé que sueno
demasiado utópico y que esto poco vale para los que se consideran invadidos o
con derecho a invadir, pero si hiciésemos ese ejercicio de comprensión nos
evitaríamos –y también a los demás- muchos roces, tensiones, problemas,
malentendidos).
Me llevó a esta reflexión el final del primer acto de The Audience, la estupenda obra de Peter
Morgan que ha provocado que Helen Mirren reproduzca en las tablas su
multipremiada interpretación de Isabel II; dirigido por Stephen Daldry con el
mimo y elegancia que últimamente ha perdido en cine, el espectáculo es un goce
en todos los sentidos, muy especialmente por la excelencia alcanzada por la actriz,
capaz en segundos de variar sus gestos y manera de hablar para ir encarnando
las diferentes edades de la soberana (y no cronológicamente, lo que aún es más
relevante y plausible). El dramaturgo imagina (al igual que hiciese en su guión
para La Reina, apoyándose en hechos
reales y demostrando un profundo conocimiento de los personajes) cómo han podido ser algunas de las
audiencias semanales que, de modo privado y sin que su contenido trascienda, mantiene
la Reina con el Primer Ministro de turno todos los jueves a eso de las 18.30 en
una habitación del primer piso del Palacio de Buckingham; el primer acto
termina, al igual que comenzó, con John Mayor frente a la monarca, en diciembre
de 1992 –ese que ella calificó como “Annus Horribilis”-, muy poco después de
que se haya publicado el libro de Andrew Morton sobre Diana, justo cuando
Isabel padece un fuerte catarro. El Primer Ministro piensa que, ante todo lo
que se está haciendo público, ante los variados escándalos en que últimamente
está inmersa, la Corona debe tener algún gesto de acercamiento al pueblo y éste
puede pasar por prescindir del Britannia,
el yate real, debido a los gastos que genera (¿Les suena?); la Reina estalla y
empieza a rememorar lo que ese barco representa para su persona, cómo su
familia entrega todo su tiempo a los británicos (“servir a este país es mi
deber y mi privilegio”) y jamás ha expresado ninguna queja por ello, “pero en
algún momento se me debe permitir trazar la línea”. Uno de los mayores
hallazgos de la función es cómo Isabel habla con la niña que fue, aquella que
no comprendía por qué no podía llamar “papá” a su padre, la que odiaba
Buckingham, la que irrumpe en ese momento manchada de tinta como protesta al
trato que sufre por parte de su institutriz francesa, diciendo que va a
deshacerse de ella tras haberla espantado con su grito penetrante y eterno,
recibiendo la aprobación de la adulta que será porque “en ocasiones, alguien
debe trazar la línea”.
Peter Morgan vuelve a demostrar cómo en el Reino Unido sus instituciones
y las personas que las representan deben y saben convivir con la crítica (incluso
con la más descarnada, con la de trazo grueso, con la sátira más desaforada,
con la caricatura más cruel –recuérdese Spitting
Image-) y, aunque algunos intenten acallarla, censurarla, evitarla, forma
parte del juego político, de la necesaria oxigenación del panorama (siempre que
no, nunca mejor dicho, cruce ciertos límites y constituya una práctica
delictiva), de la verdadera libertad de expresión, de una democracia que no se tambalea a las primeras de cambio (hay tanto susceptible, tanto derrotista, tanto interesado en que creamos que lo mejor es el silencio de los corderos). Uno, que es muy poco o nada
monárquico, no puede menos que envidiar la forma en que Isabel II baja a la
arena y da la cara, pide perdón si lo cree adecuado, reconoce sus errores,
rinde cuentas ante el Parlamento y se gana el puesto (y el prestigio y el apoyo
de los que, aunque no la han elegido, la consideran algo propio y necesario)
día a día, ejerciendo como soberana y no como adorno superfluo. En estos
momentos en que (imagino que hasta que vuelvan a frenarle) un juez insiste en
que la Infanta Cristina debe demostrar que no ha tenido nada que ver (ni que
disfrutar) en los (presuntamente) turbios negocios de su marido, son muchos los
que callan por temor a no se sabe bien qué (o sí, pero provoca escalofríos sólo
pensarlo, como para escribirlo), mientras que los cortesanos balbucean
argumentos torticeros a los que dan la vuelta en cuanto la ocasión lo requiere
y se antoja imposible que un dramaturgo, escritor o periodista trence un
argumento similar a los que sabe manejar Morgan (porque, llegado el caso,
secuestramos El Jueves y a otra cosa).
Por fortuna, para muchas cosas, siempre nos quedará el teatro inglés.