jueves, 21 de marzo de 2019

"VOY A MATARME POR LLEGAR"




    Aunque tiendo a escoger como título de estos desvaríos frases de canciones u otras procedencias (pero abundan las primeras) y, por así decirlo, me las apropio (procuro que, con mayor o menor fortuna, se integren en el texto, formen una unidad, algo difícil de ver en ocasiones, lo acepto, ya que abuso de un código casi restringido a mí mismo), normalmente aparecen tal cual, sin comillas que las identifiquen como cita, diré en mi descargo que es una práctica muy habitual en periodismo, publicidad, hasta para titular libros y películas, se busca la complicidad del lector, una rápida identificación, en general se trata de temas muy conocidos por y para la gran mayoría y, en todo caso, volviendo a lo particular, jamás negaría la autoría a quien correspondiese si se me preguntase (algunas veces, alguien me ha dicho que la frase le suena pero no sabe de qué), pues, empecé diciendo, aunque esa que he descrito suele ser una dinámica habitual, hoy he colocado el signo ortográfico bien grande para que no haya dudas, es decir, para dejar claro que uno no llega a esa intensidad o, mejor dicho, la disimula un poco, la refrena y se oculta detrás de lo que otro (Miguel Bosé, por si hay quien no lo recuerda/reconoce) escribió y cantó primero. Pero, las cosas como son, aunque quiera rebajar mi manera tremenda de tomarme las cosas (especialmente las que más deberían resbalarme o apenas afectarme), sólo en muy determinados momentos soy capaz de no dejarme llevar por lo que durante bastante tiempo le robaba (es lo mío, ya lo ven) a Olé Olé para afirmar que “no logro reprimir el vicio de vivir” e incluso pregonaba esta manera habitual de comportarme como algo positivo, como muestra de mi estar en este mundo, de mi ir a mil (o llegar desde el cero a esa cota en menos de un segundo), de mi interés por y/o implicación con lo que o quien fuese, con lo que provocase esa reacción desorbitada, cuando en realidad es una cruz, un lastre, una carga muy pesada y no sólo para uno mismo sino, especialmente, para los que me rodean y sufren los furiosos oleajes de una hipersensibilidad tan extrema (agudizada en los últimos tiempos por varios motivos que no justifican mis desbarres -porque así los vivo, los mastico, no los digiero, me los reprocho-) que me hace caer en la irracionalidad más desatada, lanzándome al vacío incluso cuando soy consciente de ello (ya me conocen, un oxímoron andante, contradictorio a pesar de mis esfuerzos, ciclotímico imparable -de nuevo un clavo ardiendo al que agarrarme porque si sé que soy tal cosa, puedo estar alerta y embalsar el embate todo lo posible-).

   Podría decirse que lo anterior, como tantas de mis extensas parrafadas, es la mejor muestra de todo esto que cuento (y de lo que haya quedado fuera pero los sufridos y leales visitantes de este rincón conocen bastante), en gran parte porque, como se ve, la frase que lo encabeza me representa y habla por mí por más que la camufle entre comillas, también podría haber escogido alguna de las muchísimas frases (y casi páginas enteras) que he sentido como mías, que me han sacudido, conmovido, lacerado, impactado, me han hecho temblar, llorar, mirarme en un espejo, contemplar la radiografía más potente (por no decir disección y hasta autopsia) de muchos sentimientos que se agolpan (y golpean) en mi interior, da igual que las circunstancias concretas sean otras, es lo mismo que a ratos hable de cosas bien distintas y ajenas (aunque a veces sólo en apariencia, por eso hay que rascar, horadar, llegar al tuétano), como digo podría, sencillamente, haber plagiado descaradamente a Daria Bignardi y hacer pasar por propias unas palabras que suscribo y rubrico, que (me) hablan de mí como pocas veces he experimentado, que, como se dijo en la presentación de su libro en Madrid hace cosa de dos semanas (robando el comentario a una lectora), me representan. Y es que Historia de mi ansia, que aparece en castellano con traducción de Montse Triviño y publicada por Duomo Ediciones, habla precisamente de eso que anuncia su título, no oculta sus cartas, no se anda con metáforas, lo que no es óbice para que haga esta prospección a lo más oculto/oscuro/terrible de cada uno con suma sensibilidad, con precisión y equilibrio, desgranando ansiedades y latigazos contra uno mismo sin aparente furia casi más como suplicio malayo que barrena lenta pero implacablemente, arrastrando (al menos en mi caso, pero fue sensación compartida con las habituales compañeras lectoras -allí estuvimos gracias, como siempre, a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz-) al lector en la caída, puede que decir inmersión sea más preciso/útil porque, ya puestos, mejor encarar la lectura con esa actitud de autoexploración, de identificar al enemigo (nosotros mismos, eso ya se sabe, sólo queda afrontarlo de verdad y emplear esa ansiedad en desterrar lo que no nos gusta, lo que nos hace sentir mal, lo que daña a quienes queremos, lo que nos impide demostrar nuestros afectos sin tapujos ni medias tintas, sin equívocos, sin restricciones, sin cobrar peaje y sin pagarlo), mucho mejor (aunque uno se sienta/sepa involucrado) escarmentar en cabeza ajena, es decir, en la de Lea, la narradora: “No reprimo mis impulsos, sino que los agoto. Siempre he trabajado demasiado. Lo que me impulsaba a excederme no era la ambición: era el ansia de hacerlo todo y hacerlo siempre lo mejor posible. Mi trabajo era la parte más fácil, pero sentía la obligación de no faltar a ningún ensayo ni a ninguna entrevista con los profesores, de llevar a los niños al pediatra, preocuparme por sus amistades, sus deportes, su alimentación… Quería ocuparme de todos los detalles de su vida”.

   Podría volver un momento a la citada canción de Olé Olé que, durante mucho tiempo, utilicé como bandera (y aún lo hago de vez en cuando, no ha perdido vigencia en lo que a mi ánimo se refiere), rememorar, por ejemplo, lo de “voy a mil y no puedo parar, inútil controlar mis deseos”, ese querer llegar a todas partes e intervenir/participar en todo (y mira que cada vez soy más asocial y anacoreta, pero hasta eso me lo tomo a la tremenda), ese no saber delegar (y si se hace siempre brota el arrepentimiento, a veces en forma de autoflagelación descarnada), aquello que reconocía Jane Fonda en sus memorias casi con las mismas palabras que acabo de citar y que Daria Bignardi pone en boca de su protagonistas, en modo similar a lo que Elizabeth Smart hacía hasta un extremo casi insoportable (aunque había que parar para tomar aire ante la nula empatía consigo misma que demostraba) en esa terrible pero al mismo tiempo formidable joya, en ese testimonio desolador e implacable que era En Grand Central Station me senté y lloré; lo que diferencia sensiblemente (en toda la extensión de la palabra) a Smart de Bignardi es que esta crea un personaje que, aunque se recibe de un modo muy directo e inevitablemente nos lleva a preguntarnos cuánto habrá de la autora en él, da voz a mucha gente (ella misma lo explicó: ha tomado de aquí y de allá, a veces no está de acuerdo con lo que Lea hace/dice), alguien que sacude por su verdad pero que, en última instancia, es un ente de ficción (y no por ello, todo lo contrario, perturba y duele menos, es un magro consuelo porque lo que importa, los sentimientos, son más que verosímiles, son auténticos), un personaje que, además (y ahí se distancia por completo de la otra escritora), se encuentra/coloca en una encrucijada por motivos de salud, porque debe enfrentar un diagnóstico poco halagüeño, eso la lleva a colocarse bajo un microscopio y a hacer lo mismo con los que la rodean, a erigirse en juez implacable ya desde las primeras definitorias y lapidarias frases -“Shlomo sostiene que enamorarnos fue una desgracia. La primera vez que lo dijo me dolió, pero luego comprendí que tenía razón: juntos somos infelices”- rematadas pocas líneas después con un “Juntos no estamos bien, pero tampoco podemos separarnos” que es mucho más que una carga de profundidad, que remueve e incomoda por certero, por sentencia (también en todos los sentidos) sobrecogedora en su brutal sinceridad, la misma que vertebra, da carta de naturaleza, engrandece toda la novela, tanto en lo referente a las relaciones sentimentales como en lo relativo a la enfermedad, buscando razones, porqués, haciendo justicia con tantos enfermos a los que se mira mal, se silencia, se apabulla con placebos en forma de palabras y actitudes que supuestamente van a provocarles una mejoría cuando no la cura, a los que se culpabiliza cuando no aceptan tales “remedios”. Lea es escritora, se ha ocupado en otras ocasiones de cosas que no le han pasado, cosas que sólo cree conocer hasta que las vive en primera persona: “Pienso en mis novelas, en cuando hablaba de las enfermedades como si fueran pruebas, oportunidades, incluso momentos de redención. Y es verdad, mientras solo afecten a los personajes. El dolor físico es un asco. (…) Y le tengo pánico a las náuseas. No quiero hablar de la enfermedad, ni de cómo me encuentro ni de médicos y tratamientos. No quiero recordar las analíticas ni los tratamientos intravenosos. No puedo, me entran ganas de vomitar, como si me estuvieran torturando”. Pocas veces he leído una defensa tan encendida y necesaria del derecho del enfermo a quejarse (qué bien me lo contó Mayra Gómez Kemp, precisamente cuando mi padre estaba ingresado en urgencias y, sin ser conscientes de ello todavía, apenas le quedaba una semana de vida), a decir que le duele, a que no le vengan con zarandajas ni buenismos, a pisotear discursitos de diversa índole que hablan de pruebas, sacrificios y/o heroísmos: “No sé qué me esperaba. Me siento estúpida: infravaloro las cosas importantes y sobrevaloro las que a la postre son irrelevantes. No estaba preparada para el disgusto que me llevo cada vez que me miro al espejo. Toda la vida me he dicho a mí misma que era audaz, que no le tenía miedo a nada, pero en realidad soy como los demás. Peor que los demás. Me da vergüenza que los chicos me vean, no quiero que se pongan tristes. Los jóvenes no tienen anticuerpos para la desolación. No sé qué pensaba: ¿que me raparía el pelo como Sinead O´Connoer o como Demi Moore en “La teniente O´Neill” y que estaría igual de guapa que ellas? La verdad es que no hay mucho que rapar: estoy desplumada y mi aspecto impresiona. La quimioterapia no tiene nada de heroico. Solo náuseas, miseria, fragilidad y veneno”.

   Y, como se ha dicho, Lea parece encontrar las razones (o gran parte de ellas) de su enfermedad en su manera de ser (“Tal vez es que al sentir demasiado nos consumimos, enfermamos, morimos. ¿Mi ansia creativa se ha vuelto destructiva?”), en esa ansia que, piensa, heredó de su madre, aunque por otro lado se pensaba a salvo precisamente por afrontar la vida de ese modo (“Creía que el cáncer era algo que afectaba a las personas que no afrontan sus penas. Yo siempre he desentrañado las mías”), se comporta como un animal herido (es lo que es, es lo que somos, tanto en lo que se ve o puede detectar más o menos a simple vista como, especialmente, en lo que anida -y se enquista- en nuestro interior), es intensamente injusta (o viceversa) consigo misma y con los que la rodean (“«No tienes piel», me dijo una vez Shlomo, enfadado. Soy emotiva, impulsiva y, según él, irracional. Pero sin piel las emociones se sienten más intensamente y mi ansia era la gasolina para todo: escribir y vivir”), incluso con aquellos con los que tiene motivos para comportarse del modo en que lo hace (“Descubrir que tienes una enfermedad te catapulta hacia una dimensión de libertad. No puedes programar nada, excepto el tratamiento. De repente, dispones de más espacio en el disco duro del cerebro. No digo que enfermar sea una suerte. Me irritan los místicos de la enfermedad: ponerse enfermo y curarse no tiene nada de heroico, se hace y ya está. En todo caso, existe cierta nobleza en la discreción”). Y precisamente por las lágrimas vertidas durante la lectura, por los encogimientos de alma y corazón sufridos, por palabras que golpean aunque sea con delicadeza literaria, por la honestidad de la propuesta y de su acierto a la hora de desarrollarla, porque, sin necesidad de enfermedades ni torturas (sobre todo de las segundas, que son las que podemos evitarnos -también a los demás-), todos tendríamos que ser a veces Lea (incluso en la intensidad si eso nos lleva a reaccionar), Historia de mi ansia se ha convertido en ello, es decir, el adjetivo posesivo me representa, la he hecho mía, como creo que, da igual por qué motivos, frases en concreto o sentimientos, hará cualquiera que se asome a sus páginas (y no podrá/querrá evitar la zambullida): “Si no me hubiera matado a trabajar, si me hubiera protegido más, si hubiera comido un poco de todo, si hubiera actuado con moderación, de forma racional, si no hubiera planteado preguntas difíciles, si no me hubiera metido en todas las batallas y no hubiera aceptado todos los desafíos, si no me hubiera casado con un hombre que me hace sufrir, si me hubiera conformado con disfrutar del viento entre las ramas y no me hubiera obligado a superar mis límites, tal vez mi cuerpo habría sido capaz de mantener a raya la enfermedad. Pero no lo hice. Mis errores son lo que queda. Las alegrías, los impulsos, las emociones y las pasiones, los riesgos que he asumido…, todo eso es mi vida. Los errores han hecho de mí lo que soy”.

domingo, 10 de marzo de 2019

¡QUÉ DISTINTA VENECIA SI FALTA EL AZUL!





   No debe privarse quien así lo desee de canturrear el título de este escrito con la música de la maravillosa canción que estará por siempre unida a la susurrante, emocionante y bellísima voz de Charles Aznavour, tampoco es que lo haya puesto muy difícil (en gran medida porque no soy tan ocurrente y me limito a recoger lo que crearon otros), tan sólo me he puesto a juguetear un poco con una de esas músicas que llevo en mi corazón desde casi antes de tener uso de razón gracias, como tantas cosas, a la tía Carmen (aunque ahora ella apenas recuerde eso y casi todo lo demás); en realidad, podría decirse que la palabra (o sea, el lugar) llegó a mí de esa manera, “qué profunda emoción recordar el ayer cuando todo en Venecia me hablaba de amor”, antes de descubrir más sobre su historia, sobre su realidad, sobre el Festival de Cine, antes, por supuesto, de dejarme arrebatar por Thomas Mann y Luchino Visconti, ya estaba ahí Venecia como destino romántico y al mismo tiempo como cruel latigazo que deja al descubierto las heridas sin cicatrizar del amor perdido, aunque era pronto para descubrirlo/saberlo me estaba enfrentando a las dos caras (por resumir) de la ciudad, escenario  e inspiración de lo más bello y también de lo más terrible, en sus calles (y callejuelas) convive el arte con la miseria, en sus canales suspiramos de éxtasis y arrugamos la nariz ante un inevitable hedor que, lo que son las cosas, uno no percibe como tal o envuelve en aromas y fragancias estimulantes cuando está enamorado, no otra cosa dice Aznavour, -“eres otra Venecia, más fría y más gris”-, si cualquier ciudad se ve con otros ojos cuando se visita de ese modo (algo que experimenté con enorme virulencia en París, nunca me ha parecido tan magnífica como cuando paseé por ella junto a Pablo -aunque ya la había conocido y pateado-, jamás podré regresar a sus calles si no es con el mismo sentimiento y alguien -ojalá la misma persona, así que pasen los años- con quien compartirlo, ese es el desencanto que destila la canción que, sin embargo, tan hermosa -en parte por dolorosa- resulta).

   Y eso es lo que nos confiesa Marina G. Torrús en el momento de comenzar uno de nuestros encuentros (comandado, por supuesto, por la gran Pepa Muñoz): “Fui a Venecia en viaje de novios hace veinte años, el caso es que no quería ir, me parecía cursi, como demasiado obvio, pero me cautivó desde que llegué y encima, cuando vas enamorado, te afecta más”. Al margen de vivir algo que nos ha pasado a la gran mayoría de los que hemos visitado la ciudad, bien sea llegar con demasiadas expectativas o hartos y escamados de cierto estereotipo propio de agencias de viajes, con mucha información en el disco duro, óperas, músicas, personajes, carnavales, estrellas de cine, historias, leyendas, mitos, el caso es que en cuanto tienes San Marcos frente a ti (allí nos dejó, como a tantos visitantes, el taxi acuático que nos recogió en el aeropuerto, dándose la circunstancia de que el hotel estaba a pocos metros de la catedral) es como si, por un lado, olvidases todo lo ensoñado (y lo temido), mientras que al mismo tiempo todo aquello y lo que empiezas a percibir/experimentar por ti mismo se mezcla y agita para que el deslumbramiento (y una sublime y cálida emoción) sea incontenible (para colmo, uno es propenso a imitar a Stendhal en este tipo de circunstancias, lo hice en Florencia -no podía ser de otra manera- aunque reservé el síndrome para el David de Miguel Ángel), pues, como decía, Marina también cayó cautivada y rendida ante Venecia pero, además, encontró el punto de partida para su primera novela para adultos (es autora junto a Christian Gálvez de la serie infantil El pequeño Leo Da Vinci, con diez títulos publicados hasta el momento), motivo por el que, como decía, nos reunimos con ella hace cosa de un mes, justo cuando Suma de Letras lanzaba al mercado Azul Venezia. Y, por fin retomo el hilo, fue en aquel viaje donde esta estupenda novela comenzó a fraguarse: “Visitamos el Museo della Pietà y allí conocí algo de la historia de aquellas niñas huérfanas, las alumnas del Ospedale, conocidas en toda la Europa de la época porque se decía que eran “la voz de Dios”: niñas indefensas, ocultas, cantaban sin que las pudiera ver, Vivaldi fue su maestro durante un tiempo, era un material de lo más apetecible”. Y, de nuevo, gracias a la fuerza del amor, la periodista y guionista se atrevió a dar el salto en solitario a la narrativa para público adulto: “Fue mi marido el que tuvo una fe ciega desde el principio tanto en el proyecto como en mí, me dijo que debía lanzarme y escribirlo sola. Confieso que yo le di muchas vueltas porque sabía que sería mucho tiempo de investigación, hay sido dos años, en los que habría que suspender otros trabajos, me parecía un riesgo enorme, pero me puse y… ¡salió, jajaja!.” ¡Y de qué manera, diría este lector entusiasmado!

   Azul Venezia es una novela de misterio (puede que dicho en plural se acercase más a lo que su autora consigue) pero, además, es una novela de un importante y muy bien recreado (e integrado en la trama principal) trasfondo histórico, es de aventuras, es de amor (en sus diferentes manifestaciones), habla sobre música, sobre arte, sobre impresión de libros, sobre medicina, es absorbente y poderosa, posee el ritmo perfectamente medido y controlado propio de una guionista que conoce muy bien su oficio y que ha sabido dejar fuera los posibles vicios adquiridos, combinando con soltura y efectividad diálogos llenos de viveza e información con descripciones detalladas y necesarias de escenarios y, sobre todo, del interior de sus personajes: “Lo que me gusta es contar historias, lo de menos es el canal escogido para ello, se trata de encontrar el impulso y ponerte a la tarea. Sí es cierto que aquí me he soltado porque, además, no tenía que discutir con producción ni echar cuentas de cuánto costaría rodar cada secuencia, jajaja”. Así, combinando lo mejor de sus diferentes facetas profesionales (es, además, periodista), Marina crea atmósferas que estimulan y convocan nuestros sentidos, tiene un modo de narrar pleno de plasticidad en que todo cobra vida (y sentido), especialmente notable y conseguido es el tratamiento que da a Venecia que, en definitiva, se presenta ante nuestros ojos como el personaje principal, el que afecta, maneja, altera las vidas de los demás, influyendo en su ánimo, en sus aspiraciones, en los aspectos más nimios de su cotidianeidad, en su vida y en su muerte, mágica y terrible, señorial y putrefacta (especialmente en lo moral), inspiradora y carcelaria, laberíntica, opresiva, caleidoscópica, cualquier adjetivo le cuadra, del más encomiástico al más deleznable: “En Venecia los opuestos son posibles, conviven, hay luz y hay sombras, más aún en aquella época en que todo está agudizado porque la República caerá en breve”. La acción se sitúa en 1716 y desde las primeras páginas conocemos a las que, así lo hace la propia autora, son las dos protagonistas femeninas: Caterina Sforza, la hija y aprendiz del mejor forense de la ciudad, una heroína inolvidable, y, por supuesto, Venecia que también “es una mujer y, sin duda, lo es de acción, ese es el espíritu que impregna la historia y, de alguna forma, también a Caterina, claro. Es una mujer que lo pierde todo y sabe resurgir de sus cenizas y recuperar lo perdido, es una manera de animar a que las niñas, las mujeres jóvenes se preparen, estudien, hay muchos ejemplos en los que mirarse en aquella época”. Varios de estos aparecen en Azul Venezia, tanto reales (Rosalba Carriera) como ficticios (la maravillosa Madame Chevalier), todos al servicio de la historia y de lo que la autora quiere transmitir: “En estos años finales de la República, cuando el león alado que regentaba la ciudad estaba próximo a expirar por la crisis económica y moral que carcomería la sociedad y las instituciones, mientras sus habitantes miraban para otro lado perdiéndose en fiestas, músicas y bailes, un puñado de venecianas alzaron su voz pareciendo locas descarriadas a los ojos de los hombres. Una pintora, varias poetas, algunas meretrices y ciertas damas nobles reclamaron con su conducta una mejor educación, mayor espacio y más libertad. Pelearon por construir lugares y ocasiones para salir de sus casas, como cuando crearon tertulias en las que debatir el conocimiento racionalista. Fundaron publicaciones. Compusieron música. Y todo eso lo hicieron con una verdad que les quemaba las manos y, por tanto, debían soltar: los sueños de las mujeres son importantes”.

   Con un escenario/personaje como Venecia es inevitable (uno se atrevería a decir imprescindible) que, como ya se ha apuntado, la novela posea diferentes tonos/estilos, se mueva con holgura y brillantez por diferentes géneros por más que todos se aúnen sin fisuras en una voz narradora pletórica de energía y sensibilidad (no son incompatibles ni mucho menos antónimas, todo lo contrario), capaz de ascender a lo excelso y descender a lo truculento, siniestro o pavoroso sin que le tiemble el pulso: “He procurado que el libro también tenga ternura porque hay demasiado dolor, que tiene que estar, pero no se podría sostener si no tuviese contrapuntos. Por eso aparecen la nereida, la magia, ese niño que protege a un bebé en sus brazos, el padre y su relación con Caterina, por supuesto el capitán [Alfonso Guardi, un personaje hermosísimo], incluso el espía [Morelli, un absoluto hallazgo] tiene sus pozos de ternura”. Merece algo más que un comentario entre corchetes (como el resto, pero es cuestión de agotarles para que pueda zambullirse en la lectura cuanto antes, deseo y anhelo) lo que supone el dottore, el padre de Caterina en la historia y, por supuesto, en la personalidad de su hija, cómo cree en ella, cómo le posibilita el acceso a un conocimiento que (como demasiados) estaba vedado a una mujer en aquel momento (algo que no es exclusivo, por desgracia, de épocas pasadas), cómo la estimula, cómo le permite ser ella misma y cómo le habla sin paños calientes: “(…) también el «dottore» le mostró el mundo de las sombras que habitan la ciudad. Le previno de los hombres y mujeres que esconden sus almas tras las máscaras de un carnaval infinito y aún más de los que no las llevaban jactándose de no ocultar nada, pues esos -le dijo- son los peores. Le advirtió de la envidia que se filtra por las piedras y se extiende por el agua de los canales y los pozos de los que beben cada día los venecianos. Y le habló de lo poco que vale la vida de alguien cuando hay dinero, no mucho, de por medio. Había visto demasiados cadáveres como para no saberlo”. No es por pereza por lo que opto por detenerme aquí, sino porque creo haber reflejado suficientemente el placer que ha supuesto habitar en las páginas de Azul Venezia y haber dado las pinceladas justas para no desvelar nada importante y que, en la medida de lo posible, los posibles (que confío sean muchos) lectores lleguen a su lectura con más inocencia de la que uno lleva cuando pisa Venecia por primera vez (aunque bien se ve que la ciudad abate cualquier prejuicio y supera con creces lo que uno se imagina). Tanto para los que vayan a por la novela como para los futuros visitantes (novatos o reincidentes) de la ciudad, ciérrese el texto con el portentoso arranque del capítulo 39 del libro: “Antes de amanecer, Venecia azulea. Lo hace con un añil atornasolado y prodigioso. Resaltando el color amarillo de velas y fuegos prendidos durante la noche. Regalando una promesa de lujo y belleza al día que está por venir". O, permítanme este a modo de coda, a la lectura que está por iniciarse.