Tengo especial predisposición, por mi gusto por la literatura, por mi
placer por las historias, por mi tendencia a soñar despierto, por mi emoción
mitómana siempre a flor de piel, por mi sensibilidad extrema y mi imaginación
desbordada e imparable en esas lides, no es que piense que tengo capacidad de
médium, pero sí me las pinto solo (y desde muy pequeño) para captar las
energías del pasado, para mantener vivas las de las personas que de un modo u
otro han ensanchado mi corazón, para convivir con esas fuerzas intangibles que
nos rodean; sigo siendo aquel niño cautivado tanto por la Historia como por la
ficción (sin olvidar mi temprana afición al cine) que no puede ni quiere evitar
preguntarse qué dirían las paredes de un lugar si pudiesen dar testimonio de lo
que se vivió entre ellas, ese curioso impenitente (y puede que a veces
impertinente) que husmea, presiente, imagina y/o convoca a las gentes que lo habitaron
o pasaron por allí, que cierra los ojos durante unos segundos para que las
sensaciones le lleguen sin interferencias, para que nada perturbe las
vibraciones que, por ejemplo, percibe en algunas estancias de Versalles, en un periplo
turístico por Hampton Court, en aquel inolvidable viaje de fin de curso (y de
EGB) en que paseó con la boca permanentemente abierta por la Alhambra,
admirando sin límites y emocionado con cada detalle, absorbiendo y
aprehendiendo los ecos de épocas pretéritas que aún resuenan en cada rincón. Sin
pretenderlo, el texto de hoy entronca directamente con lo comentado al
principio del que le precedió en este ángulo oscuro del salón (y que pueden
encontrar justo debajo de este), podría repetir parte de lo escrito, así son
los vínculos espontáneos que surgen entre lecturas, entre lo que estas provocan
y/o despiertan; se da el caso de que, al referirme a la última novela de
Vanessa Monfort, recordé la ocasión previa en que le había dedicado espacio en
el blog y ahí precisamente conté en detalle la que sin duda ha sido mi
experiencia más vívida con lo que no dudo en calificar (y no lo digo con miedo
sino como resultado de lo que sentí) como “presencia”, “espíritu”, la energía
que cada uno somos y que, lo aprendimos en el colegio, nunca se crea ni se
destruye, sino que se transforma, por eso estoy convencido (y Pablo, que
percibió mi estremecimiento según se producía, así lo atestigua) de que la
cuñada de Charles Dickens me atravesó, me envolvió antes de que entrásemos en
la habitación en que había fallecido (y a la que no sabíamos que nos
dirigíamos), se me pegó al corazón donde llevo grabada desde la Universidad la
muerte que ella inspiró, la de Nell en Almacén de antigüedades (ese es
el título que lleva la edición que leí y estudié).
Bien es cierto que, como casi siempre,
podría haberme ahorrado el larguísimo prólogo y entrar en materia, pero así lo
he querido porque, en primer lugar, sé que cuento con la generosidad de la
autora a que me voy a referir, que le divierten los paralelismos que establezco
(incluso aunque sean, nunca mejor dicho, de lo más peregrino), que a veces me
pregunta por esos cabos que encuentro en sus novelas y de los que me apasiona
tirar; además, no lo voy a negar, porque es alguien a/con quien me siento muy
vinculado, no sólo en una mágica relación escritora/lector sino, tal y como
ella tuvo a bien señalar en la cariñosa dedicatoria que plasmó en La maestra
de títeres (su anterior y espléndida novela), porque existe una complicidad
personal, porque vemos el mundo de forma muy parecida en diferentes aspectos y
sentí una vibración muy grata y honda cuando conocí el asunto central de su
nueva obra, porque tuve la confirmación definitiva de algo que no era difícil
colegir por muchos de sus títulos: Carmen Posadas también busca y recibe la
energía que queda en los lugares o, como en este caso, en los objetos
personales de alguien. No se puede mirar con inocencia el bombín de Charles
Chaplin en el Museo del Cine de Londres, lo que más me interesa de La
Gioconda si es que se la puede mirar de frente en algún momento en el Louvre
es saber que Napoleón Bonaparte la colgó en su retrete, ¿cómo no pegar el oído para
no perderse ninguno de los susurros, de las voces, de los hechos que han ido
impregnando, enriqueciendo, revalorizando (y no sólo en lo meramente crematístico),
confiriendo un aura única, extrayendo destellos estelares de la considerada,
con toda justicia, la perla más famosa de todos los tiempos? La leyenda de
la Peregrina recorre la peripecia de la así conocida (y no por lo que ha cambiado
de manos como pudiera pensarse/se ha contado a veces erróneamente) a lo largo
de los siglos (seis en concreto), también se nos habla de la impostora, de su
hermana bastarda, de la Pelegrina, de la que ha sido mal nombrada o confundida
con aquella; de un modo u otro, puede que en ausencia, con una mera mención, en
segundo plano u ocupando el foco, la Peregrina se impone como la verdadera
protagonista de las trece historias que conforman esta entretenidísima y cautivadora
novela que Carmen Posadas nos ha regalado y Espasa ha publicado y que, gracias
a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz, convocó a los componentes del Club de
Lectura LL en un inolvidable encuentro vía Zoom que, además, al tener lugar en
la semana previa a Navidad, se transformó (como lo es el propio libro) en el
mejor regalo posible (encuentro que pueden visionar completo en el link https://www.youtube.com/watch?v=i3E-7gvInGM&t=20s).
Carmen Posadas es una de las escritoras que
con mayores sentido del humor, desinhibición e imaginación juega con la
Historia, rebusca en ella, se inspira en lo sucedido para fabular sobre lo probable,
sobre lo incógnito, para cimentar su creación en un minucioso trabajo de documentación
que le permita, como afirmó Vargas Llosa al presentar La fiesta del Chivo,
mentir con conocimiento de causa, es decir, hacer literatura. Aquí se
entremezclan datos y hechos sancionados en investigaciones y tratados, en
enciclopedias y manuales, con la rumorología de cada momento, con lo que ha
llegado a nuestros días en forma de leyenda, no en vano la palabra aparece en
el título, es lo que abunda cuando se trata de la Peregrina, a ello invita,
además, la fascinación que provoca, lo que ha ido dejando a su paso, las manos,
cuellos y bustos en los que ha descansado, las influencias no siempre positivas
que se le han atribuido; es mérito y talento de la escritora lograr la
combinación perfecta para que el conjunto resulte verosímil y equilibrado, para
crear desde las primeras páginas la atmósfera precisa entre ensoñación y
realidad, para dejar que de la perla emanen esencias mágicas que se enseñorean
del lector, rendido una vez más a la prosa envolvente, cálida y jocosa que
lleva muchos años siendo marca de la casa y que servidor admira y disfruta como
pocas.
Hay en La leyenda de la Peregrina un
a modo de mejores momentos de Carmen Posadas, aparecen guiños (a veces muy claros)
a parte de su producción anterior, no en vano escribió La cinta roja o La
hija de Cayetana, por ejemplo, pero no es por repetición sino porque, al
enhebrar trece historias, al conformar este mosaico de novelas (cada parte lo
es en sí misma -de hecho sería maravilloso que se animase a retomar alguna, que
más adelante ampliase lo que aquí se cuenta-), la propia autora se despliega,
varía de tono, incluso de género, utiliza múltiples recursos, huye de la monotonía,
cada capítulo tiene personalidad, autonomía, carácter particular. En su predilección
por aquellos personajes un tanto olvidados, cuando no desconocidos, no son las
ilustres poseedoras de la Peregrina (salvo alguna excepción) las que toman la
palabra sino aquellos que andaban cerca, algunos salidos de la imaginación de
la escritora, otros recuperados de la nota a pie de página o de la esquina
derecha de Las Meninas como es el caso de Nicolasito Pertusato, todo un
personaje (y que, aun con serios problemas para la elección, tiene a su cargo
mi capítulo preferido -pero destacando poco sobre el resto, compartiendo honores
con al menos dos más-). Pero no enumeraré a más componentes del magnífico
reparto conseguido, la plétora de nombres de relumbrón (y otros que merecen
serlo), por no desvelar/anticipar lo que merece ser descubierto durante la
lectura (muchos de ellos, por otro lado, los imaginarán ustedes), tan sólo,
puesto que se trata de otro personaje histórico que debe aparecer, señalaré que
la parte en que se ocupa de Napoleón III es de absoluto impacto, aún más para
quien estudió alguna asignatura relacionada con la comunicación y la propaganda
política en la Universidad (ahí lo dejo en todos los sentidos, que tome nota quien
deba hacerlo). Sin embargo, porque se lo debo a ella, diré que, como siempre me
sucede con las novelas de Carmen (y ella así lo procura, además, no lo oculta),
he encontrado las huellas de nuestra querida tía Agatha, al menos yo he creído
verlas en la estructura, en el modo en que los personajes se presentan ante nosotros
y dan testimonio, parece una de las varias obras que nuestra pariente literaria
común basaba prácticamente en los interrogatorios llevados a cabo por Poirot,
como es el caso de Asesinato en el Orient Express o en esa joyita muy
valorada pero no excesivamente popular que es Cinco cerditos (sobre todo
en su primera parte). Si no he acertado con el rastro, ella me lo dirá, pero el
triunfo en este juego particular es lo de menos, lo importante es que, una vez
más, ha conseguido divertirme, descubrirme cosas, interesarme, sentirme acogido
por sus palabras, hacerme habitar en sus páginas, gozar hasta el deleite con
una novela que, no soy nada original, es una auténtica perla.