Por más que haya un asunto primordial (e
incluso único) en una historia, por más que un personaje protagonista se
imponga por presencia, importancia, acciones, ética, psicología, ambigüedad,
por más que a la hora de hacer un resumen rápido haya consenso y casi todo el
mundo se refiera a una obra artística por un detalle en concreto que la
identifica y hasta singulariza, cada espectador la evocará a su modo, haciendo
hincapié en aquello que más llamó su atención, que se le quedó grabado (para
bien o para mal), en lo primero que le viene a la cabeza cuando la recuerda, en
lo que sigue latiendo con fuerza en su memoria, en lo que le invitó a
reflexionar, en lo que incorporó a su vida (y lo mismo sirve, aunque en sentido
contrario, para aquellas en las que se aburrió, indignó, sintió estafado o
quedó indiferente -y esa falta de sensación es la que permanece-). Así,
asistiendo hace poco a una de las representaciones del nuevo montaje de Oleanna de David Mamet que está
recalando en el Teatro Bellas Artes de Madrid hasta el próximo 15 de octubre (y
que seguirá de gira una vez concluya su estadía en la capital), más allá del
tema obvio en torno al cual gira el argumento, más allá de la insana relación (en
el sentido más amplio del término, ya lo iremos matizando según en qué momento
de la obra nos situemos) que establecen los personajes y mediante la que tantos
puñetazos (y preguntas envenenadas) lanza su autor a la platea, me quedé
impactado por una frase que pudiera pensarse inocente (y tal vez lo sea,
depende de la malicia del oyente) pero que, en ese momento, se me impuso sobre
todo lo demás: es la que sirve para titular el presente texto y la utiliza el
profesor al que da vida con su solvencia característica Fernando Guillén
Cuervo, tildando a la Universidad de ser “cualquier cosa, excepto algo útil”.
En realidad, este tipo de afirmaciones que aparecen aquí y allá, casi al azar y
como si no tuviesen nada que ver con lo que se está contando (con el auténtico
meollo de lo que el autor plantea) sirven para definir (o intentarlo -hay mucho
en lo que profundizar y Mamet deja ex profeso amplias zonas en tinieblas-) al
cáustico, cínico, falsamente amistoso, medrador profesional, al peligroso
espécimen que habita en el despacho que es el único escenario de la función,
ese espacio ominoso y amenazante, esa trampa mortal, esa tela de araña de la
que es muy difícil despegarse y que Luis Luque y su equipo (la escenografía de
Mónica Boromello y la iluminación de Juan Gómez Cornejo son definitivas e
imprescindibles para que el director pueda mover las piezas y utilizar el
espacio con su elegancia habitual) manejan rehuyendo lo obvio, lo más
convencional, incluso haciendo lo contrario a lo que pudiera esperarse (es
portentoso cómo se va ahondando el abismo entre ambos, el agujero negro que
podría absorberles, cómo se van separando físicamente los dos personajes en las
sucesivas escenas mientras en el patio de butacas nos vamos sintiendo más
atrapados y asfixiados), dado prioridad a las palabras pero también a los
gestos, a los casi imperceptibles, a los intrascendentes, a los espontáneos,
así Fernando Guillén sólo necesita un par de sonrisitas, un (así de claro)
recolocarse los genitales con displicencia y sin recrearse, como gesto mecánico
y cotidiano de quien remarca su posición de poder, unas manos blandengues que
por segundos tornan en garras, un trabajo muy meritorio por la ausencia de
cualquier ostentación y por no intentar resultar simpático (al espectador, sí,
por supuesto, a su alumna en la ficción) que deja ver a las claras desde el
principio que el profesor no es trigo limpio.
Oleanna
es un texto necesariamente polémico porque provoca que nos cuestionemos
muchas cosas que damos por hechas y aceptamos con naturalidad (o sencillamente
hemos dejado a un lado, ni tan siquiera nos preocuparon en algún momento) o
porque nos hace caer en la cuenta de que hemos avanzado muy poco (o nada o
incluso hemos ido hacia atrás) en la implementación de libertades elementales; a
pesar de los veinticinco años transcurridos desde su estreno, los efectos
siguen siendo casi inmediatos y perturba e incomoda con la misma virulencia, no
ha perdido ni un ápice de dolorosa, patética y abominable actualidad, por más que
en aquel no tan lejano 1992 motivase una ola de indignación, protesta e incluso
violencia en el vestíbulo del teatro tras la representación, no sólo por lo que
contaba y cómo lo contaba, sino porque en esos momentos un candidato al
Tribunal Supremo de EEUU (el juez Clarence Thomas) había sido denunciado por
acoso sexual a una profesora universitaria y, puesto que el conflicto en escena
estalla en torno a una acusación similar (cuya posibilidad/realidad el
espectador intuye/comprueba desde los primeros minutos), fueron muchas las
voces que consideraron a Mamet un oportunista y, para colmo, un misógino. De lo
primero se defendió afirmando que estaba trabajando en la obra antes de que
esta noticia saltara a la luz (y que, además, él no poseía “soluciones fáciles”
y mucho menos respuestas –arenas pantanosas en las que siempre nos hunden sus trabajos,
nos lleva hasta el límite o nos obliga a sobrepasarlo y nos deja desprotegidos
frente a los efectos, busca remover, rehúye la comodidad, es inevitable la
polémica, que no el escandalizar por el mero hecho de hacerlo, porque obliga a
posicionarse-), de lo segundo, lo de misógino, no es tan sencillo exonerarle
puesto que el personaje de Carol es excesivamente monolítico y un tanto
mecánico, es más una tesis que una persona, el otro día en Facebook comenté que
era un rol descrito pero no escrito, es decir, es un concepto -o muchos- que se
explica tal cual, en frío, sin que una humanidad plausible y verosímil lo
arrope (como sí sucede con el profesor, repugnante, baboso, untuoso, el
adjetivo que cada cual quiera dedicarle, pero en el que podemos reconocer a un
semejante -aunque tal vez no sea ésta la palabra más pertinente- al que habrá
quien ponga nombre y apellidos concretos), Mamet lo lleva de un extremo a otro
sin solución de continuidad, fuerza demasiado la máquina y en ese momento puede
parecer (no creo que sea su intención) que toma partido porque ella se erige en
verdugo y la alimaña diríase torna en víctima, Luis Luque consigue equilibrar
tonos (por más que el viraje del texto sea muy brusco) porque sus actores
evitan cualquier tentación de estereotipar comportamientos, actitudes, incluso
movimientos, destacando en el tramo final el estupendo trabajo de Natalia
Sánchez que inyecta sangre a un personaje que, en esencia, está bastante hueco
y que, de no mediar un trabajo tan milimétrico y comedido como el desarrollado
en esta ocasión, se queda en la carcasa a la que el autor lo reduce y es malinterpretado
(y a veces también mal interpretado -no aquí-) y mal comprendido (por director y/o actriz y, desde luego, por el público puesto que no se lo hacen comprensible).
Y alguno esperará que ahora me explaye sobre
la Universidad, que como tantas veces dé la vara con mis batallitas, no negaré
que en un principio era mi intención, pero creo que el montaje, el teatro,
merece su propio espacio sin necesidad de estrambotes o parrafadas a deshora
(por más que fuese esa frase la que destapó la caja de los truenos -aunque
tampoco se trataba, o no sólo, de una borrasca en toda regla-), quede tan sólo
reseñada esta anécdota en concreto, reflejo de muchas experiencias vividas como
espectador: aunque a la hora de hablar/discutir (en el sentido dialéctico, no
como aquellos espectadores de 1992 en EEUU) sobre Oleanna siempre habrá mucho que decir sobre la situación que
plantea y cómo la enfrentan los dos personajes, un servidor no podrá olvidar
que, en un momento dado, el profesor protagonista considera que la Universidad
es “cualquier cosa, excepto algo útil”, pero a él le sirve para alcanzar la
posición privilegiada que cree merecer y, de este modo, poder ejercer su
despotismo con mayor impunidad, para aureolarse de un prestigio que no parece
bien ganado ni merecido y de una autoridad que sólo entiende en el sentido de
poder y no por el crédito conseguido al demostrar su competencia académica,
intelectual y pedagógica (y, eso sí, con qué poco aparataje y con qué acierto de
estupendo actor consigue Fernando Guillén Cuervo hacer evocar a algún
dictadorzuelo misógino -y a algún incapaz- al que uno -y el resto de la clase-
hubo de hacer frente en aquellos años en que, por cierto, Mamet escribía y
estrenaba su obra, esa que ahora recibe savia nueva y vivificante en el Bellas
Artes de Madrid hasta el 15 de octubre-).