martes, 25 de abril de 2017

CRÓNICA NEGRA







    Aunque la emoción ante un libro que me resulte apetecible (incluso diría apetitoso, ya que la boca se me llena de saliva e incluso me relamo si es un título largamente esperado por una razón u otra), aunque el tamborileo del corazón, el crujir de tripas, las reacciones físicas y emocionales sean fácilmente perceptibles y no han menguado en lo más mínimo (como mucho, he aprendido a contenerlas, a refrenarlas si la ocasión así lo exige), es cierto que en los años de adolescencia, aquellos en que quería leerlo todo, esos en los que descubrir a Bastián y querer, como él, ser abducido por las páginas de La historia interminable (aunque, adorando ese libro como lo hice, puesto a vivir tal experiencia, me parecía mucho más atractivo acompañar a la señorita Marple en alguna de sus pesquisas, ser el cuarto investigador en aquella colección presentada por Alfred Hitchcock o formar parte de la impresionante nómina de personajes que poblaban las páginas de Los renglones torcidos de Dios, me daba igual tener que estar internado en un psiquiátrico -rarezas (o no tanto) de ratón de biblioteca-, el caso era formar parte de aquellas historias que me ayudaban a soñar, con las que llenaba horas de diversión, evasión y aprendizaje), antes de irme por las ramas como tantas veces quería decir que en ese periodo en que empezaba a ser lector adulto aparecían miles de libros que reclamaban imperiosamente mi atención sólo por su sonoro título, así fueron apareciendo en mi vida lectora Y Dios en la última playa, El dios de la lluvia llora sobre México, Los cipreses creen en Dios (me acabo de dar cuenta de repente de que esta palabra se repetía mucho), Toda la noche se oyeron pasar pájaros, Los árboles mueren de pie (antes de representarla, antes de conocerla, cuando mi hermana me dijo que estaba ensayando con su grupo de teatro una obra así titulada me estremecí -qué imaginé ya no lo recuerdo, pero Casona me atrapó desde ese momento-) y, por supuesto, Crónica sentimental en rojo que le valió a Francisco González Ledesma el Planeta de 1984, un libro que tardé demasiado en leer (ya en la Facultad), en parte porque ignoraba que se trataba de una novela policiaca, aunque puede que llegase en el momento debido para apreciarla en toda su complejidad, en su riqueza expresiva, en cómo poner en valor un género tildado de “fácil”, “menor” o cualquier otro adjetivo que le reste méritos sin renunciar a la adrenalina, al entretenimiento, al eterno juego del rompecabezas (también es cierto que ya conocía a Vázquez Montalbán, lo que debió ayudarme a tomar el pulso a don Francisco sin titubeos ni extrañezas).
   Era lógico que aquel chaval que, sin ser consciente de ello, descubría una manera de hacer periodismo que se desdeña en demasiadas ocasiones metiendo a todo el mundo en el mismo saco (hay múltiples ejemplos a reivindicar, hay maestros de los que aprender cómo narrar lo escabroso con sobriedad, sin recrearse en los aspectos más sanguinolentos o mórbidos, sin caer en el amarillismo, sin exagerar ni reinventar, sin necesidad de titulares manipulados o directamente falsos), ese que, lector ávido e insaciable, devoraba el Pronto de cabo a rabo y consumía esos reportajes impactantes entre el delirio y el asombro (aunque ya se sabe lo que sucede con la realidad), esos relatos basados en hechos reales (así se anunciaban) que, muy posiblemente, apenas tenían semejanza con lo sucedido, el mismo que adoraba Lou Grant y fue seguidor de Página de sucesos y, muy especialmente, de la primera temporada de La huella del crimen (también de las sucesivas, pero nada como aquellos seis capítulos -con excepción de Amantes, pero al final se convirtió en película y eso que salimos ganando todos, especialmente el cine español al poder sumar otra obra maestra-), era, decía, lógico que la prosa de González Ledesma me sacudiese de la forma en que lo hizo, aún más cuando en ese momento estudiaba Periodismo y sus vínculos con la literatura llamaban mi atención, y nada mejor que la novela negra para reforzarlos y dar fruto. Y esa ha sido una de las máximas alegrías al leer Deudas del frío de Susana Rodríguez Lezaun publicada hace poco por Debolsillo: se nota para bien que su autora lleva muchos años dedicada al oficio en su atención a los detalles, en su cuidado por ofrecer descripciones precisas en las que nada pueda ser malinterpretado, en su saber dar respuesta a los interrogantes que van naciendo en el lector (no a todos en el orden piramidal que se nos exigía en las prácticas, no al principio, por encima de todo estamos ante una novela y los datos se suministran en el orden y la cantidad convenientes y precisos para que el interés no decaiga y el misterio parezca irresoluble hasta que a la autora le convenga identificar al criminal), tal vez haya quien me diga que eso son sutilezas o que sólo alguien del gremio puede captarlo, y es muy posible que esté en lo cierto, sea como sea eso no afecta en nada a cómo la trama envuelve y los personajes cobran vida, a cómo Deudas del frío es una novela con una estructura compleja que jamás desorienta y en la que cada pieza cumple con su función para que funcione una maquinaria que, además, va a tener continuidad, de hecho esta que nos ocupa es la continuación de Sin retorno, primera novela de Susana Rodríguez Lezaun, aunque puede disfrutarse igual sin haber leído aquella, incluso en algunos tramos gana en inquietud y sorpresa al no conocer sucesos previos hasta que son recordados.
   Y en esta ocasión también elaboré un cuestionario, temiendo quedarme corto, explicarme mal, confiando en la profesionalidad y años de dedicación de Susana para captar las intenciones de un colega que a veces deja la pregunta en el aire y sin formular (valga lo de “colega” si puedo seguir considerándome tal -al menos en lo íntimo, en cómo encaro mis escritos, mis entrevistas y cualquier asunto que de una forma u otra tenga que ver con el periodismo, sigo ateniéndome a determinados parámetros profesionales, sigo aplicando cierta ética, no olvido valores que deben presidir las tareas propias de este oficio-), no sé si lo hizo, el caso es que respondió con brillantez, contundencia y pertinencia, entrando en conversación y aportando contenido que, a buen seguro, abrirá a más de uno las ganas de hacerse con Deudas del frío (o puede que opten por empezar la serie por el principio), a ratos un espléndido reportaje de lo que sucede ahora mismo, por momentos un fresco con personajes reconocibles que transitan por calles, lugares y edificios que pueden ubicarse en un mapa, una crónica descarnada pero profundamente realista (uno se atrevería a decir que es un compromiso que adquiere la escritora sin poder -ni querer- olvidar la periodista que es), una vibrante que hunde sus raíces en el germen de la novela negra, es decir, la depresión, la desolación, la miseria, lo puramente social. Dejemos que sea la propia Susana Rodríguez Lezaun la que aporte algunos datos más:

   1.- Ante una novela tan compleja, sólidamente armada, con varias tramas enhebradas en torno a la principal, ante una novela tan sumamente elaborada como Deudas del frío, uno tiende a pensar que gran parte de la misma (al menos lo que hace referencia a la relación entre Vázquez e Irene, epicentro del libro) nació al mismo tiempo que Sin retorno o al menos durante su elaboración…
         Y no te equivocas. Sin retorno nació con visos de continuidad. Desde el principio me di cuenta de que la historia de David Vázquez e Irene Ochoa era demasiado intensa y compleja como para encerrarla en un solo libro, que necesitaba espacio suficiente como para desarrollar todo lo que podía dar de sí.

   2.- Toda novela negra (en cualquiera de sus variantes o posibilidades), aún más cuando nace (o parece hacerlo) con vocación de serie, con continuidad, tiene uno de sus pilares más sólidos en la figura del detective, del investigador, del personaje con el que el lector debe desarrollar complicidad y empatía. ¿Cómo nació David Vázquez? ¿Fue el protagonista desde el principio, apareció un tanto de improviso, se impuso a otros candidatos cuando la historia aún estaba en su germen?
       David Vázquez fue mi protagonista desde el principio, aunque también desde el germen de la novela ha compartido el pódium con Irene Ochoa. Podría decirse que van “a medias”, pero en ningún momento he dudado de que son ellos y sólo ellos quienes llevan las riendas de la historia. 

   3.- Se percibe un gusto por el detalle, por los mínimos gestos, por la descripción minuciosa que aporta una enorme verosimilitud a la historia y sirve, además, para que conozcamos muy íntimamente a los personajes, todo ello sin perder de vista la tensión que precisa la resolución de un crimen. ¿Cómo consigue armonizar, equilibrar y fundir en uno solo lo que, en teoría, serían estilos y formas de narrar muy diferentes?
       Hay varios puntos que me planteo como imprescindibles a la hora de escribir: uno es que el lector sepa dónde transcurre la acción y recree en su mente no sólo los lugares, sino también a las personas, e incluso sus gestos; es decir, que la novela transcurra como una película en su cabeza. La segunda condición es que quiera seguir leyendo, que el lector no quiera cerrar el libro, que desee avanzar. Creo que para conseguir que la tensión se mantenga el lector debe “ver” la historia, y no puede hacerlo si no le doy detalles. Lo difícil es conseguir el equilibrio en las descripciones, lograr que sean efectivas sin llegar a aburrir. Por eso releo miles de veces las escenas, para alcanzar, o al menos rozar, ese punto de equilibrio entre descripción y tensión narrativa.

   4.- De entre los varios hallazgos de Deudas del frío destacaría sin dudarlo todo lo relacionado con el personaje de Gabriela, siendo uno de los momentos más estremecedores (en el que cuesta reprimir las lágrimas) cuando su marido habla con Vázquez. ¿Qué puede contar sobre la creación de este personaje?
      Gabriela es muy especial para mí, y lo es porque sé que existe. No la conozco, pero es el personaje que menos me cuesta imaginar como real. Gabriela es fruto de mi propio miedo, de la angustia durante aquellos primeros años de la crisis, del temor a perder el trabajo, a quedarme sin ahorros, a no ser capaz de mantener a mi familia. La pregunta que me hacía entonces era: ¿hasta dónde sería capaz de llegar para proteger a los míos? Sé que muchos padres y madres se hacen esa misma pregunta. La respuesta de Gabriela, asustada y acuciada por la necesidad, fue dedicarse a la prostitución. Sin duda, Gabriela es uno de los personajes que con más cariño y ternura he creado, quizá precisamente por lo dura que es su vida. 

   5.- Respeta el canon más extendido de la novela negra al poner el foco en un asunto que ocupa páginas en los medios de comunicación, al usar el género como manera de escarbar en la atmósfera ominosa en que estamos inmersos, al practicar una crónica social que destila descontento, reprobación, que no duda en tomar partido. ¿Fue el escenario el que le ayudó a construir la novela o, por el contrario, éste fue encontrando su sitio mientras la iba planificando?
       Además de escritora, soy periodista, y como tal siempre tengo la vista puesta en la actualidad. Pero por otra parte, la novela negra siempre ha sido un escaparate de las miserias de la sociedad, casi por definición, este género muestra lo más oscuro del ser humano.
       Deudas del frío empezó a fraguarse en mi cabeza durante aquellas semanas en que las calles y plazas de toda España estaban llenas de personas indignadas que gritaban contra la corrupción, los recortes, los desahucios… Fue una especie de catarsis colectiva, desconocida hasta ese momento, preocupante e ilusionante a partes iguales. Ahí nació parte de la trama de mi segunda novela. Sin duda, sin crisis no existiría Deudas del frío

   6.- Puede que de alguna manera haya respondido a esta pregunta con la anterior, pero ¿es tal vez su formación y práctica periodística la que la lleva, puede que más o menos inconscientemente, a no desprenderse de la actualidad, de la realidad, de lo más cercano, a la hora de pergeñar historias?
      Por supuesto. Tengo ojos de periodista, no lo puedo evitar. Miro, observo, escucho y analizo, es deformación profesional. De hecho, cuando estaba a punto de publicar mi primera novela, Sin retorno, en la editorial me decían que mi prosa era “demasiado periodística”. Estoy convencida de que los periodistas, sobre todo aquéllos que llevan, como yo, más de dos décadas dedicándose a la profesión, vemos las cosas de manera diferente al resto de la sociedad, y cuando damos el paso para convertirnos en escritores, nuestra cabeza elabora las historias también de modo distinto. 

   7.- La nómina de personajes secundarios (tanto los más episódicos como los que acompañan al protagonista) abre muchas posibilidades a la hora de continuar la serie gracias a un dibujo preciso de personalidades y psicologías. ¿Hay alguno que pujase por cobrar más importancia de la necesaria para Deudas del frío? ¿Hay alguno al que le hubiese gustado dedicar más tiempo?
       En varias ocasiones he tenido que “robar” protagonismo a algún personaje secundario para no desviar demasiado la atención de la historia principal y para que el número de páginas no superara lo que yo considero “aceptable”. Sin embargo, hay algún personaje, como Ismael Machado o la familia de okupas, a los que me hubiera gustado dedicar más espacio. Quizá lo haga próximamente, al menos con Machado, que forma parte del elenco fijo de personajes. 

   8.- Van en aumento en los últimos tiempos las voces que (tanto entre los periodistas -ejerzan o no la crítica literaria- como entre los lectores) señalan la sobreabundancia de novela negra en el mercado, saturando a los usuarios y aún más a los que rechazan el género, es cierto (opinión personal) que se abusa de esa etiqueta para vender como tales cosas que no lo son (y ni siquiera lo parecen más allá de la frase promocional). ¿Cómo ve el panorama alguien que optó por ese género para debutar como novelista hace pocos años?
       La novela negra, tantas veces denigrada y tachada de “género menor” en el pasado, ha demostrado ser, sin embargo, una de las más demandadas por los lectores. Esto ha hecho que, efectivamente, escritores de otros géneros, algunos ya con un nombre y una trayectoria muy hecha, hayan decidido probar fortuna en la novela negra, y no siempre les ha ido bien. Hay muchos libros, como bien dices, a los que se les aplica la etiqueta de “negro” con la intención de vender más libros, cuando no lo son. Creo que eso es contraproducente para la editorial y para el escritor, porque creo que al lector le engañas una vez, pero no dos, y si le prometes algo que luego no le das, desconfiará y no volverá a leerte.
        Por otra parte, la novela negra nunca ha gozado de una salud tan buena como en la actualidad. Hay escritores nacionales e internacionales de una calidad increíble, se organizan multitud de eventos en torno a la novela negra y los últimos bestsellers pertenecen todos a este género. El lector sabe distinguir lo bueno de lo malo, lo ha hecho siempre y lo seguirá haciendo. 

   9.- ¿Se plantea escribir alguna novela sin Vázquez como protagonista (tal vez no ahora mismo, pero sí dentro de un tiempo)?
Lo estoy haciendo ahora mismo, trabajo en una novela sin Vázquez, lejos de Pamplona y de todo lo que me es conocido y cómodo. Tenía que hacerlo, lo necesitaba después de tres novelas (la tercera se publicará próximamente) con los mismos personajes. Pero volverán, eso seguro. De hecho, en mi cabeza ya asoma un nuevo caso para el inspector Vázquez… 

   10.- Como lectora, ¿quiénes son sus autores favoritos dentro del género? ¿Cuáles de ellos son sus referentes a la hora de escribir? O, de no ser ninguno de los citados, saliendo de lo estrictamente policiaco, ¿a quién citaría como influencia y/o magisterio recibido?
        Tengo que reconocer que he recibido muchas influencias literarias a lo largo de mi vida. De pequeña leía a Pearl S. Buck y a Agatha Christie, por ejemplo, pero con el paso de los años he tenido la fortuna descubrir libros maravillosos. Siento una especial reverencia por Manuel Vázquez Montalbán, que además ha tenido a bien prestarme el apellido para mi protagonista, y Gabriel García Márquez, pero recuerdo cómo me ha conmovido y removido José Luis Sampedro, cómo me asombraron las descripciones de El perfume de Patrick Süskind, o la importancia que tuvo para mí leer a Pío Baroja cuando era una adolescente, sobre todo Zalacaín el aventurero, porque descubrí que no había que irse a tierras lejanas y exóticas para conseguir una narrativa interesante.
      Citaría muchísimos autores más, y muchos actuales también. De todos aprendo algo, porque de lo que sí estoy convencida es de que, para ser escritor, primero hay que ser lector.

lunes, 24 de abril de 2017

CON H DE HUMOR







   Sí, claro, sobre el gusto siempre queda algo por escribir, es un asunto muy particular, pertenece a cada cual, se va variando con el tiempo, se suman cosas que agradan, aparecen otras muchas que se rechazan, a veces se argumenta con solidez, otras es un arrebato, un impulso, una atracción irresistible, una dentera incontrolable, nadie es más que nadie por elegir o no un libro u otro, preferir esta película o ignorar los nuevos trabajos de aquel artista. Uno tiene fama de ser muy lapidario, tremendista, a ratos desmesurado en mis afectos y desafectos, cierto es que en ocasiones dejo hablar al espectador, al lector, al receptor, que expreso mi frustración al haber pagado por una entrada y sentirme estafado, es verdad que, incluso recubierto de la profesión, ejerciendo un análisis que se pretende sosegado, ecuánime, reflexivo y reflexionado, soy capaz de recurrir al lenguaje más incendiario (siempre procurando hacer justicia con el género en sí -es decir, la crítica- y con aquellos que han tenido a bien otorgarme su confianza y esperan comentarios sinceros, propios, reconociendo filias y fobias pero intentando explicarlas o, cuando menos, dejarlas claras, que no haya intereses creados -y ocultos- que varíen el curso de mi escritura, que lo personal no invada lo artístico, que nadie pueda decir que, de una forma u otra, me limito a propagar lo que otros quieren), pero creo que esa es nuestra labor, transmitir las sensaciones experimentadas, explicarnos como lectores (en el caso que hoy nos ocupa), tender puentes hacia aquellos que también lo han probado, tal vez invitar a adentrarse en un universo literario o a abandonarlo (o ni siquiera intentarlo, depende del grado de complicidad que hayamos desarrollado con alguien y de lo que la experiencia nos dicta). Y todo viene por varios comentarios que he leído o escuchado aquí y allá al hilo de la concesión del Premio Cervantes 2016 a Eduardo Mendoza, recrudecidos y aumentados en el momento en que aceptó el galardón en la Universidad de Alcalá de Henares el pasado 20 de abril, especialmente hirientes aquellos que, simplemente, decretan que no merece tal distinción y se lanzan a enumerar a otros que para ellos hubiesen debido ser laureados, estableciendo jerarquías, haciendo pasar su querencia o predilección por baremo suficiente, mezclando churras con merinas (cada uno de nosotros lleva dentro un jurado, pero solemos recriminar a éste aquello en lo que caemos, es decir, ¿por qué Mendoza sí y no sé quién no? Más allá de los gustos de cada uno, ¿cómo comparar y escoger, así sin más, en bloque, entre el premiado este año y, por ejemplo, Fernando del Paso, su antecesor en tal honor?); hay quien se limita a unas frases rotundas y ya está, no explican sus razones (si las tienen), tan sólo resulta que fulano es muy superior a esta medianía “que no es para tanto” (y se habla de esa gloria literaria que uno no tiene claro qué es -por fortuna, así seguimos leyendo y descubriendo, asombrándonos, emocionándonos, sin obligaciones ni tributos que pagar- ni mucho menos cómo se mide), hay quien se pone a disertar con frases rimbombantes cogidas aquí y allá (también hay, por supuesto, quien es capaz de justificar y defender su postura con soltura y acierto e incluso brillantez -aunque no se comparta su argumentación o se pueda esgrimir una contraria-), ahorcándose en su propia soga porque dejan al descubierto su verdadera intención, la de creerse superiores (y algunos no tiene recato en decirlo bien alto) porque leen a autores “de mayor nivel”, se supone que de mayor calado, de más hondura, de raíz puramente literaria (¿No venimos todos del Cantar de Mío Cid? ¿Hay algo más popular y extendido que eso? ¿No es esa, ya que nos ponemos, la raíz? ¿Sólo la hay si nos ponemos exquisitos, culteranos, elitistas, si nos dirigimos a “lectores inteligentes”?).
   Eduardo Mendoza tiene un defecto para muchos, vende demasiado, gusta a los jóvenes, escribe novelas ligeras (la mayoría tienen varias capas, cada cual puede quedarse en la que le satisfaga, pero lo que prevalece es el tono irónico, burlón, a ratos sardónico, el noble deseo de que el lector se lo pase bien, suelte algunas carcajadas muy sonoras), es muy conocido, es cercano, amistoso, no se da importancia y es lo que tantos aprovechan para quitársela. Una escritura sencilla y limpia, de fácil acceso, no implica que no esté elaborada (todo lo contrario) o que el contenido sea simple, al margen de que Mendoza alterna obras de evasión con textos poliédricos y trabajados con mimo de orfebre, de hecho su debut (su esplendoroso debut) fue La verdad sobre el caso Savolta, un libro que estudiamos en la Universidad hace ya un porrón de años, su título más emblemático es La ciudad de los prodigios, incluso a la hora de hacerse con el Planeta dejó de lado a su detective sin nombre para ofrecernos Riña de gatos. Madrid 1936, El año del diluvio es una joyita, una pieza de cámara que puede leerse como un folletín (aunque breve) y que actúa en el lector a ritmo pausado, tampoco llego a comprender por qué ese desprecio hacia la serie inaugurada con El misterio de la cripta embrujada, cuando esta jocosa novela y su secuela, El laberinto de las aceitunas, ganaron muchos lectores para la causa en mis años de bachiller (efecto similar al que consiguió después Sin noticias de Gurb). Podría caer en el mismo vicio que otros y citar unos cuantos nombres de gentes que no me gustaría ver galardonados en sucesivas ediciones, autores con los que he bostezado, me he hartado, he tenido incluso que leer cómo voces consideradas autorizadas se burlaban de aquellos que reconocían sin apuros no haber sido capaces de terminar este libro o aquel, escritores que no me transmiten más que hastío, poseedores de un vocabulario inagotable al que olvidan dotar de emociones (o son incapaces de hacerlo, no sé), pero no, prefiero emparentar a Eduardo Mendoza con Elena Poniatowska, Ana María Matute, Francisco Umbral, Torrente Ballester, Sánchez Ferlosio, Ernesto Sábato, Juan Marsé, Rafael Alberti, Buero Vallejo, Miguel Delibes, claro que en el listado de Premios Cervantes quitaría a algunos para poner a otros, que hay autores que me entusiasman sólo por algunas de sus obras (tengo, por ejemplo y por no salirnos de Mendoza, un recuerdo muy etéreo y no demasiado satisfactorio de La isla inaudita, Una comedia ligera me resultó fallida en algunos tramos), por supuesto que en ocasiones no he aplaudido la decisión del jurado, pero, al menos conscientemente, jamás he atacado a los lectores de esos escritores (incluso a esos que, ejerciendo la crítica -o pretendiéndolo, incluso fingiéndolo-, acarician lomos, doran píldoras y vuelven a las mismas frases hechas para palmear con -aparente- convicción). Hay muchas razones personales (algunas han quedado expuestas) por las que uno se sintió satisfecho por el Cervantes concedido a Eduardo Mendoza, aún más al escuchar un discurso tan vívido, divertido y evocador que abrió aún más el apetito para, por fin, lanzarse de una vez por todas a la maravillosa y demasiado postergada aventura de releer Don Quijote de La Mancha, un libro en las antípodas de tantos que hoy en día se glorifican y consideran dignos de premio (de hecho, si les dejasen, el cura y el barbero lo arrojarían a las llamas y, por lo tanto, ellos mismos dejarían de existir). Perdón por haber ocupado tanto espacio, les dejo con Eduardo Mendoza:
   “No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí. Han transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para comunicarme que me había sido concedido el premio Cervantes y todavía no sé cómo debo reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora, ni en el futuro. Porque un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como por las personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de asimilar adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir que nunca esperé recibirlo.
   En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia. Pero no soy yo quien ha de explicar las razones del jurado ni menos aún justificar su decisión. Tan sólo expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles, plagiando una frase ajena, que me considero un invitado entre los grandes. En el acta que nos acaba de ser leída, se me honra mencionando mi vinculación con la obra de Cervantes. Es una vinculación que admito con especial satisfacción. He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector. Pero en mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría recordar.
   Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela. En algún sitio he leído que la presencia obligatoria del Quijote en la enseñanza no pasa de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En nuestro copioso surtido de planes de enseñanza, hubo, tiempo atrás, un curso llamado preuniversitario, coloquialmente “el preu”, cuyo programa era monográfico, es decir: un solo tema por cada materia. A los que hicimos preuniversitario el año académico de 1959/60 nos tocó leer y comentar el Quijote, tanto a los que habíamos optado por el bachillerato de letras como por el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en la enseñanza de aquella época prevalecía la educación humanística, en detrimento del conocimiento científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que inventen ellos. Las cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama Geografía. Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo. El colegio donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de ladrillo oscuro, frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la que es hoy. Por las ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada Familia tal como las dejó Gaudí, negras de hollín y felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de Literatura nos enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho, pero que me gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia entre sinécdoque, metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una composición de catorce versos a la que siempre le sobran diez. Y allí, contra aquel fiero rebaño compuesto por treinta adolescentes sin chicas que era la clase del Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre don Alonso Quijano el Bueno, no sé si en la edición de Riquer o en la de Zamora Vicente para la lectura, y en la desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.
   La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones dobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no. Hay que decir, en nuestro descargo, que en aquellos años, que Juan Marsé llamó de incienso y plomo, la figura de don Quijote había sido secuestrada por la retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalid de un imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o con Sancho, a pie o a caballo, se vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe. Pero entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer. Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con el mismo entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una tortura dividida en dos partes. Como es de suponer, de inmediato y casi contra mi voluntad me rendí a su encanto. Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don Quijote, ni sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde niño yo quería ser escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué.
   La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez, musicalidad y elegancia: “Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y, sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que ellas hallaron”. No se puede dar una información más expresiva con palabras más sencillas y una sintaxis más limpia. Cuál no sería mi entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre aficionado a la literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno, pero que era mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.
   Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto. Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una voz propia. Como tenía otros modelos literarios, de mayor graduación alcohólica, por decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce), en esa ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando todas las distancias, yo aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr mundo, tener amores imposibles y deshacer entuertos. Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé bastantes chascos, y en lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión que por mala voluntad. Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También él se equivoca en el planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería andante pero es un hijo de Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes humanas o divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan por la libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es una redundancia. Poco importa, porque “la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna”. Y por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie.
   La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que nuestro código civil llama “un buen padre de familia”. Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja. Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido publicar algunos libros que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena acogida del público. Hago un paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me pueda corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas personas. Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la contribución especial de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la primera oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra es, por supuesto, Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este acto. En aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que preside la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi juicio no lo es. Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y leído como un libro cómico. Pero los tiempos cambian y aunque el humor es el mismo, nuestra percepción de lo cómico ha cambiado. En este sentido, en la actualidad el Quijote ha perdido buena parte de su comicidad. Visto desde mi perspectiva, los episodios jocosos no son muchos ni muy variados. Hay alguno espléndido, como el de los molinos de viento, pero el resto repiten un patrón convencional: confusión y paliza. Una parodia del estilo artificioso de las novelas de caballerías y varias intervenciones divertidas de Sancho completan el panorama. Nada de esto desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi admiración, pero así pensaba yo. Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma. Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación secreta. Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera del libro, y que a partir de ese momento constituirá la esencia de lo que denominamos la novela moderna. Una forma de escritura en la cual el lector no disfruta tanto de la intriga propia del relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito.
   Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la única finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e inesperada llamada del señor Ministro me notificó que me había sido concedido este premio, y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber moral y la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas. En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos generales, satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad. Sin embargo, cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar. En lecturas anteriores yo había seguido al caballero y a su escudero tratando de adivinar la dirección que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera de ningún modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino de vuelta a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo hayamos intentado. Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma. Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le dejarán hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo. Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo soy de verdad y él un personaje de ficción.
   Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira. El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor. Hoy esto es de conocimiento general. Pero el Quijote es la primera novela moderna y el pobre don Quijote no ha tenido tiempo de asimilar los cambios que él mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer caso certificado de lector demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y así va, hasta que un mal día, en la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría de descubrirlo unos cuantos siglos más tarde, don Quijote visita una imprenta y allí descubre que en realidad es el protagonista de una novela. Y como ya no sabe qué hacer a continuación, da media vuelta y regresa a casa. Lo que tampoco sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha sido en balde. Todo personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse en ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno, pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote, hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en la fosa común de la 9 antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás un poco más.
   Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan sin saber que lo hacen. Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e inciertos. No me refiero a la política y la economía. Ahí los tiempos siempre son inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva y quizá mala, si hubiera otra especie con la que nos pudiéramos comparar. La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni traumático.
   En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros. Ocasiones como la presente entrañan para el premiado un riesgo inverso al que corrió don Quijote: creerse protagonista de un relato más bonito que la realidad. Prometo hacer todo lo posible para que no me ocurra tal cosa. Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.
   Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece recordatorios de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español… En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado. Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja. Y aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores. Muchas gracias.”