viernes, 24 de mayo de 2013

TRAZAR LA LÍNEA


 


   Las fronteras separan, segregan, enfrentan; aunque uno comprenda que deben existir por aquello de la organización, de la estabilidad, de la paz, incluso de eso tan etéreo llamado “las nacionalidades”, “las idiosincrasias”, “los pueblos”, en realidad suponen un concepto difuso porque, por mucha Historia que estudies, por mucha herencia familiar que recibas, nunca tienes claro por qué fueron trazadas en ese lugar concreto y no más allá o más acá (no hay más que ver los múltiples problemas –que tantas veces han terminado en tragedia- que han provocado las lindes de las tierras en el mundo rural, nunca totalmente claras y definidas o reflejadas con exactitud en algún documento), y te imaginas a cualquiera corriendo a por su parte como si estuviese colonizando Oklahoma y aceptando la parcela que le corresponde tal y como la encuentra, la que alguien ha diseñado primero, al modo en que las grandes potencias se dividieron con escuadra y cartabón el continente africano en el siglo XIX. Ariel Dorfman intentó reflejar lo absurdo de tantas líneas inexistentes en defensa de las cuales se siguen declarando guerras en su obra El otro lado, aunque más allá del planteamiento no supo sino aburrir a la platea (una lástima que la estupenda Charo López, quien no se prodiga en las tablas lo que debiera, eligiese este texto para producirlo, según ella porque no pudo irse a la cama hasta que lo terminó –tendría insomnio esa noche, porque provoca bostezos desde el tercer minuto-); sin embargo, sí dejaba en el ánimo del espectador la sensación incómoda de que el drama estallaba por una razón fútil y, si me apuran, estúpida (tal y como la realidad ha demostrado tantas veces, pero ni se toma nota ni se escarmienta ni se aprende). Eligiendo otro ejemplo menos trascendente pero más divertido, y del que también puede extraerse alguna enseñanza, no convendría olvidar la forma en que los protagonistas de La extraña pareja se dividen el apartamento cuando sus caracteres antagónicos colisionan sin posibilidad de arreglo; y tal vez no haría falta llegar tan lejos, tener que dibujar ese eje que otorga a cada uno el cincuenta por ciento de lo que antes era un espacio común, si fuéramos capaces de respetar la parcela de cada uno, la intimidad, la individualidad, si tuviéramos claro qué límite no debemos exceder a no ser que nos inviten a ello (sí, ya sé que sueno demasiado utópico y que esto poco vale para los que se consideran invadidos o con derecho a invadir, pero si hiciésemos ese ejercicio de comprensión nos evitaríamos –y también a los demás- muchos roces, tensiones, problemas, malentendidos).

   Me llevó a esta reflexión el final del primer acto de The Audience, la estupenda obra de Peter Morgan que ha provocado que Helen Mirren reproduzca en las tablas su multipremiada interpretación de Isabel II; dirigido por Stephen Daldry con el mimo y elegancia que últimamente ha perdido en cine, el espectáculo es un goce en todos los sentidos, muy especialmente por la excelencia alcanzada por la actriz, capaz en segundos de variar sus gestos y manera de hablar para ir encarnando las diferentes edades de la soberana (y no cronológicamente, lo que aún es más relevante y plausible). El dramaturgo imagina (al igual que hiciese en su guión para La Reina, apoyándose en hechos reales y demostrando un profundo conocimiento de los personajes) cómo han podido ser algunas de las audiencias semanales que, de modo privado y sin que su contenido trascienda, mantiene la Reina con el Primer Ministro de turno todos los jueves a eso de las 18.30 en una habitación del primer piso del Palacio de Buckingham; el primer acto termina, al igual que comenzó, con John Mayor frente a la monarca, en diciembre de 1992 –ese que ella calificó como “Annus Horribilis”-, muy poco después de que se haya publicado el libro de Andrew Morton sobre Diana, justo cuando Isabel padece un fuerte catarro. El Primer Ministro piensa que, ante todo lo que se está haciendo público, ante los variados escándalos en que últimamente está inmersa, la Corona debe tener algún gesto de acercamiento al pueblo y éste puede pasar por prescindir del Britannia, el yate real, debido a los gastos que genera (¿Les suena?); la Reina estalla y empieza a rememorar lo que ese barco representa para su persona, cómo su familia entrega todo su tiempo a los británicos (“servir a este país es mi deber y mi privilegio”) y jamás ha expresado ninguna queja por ello, “pero en algún momento se me debe permitir trazar la línea”. Uno de los mayores hallazgos de la función es cómo Isabel habla con la niña que fue, aquella que no comprendía por qué no podía llamar “papá” a su padre, la que odiaba Buckingham, la que irrumpe en ese momento manchada de tinta como protesta al trato que sufre por parte de su institutriz francesa, diciendo que va a deshacerse de ella tras haberla espantado con su grito penetrante y eterno, recibiendo la aprobación de la adulta que será porque “en ocasiones, alguien debe trazar la línea”.

   Peter Morgan vuelve a demostrar cómo en el Reino Unido sus instituciones y las personas que las representan deben y saben convivir con la crítica (incluso con la más descarnada, con la de trazo grueso, con la sátira más desaforada, con la caricatura más cruel –recuérdese Spitting Image-) y, aunque algunos intenten acallarla, censurarla, evitarla, forma parte del juego político, de la necesaria oxigenación del panorama (siempre que no, nunca mejor dicho, cruce ciertos límites y constituya una práctica delictiva), de la verdadera libertad de expresión, de una democracia que no se tambalea a las primeras de cambio (hay tanto susceptible, tanto derrotista, tanto interesado en que creamos que lo mejor es el silencio de los corderos). Uno, que es muy poco o nada monárquico, no puede menos que envidiar la forma en que Isabel II baja a la arena y da la cara, pide perdón si lo cree adecuado, reconoce sus errores, rinde cuentas ante el Parlamento y se gana el puesto (y el prestigio y el apoyo de los que, aunque no la han elegido, la consideran algo propio y necesario) día a día, ejerciendo como soberana y no como adorno superfluo. En estos momentos en que (imagino que hasta que vuelvan a frenarle) un juez insiste en que la Infanta Cristina debe demostrar que no ha tenido nada que ver (ni que disfrutar) en los (presuntamente) turbios negocios de su marido, son muchos los que callan por temor a no se sabe bien qué (o sí, pero provoca escalofríos sólo pensarlo, como para escribirlo), mientras que los cortesanos balbucean argumentos torticeros a los que dan la vuelta en cuanto la ocasión lo requiere y se antoja imposible que un dramaturgo, escritor o periodista trence un argumento similar a los que sabe manejar Morgan (porque, llegado el caso, secuestramos El Jueves y a otra cosa). Por fortuna, para muchas cosas, siempre nos quedará el teatro inglés.