miércoles, 23 de diciembre de 2020

LA POSIBILIDAD DE LA FILOSOFÍA

 




   Si bien es cierto que, en general, uno hace continuamente memoria, que no quiere dejar en el olvido personas, hechos, lecturas, películas, canciones, sensaciones; si bien es cierto que gusta de detenerse y volver a pisar las huellas dejadas en la senda que va quedando atrás (contradiciendo de ese modo a uno de mis poetas de cabecera); si bien es cierto que en este ángulo oscuro del salón, al igual que hice anteriormente en tantos estados de Facebook, he ido y voy desgranando emociones, ausencias, nostalgias, experiencias, sentires de ayer (dicho sea en un sentido amplio, no en vano cumpliré 51 años en un par de meses); si bien es cierto que tengo muy a flor de piel, a latido del corazón, a temblor del alma vivencias/gentes que no preciso convocar porque van/están conmigo, llevo un par de meses recopilándolas, propiciándolas, recuperando algunas adormecidas y otras casi borradas (tanto consciente como inconscientemente), me gusta decir que estoy armando mi propio rompecabezas partiendo de los libros (como siempre), en realidad lo estoy reconstruyendo y, en parte, descolocándolo aún más o, al menos, encontrando el lugar que me parece más adecuado para cada pieza. Es un proyecto que aún está muy en pañales (al menos en lo escrito, en mi ánimo y en mi cabeza se va desarrollando casi sin sentir), pero que crece día a día de mil formas posibles, a veces de las más insospechadas, como ha sucedido con la novela de la que hoy quiero ocuparme: El asesinato de Platón, el espléndido nuevo título de Marcos Chicot que Planeta lanzó en octubre, su primera obra cuatro años después de ser finalista del premio que concede la editorial con El asesinato de Sócrates, ha reavivado con fuerza y hasta diría furia el año en que cursé COU, un periodo realmente significativo de mi vida, el tiempo en que cambiaron muchas cosas y, sin saberlo/pretenderlo, nacía de algún modo este tañedor de arpa, fue un año en que tomé algunas decisiones correctas y muchas erróneas (o a deshora), precipité otras aunque eso me obligó a, ahí sí, dejar a mi espalda un camino que no me apetecía volver a recorrer y seguir mi instinto, a no concederme tiempo para arrepentirme de lo que no lo merecía (aunque así lo sintiese al principio), también cometí equivocaciones estrepitosas y no es disculpa decir que no supe hacerlo de otro modo, consentí que algunos quemasen naves por mí, me escondí detrás de una máscara construida con frustración, miedo e impotencia y cuando quise zafarme de ella era demasiado tarde para frenar/evitar las consecuencias (al menos me sirvió para detectar a algunos que sólo entienden la amistad, lo que ellos llaman así, cuando vienen bien dadas o, siendo más lapidario y honesto, cuando los afectados/tristes son otros). Bueno, abandono la inmersión, no voy a desbordarme ahora, no es el lugar ni el momento, valga sólo para transmitir el contexto, el modo en que no he podido evitar vibrar con una de las lecturas más apasionantes, enriquecedoras y pletóricas de los últimos meses.

 

   Nací entre letras, leo desde antes de ser consciente de ello, amo la literatura de manera orgánica y natural, nunca se me ocurrió estudiar otra cosa que una carrera de esa rama por más que (herencia paterna) tuviese buena disposición y mejor cabeza para los números, cierta facilidad que no motivó que me atrajesen las matemáticas, la física o la química más allá de momentos concretos en que me resultaba divertido resolver problemas, despejar incógnitas, todo lo que podía compararse con un trabajo detectivesco (siempre apunté maneras, la sangre de la tía Agatha es muy poderosa). Como era una decisión que tenía muy tomada, tuve que aceptar las burlas a veces crueles de mi grupo de amigos, igualmente convencidos estudiantes de Ciencias desde el primer curso de Bachillerato, menosprecio que fue a más cuando en el tercero tomamos vías diferentes, sobre todo de quien exhibía un expediente tan brillante como el mío (perdón por la presunción, es por explicar la historia del mejor modo) pero aborrecía la literatura en bloque, renegaba de la ficción, de lo que tildaba como “fantasioso”, “inconcreto”, “especulativo” y otras palabras que ahora no recuerdo, siempre ponía el acento en que lo suyo era, como se decía entonces, algo exacto. Y tuve que aguantar su permanente enfado porque Filosofía (así como Lengua Española, pero esta le molestaba menos) fuese una asignatura troncal y común a las dos ramas, afirmaba no necesitarla para nada (a lo que yo alegaba que la regla de tres venía muy bien en la vida diaria, pero, por ejemplo, a lo de saber hallar una raíz cuadrada aún no le había pillado el chiste fuera de las aulas), estoy convencido de que habrá aplaudido (y lo seguirá haciendo) su paulatina desaparición en los planes de estudio, su ostracismo, su en el fondo eterna condición de prescindible. No es que le disculpe, pero actitudes/sinrazones de ese tipo obedecen a la manía por atomizarlo todo, por cegar los vasos comunicantes, por segregar saberes, por especializar desde la base, por desunir antes de tiempo, por no ofrecer una visión global para, después, centrar el foco en lo que cada uno necesite/disfrute/estudie; vivíamos (igual que ahora, si bien es cierto que menos radicalizados) polarizados, o se era de una cosa o de otra, no supimos aprovechar a docentes como María Ángeles Ortiz o Natividad Gutiérrez (que nunca me dio clase, pero fui mentora y amiga en la lectura) que impartían asignaturas de Ciencias pero amaban los libros, a maestras de vida como Margarita Giménez que decía que había que saber un mínimo de todo, que nada debía sernos ajeno, que explicaba de modo transversal antes de que se pusiera de moda la palabra, atravesando asignaturas y programas para que aprendiésemos y aprehendiésemos (odiaba la memorización). Y, así, regresamos a El asesinato de Platón.

 

   Precisamente era él, su obra, el protagonista de la primera unidad del programa de Filosofía que, como tanto repetíamos aquel año, “entra para Selectividad”, don Antonio Pinillos nos lo transmitió con pasión, le dedicó bastante tiempo, leímos los textos indicados con suma atención, los debatimos, nos pusimos en su piel, he recordado con honda emoción sus clases casi desde la primera página de la novela de Marcos Chicot, novela que pone el saber, la doctrina, el pensamiento platónico en su eje, es la columna que vertebra una narración prodigiosa, una recreación/reconstrucción de la época impecable, detallada, verosímil, completa, educativa y entretenida a partes iguales (en realidad, hace primar lo segundo, es uno de sus máximos aciertos, por eso consigue que aprendamos tanto, que resurjan de las brumas algunos conocimientos olvidados pero no borrados). Porque, aunque recurriendo muy poco a la dialéctica, ni tan siquiera a la retórica, siendo bastante elementales en nuestra argumentación, la frase que podía leerse en el frontispicio de la Academia platónica nos dio bastante juego (aunque no el que hubiese debido) puesto que los de Ciencias la consideraban un triunfo, un claro ejemplo de superioridad, mientras que los de Letras la desdeñábamos al quedarnos en su literalidad, al no aplicarla, al no analizarla, al no hacer filosofía: “No entre el que no sepa geometría”. Y es que se trata de eso, algo en realidad sencillo, sobre todo porque es el modo en que brota el pensamiento, en que le damos curso, y esa digamos actividad es común a cualquiera de los saberes, está en su germen, sólo así podemos dar forma a lo abstracto, qué lástima que no supiéramos verlo (que, en parte, no nos lo hicieran comprender) del modo tan fácil como lo narra Marcos Chicot: “[Platón] Cerró los ojos y se concentró en la noción tosca e imperfecta de un pentáculo que se podía adquirir a través de la representación de uno, o de miles de ellos. Después elevó su mente hacia la Idea matemática, única y perfecta del Pentáculo. Experimentó una gran serenidad con esa transición y el aire escapó lentamente por sus labios entreabiertos. No estaba imaginando algo con características físicas, estaba percibiendo el Pentáculo a través del intelecto, el órgano de percepción del alma”. Así es cómo nos transmite/inocula el autor la filosofía en su más pura esencia, con facilidad, con un afán didáctico que es el mejor sostén para una narración vibrante, apasionante, cautivadora, despertando las ganas de desempolvar los libros de aquel tiempo, de recuperar el interés, el entusiasmo por la filosofía, de darle la posibilidad de ser, de llevarla a cabo, de ponerla en práctica.

 

   Porque esa era/es otra, incluso los convencidos (o, al menos, los que sentimos cierta querencia, los que la estudiamos) utilizamos lo de “hacer filosofía” o “filosofar” con tono peyorativo, quitándole importancia, como sinónimo de desbarrar o echar balones fuera, cayendo en el estereotipo, negándole su verdad, su pertinencia, su necesidad, su posibilidad, volvemos de nuevo a algo que está muy presente en la novela, no en vano era uno de los fundamentos del pensamiento platónico, que la filosofía se aplicase en la vida diaria, en el gobierno, en la convivencia, que no se entendiese como algo utópico, que lo ideal (que no idealizado) tomase forma en reyes filósofos que fuesen justos y propiciasen la paz. Y su creencia en que eso podría llevarse a cabo en Siracusa proporciona una de las fascinantes tramas que conforman esta novela que se bebe como tal, a lo que no le sobra ni una sola de sus más de 900 páginas, pero que es al mismo tiempo un sublime libro de Historia, un impagable tratado de filosofía, algo que ya nos tiene acostumbrados Marcos Chicot con sus dos anteriores “asesinatos”, el ya mencionado de Sócrates y el de Pitágoras que inauguró esta peculiar serie hace casi ocho años. Es lógico colegir que estos títulos están relacionados entre sí, especialmente este que ahora nos ocupa con el que quedó finalista del Planeta (Sócrates fue el maestro de Platón), comparten personajes, pero pueden leerse, comprenderse y vibrarse de manera independiente, El asesinato de Platón se explica por sí misma, no precisa de su antecesora (aunque quien los lea en orden tendrá algún que otro regocijo extra). Y, de nuevo, la palabra “asesinato” se usa como metáfora (aunque, por desgracia, haya sido/sea más real de lo deseable, de lo que nos deberíamos permitir) porque de lo que se trata es, volvemos a ello, de negar la posibilidad a, en este caso, la doctrina platónica de desarrollarse, de coartarla, de impedirla, de, como sucede ahora, dejar de explicarla, de transmitirla, de leerla, de acudir a sus enseñanzas, de borrarla de un plumazo de los planes de estudio. Por eso, entre otras muchas cosas, es tan loable el empeño de Marcos Chicot para recuperarla, el talento para contarla de un modo ameno, absorbente, magnífico, devolviéndole su valor, su lugar, lo que nunca debió dejar de ser: “La filosofía no debería ser peligrosa… (…) No, es todo lo contrario: si eludiera los peligros no sería una verdadera filosofía. Y entonces no tendría la capacidad de cambiar el mundo”.

 

   Eso es algo que piensa el filósofo en la novela, pero se percibe que también lo sostiene el autor, es fácil captar su entusiasmo (y contagiarse del mismo) cuando se comparte un encuentro que ya le hubiese gustado a uno en aquel tiempo evocado/revivido al calor de El asesinato de Platón. Comandados por mi Pepa Muñoz, los del club de lectura asistimos a lo que fue una charla apasionada y apasionante sobre filosofía (es decir, sobre el amor por la sabiduría, etimológicamente hablando), encuentro que pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros en el siguiente link https://www.youtube.com/watch?v=I2kwtLRYSV4 y en el que, una vez más, el autor nos dejó con la boca abierta. Entre otras cosas porque, sin despegarnos del método platónico, nos hace mirar a la realidad y no a las imágenes parciales o incompletas, por no decir a los mitos, porque habla de los muchos pros de una civilización que posibilitó la proliferación de mentes como la de Platón sin olvidar sus muchas sombras, las mismas que el propio pensador trata de despejar y disolver cuando afirmaba que “en lugar de la retórica y la persuasión, deberían gobernar la razón y la sabiduría”, aunque era consciente de que “aquel ideal era un sueño del que la democracia ateniense estaba demasiado lejos”. Porque aquella democracia de la que tanto queda todavía por aprender y aplicar era imperfecta, era para unos pocos, y aquí no se trata del masculino genérico sino de que las mujeres no contaban, salvo para Platón: “Platón dice en “La República” que a las mujeres debe ofrecérseles la enseñanza de la música, la gimnasia y las artes que conciernen a la guerra, y también que debe tratárselas del mismo modo que a los hombres. Sin embargo, Atenas dista mucho de la ciudad ideal en la que eso podría ocurrir”, así se lo recuerda, vestida con una túnica masculina, Axiotea a Altea, la gran protagonista femenina de la novela, una mujer a la que el maestro pone a dar clase en la Academia con el consiguiente revuelo (por no decir algo peor) de quienes se sienten amenazados/menospreciados por este gesto revolucionario, por esta posibilidad hecha realidad que algunos reciben como una afrenta, como un peligro, como un ataque, porque, como le dice a Platón su sobrino Espeusipo, “una idea escrita en un papiro resulta menos amenazante que una mujer subida en una tarima para darte lecciones. (…) Además, muchos admiran tus obras a pesar de lo que dices sobre las mujeres, no gracias a ello”.

 

   Las vicisitudes familiares de Altea se entremezclan de manera asombrosa con los conflictos políticos, con la guerra, con la doctrina platónica, anudando saberes con hechos, tomando aliento tanto de la epopeya como del teatro (los apartes de los personajes, lo que piensan, lo que ocultan, lo que sólo dicen para el lector son muy significativos, definitorios y en ocasiones definitivos). Deja sin aliento (y sin adjetivos) la tarea titánica asumida por Marcos Chicot y, sobre todo, los resultados alcanzados, la calidad de la prosa, la ingente documentación manejada que no es una losa (como tantas veces sucede) sino un trampolín para que la emoción se dispare, inyectando tensión en los momentos en que la acción parece/podría detenerse, construyendo, en definitiva, una de esas novelas que, por diversas razones, se convierte en libro de consulta, en fuente a la que acudir, en justicia debida a lo que uno no supo apreciar cuando era joven y, sobre todo, inmaduro (si es que ahora ha alcanzado alguna madurez), en pedorreta literaria y honda a quien le quiso hacer sentir inferior, en imbricación imprescindible de los diferentes saberes que, a la postre, son uno con muchas ramas; demos la palabra a Altea, quien expone con claridad las enseñanzas platónicas: “(…) quien pretenda ser filósofo debe consagrarse a la ciencia de los números y el cálculo. Y no hacerlo de forma superficial, sino hasta que por medio de la pura inteligencia llegue a conocer la esencia de los números. Su objetivo no es servirse de esta ciencia en las compras y en las ventas, como hacen mercaderes y negociantes, sino facilitar al alma el camino que debe conducirla desde la esfera de las cosas perecederas hasta la contemplación de lo inmortal e inalterable”.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

SANGRE EN LAS CALLES (Y EN LAS PÁGINAS)

 




   La oferta de las diferentes plataformas que ofrecen contenido audiovisual abunda en documentales de muy variados tonos, estilos, asuntos, pelajes, pero entre las casi infinitas posibilidades se han convertido en estelares (y exitosos) los dedicados a crímenes reales, bien a aquellos que siguen sin resolverse, bien a los que provocaron un enorme revuelo mediático (antes incluso de la aparición y/o colonización sufrida por las redes sociales), bien a los especialmente truculentos, a los de tintes (y resultados) políticos, a los cometidos por una digamos personalidad inquietante y en muchos casos también fascinante, hay, como suele decirse y no resulta exagerado, una opción para cada espectador. A quien fue lector precoz de novela policíaca, de intriga, con asesinatos de por medio, género negro y demás derivados (evolución lógica al estar familiarizado desde pronto, por más que adaptados al público infantil/juvenil, con estos asuntos -y tanto podríamos recordar a Los Cinco y Los Tres Investigadores como las aventuras de Scooby Doo-), le atrajeron pronto aquellas historias que parecían sacadas de los libros y, sin embargo, eran reales, de ahí el pavor que me causaba la creo que llamada Galería del Terror del Museo de Cera, toda una impresión para mis seis o siete años, no más tenía la primera vez que fui (y ahí no valía aquello de “no pasa nada, es sólo una película”, mantra de nula efectividad porque seguía temblando con la serie Tensión -pero no me perdía ni un capítulo- o títulos como Psicosis en Sábado Cine), pasándolo mal pero irresistiblemente atraído por el misterio; así fue cómo conocí a Landru, El Lute o lo sucedido en el expreso de Andalucía en 1924, en forma de estatuas de cera que, con el tiempo, daban más miedo o mal rollo (y mucha risa) por sí mismas que por lo que o a quien se supone representaban (en la mayoría de las ocasiones, encontrar cualquier parecido con las personas reales requiere un gran ejercicio de imaginación). Piensen que, además, tenía diez años y un mes de agosto por delante cuando fueron asesinados los marqueses de Urquijo, leí todo lo que caía en mis manos queriendo vivir de primera mano algo similar a los peligros que afrontaban mis héroes ya citados y otros similares, creo que aquellos reportajes repletos de detalles a veces escabrosos por no decir impúdicos atendiendo a lo que aprendería con el tiempo en la asignatura Ética y Deontología Profesional me condujeron sin remisión ni oposición a las novelas de la tía Agatha y todo lo que ha venido después. Como pretendía decir antes de dejar manar la verborragia habitual, mi interés por los crímenes reales (si bien es cierto que como documental/serie o como lectura, no sigo programas especializados en sucesos, esos con el amarillismo por bandera, esos en los que tantas veces pisotean los fundamentos del que siempre consideraré mi oficio, esos en los que abundan vocingleros dizque expertos que abochornan a los grandes nombres que dignificaron estas informaciones), retomo antes de volver a irme por las ramas para concluir que mi predilección por estos programas es anterior a que proliferasen del modo en que ahora lo hacen y la máxima responsable es aquella magnífica serie que TVE emitió los viernes por la noche (hablo de su primera temporada, la de 1985), la grandísima producción de Pedro Costa conocida como La huella del crimen (por cierto, en la segunda, en 1991, hubo un episodio dedicado al crimen del expreso de Andalucía antes citado).

 

   Con estos antecedentes y presente como espectador y lector (y más aún para los leales a este ángulo oscuro del salón) no les extrañará nada que me haya lanzado casi como un poseso a la lectura de una novela de la que, además, tenía excelentes referencias puesto que obtuvo en 2008 el Premi Crims de Tinta y ya había sido publicada, un título que Alianza Editorial recuperó hace unos meses: La mala mujer de Marc Pastor con traducción de Juan Carlos Gentile Vitale. El personaje al que se hace referencia con ese epíteto es Enriqueta Martí, la tristemente conocida como “La Vampira del Raval”, proxeneta de menores (incluidos niños de muy corta edad), secuestradora y considerada asesina en serie, un personaje sobre el que pocas cosas han podido confirmarse/demostrarse a ciencia cierta, un personaje con penumbras y contornos difusos que permiten que, apoyándose en lo publicado en la época, la ficción complete el retrato que puede hacerse de quien sembró el terror en la Barcelona de principios del siglo XX. Y esa atmósfera de leyenda que se presiente/teme como real, de rumor preñado de miedo, ese susurro de advertencia que no osa aumentar su volumen para no llamar la atención, esa sospecha perenne que no da tregua y que asola las calles, ese ambiente enrarecido y ominoso que se adueña de los corazones es el que Marc Pastor convoca desde las primeras líneas, arrojando al lector literalmente (nunca mejor dicho) al cráter de un volcán en plena erupción, dando a un narrador (o narradora) inquietante, poseedor (o poseedora) de una prosa directa, hechizante, inflamada, viscosa, supurante, un alarde que el autor mantiene a lo largo de toda la novela sin perder pulso ni efectividad, prosa hemoglobínica, humorosa, visceral, envolvente, irresistible, poderosa: “Ahora soy una voz en tu cabeza. O la plegaria de alguien a quien amas al borde de la cama, o un compañero de estudios que no sabe leer en silencio, o un recuerdo desenterrado por un olor. Soy hombre, soy mujer, soy viento y papel; un viajante, un cazador y una niñera (el rey de la ironía); quien te sirve la comida y quien te da placer, quien te apalea y quien te escucha; la bebida que quema la garganta, la lluvia que te cala los huesos, el reflejo de la noche en una ventana y el llanto de un recién nació antes de ser amamantado”. Narrador (o narradora), como es fácil comprender, más omnisciente imposible, pero también podríamos decir omnipresente porque, aunque no sepamos con qué rasgos físicos, aunque tan pronto intervenga en el diálogo como se limite a observar, aunque parezca haberse esfumado a ratos, impregna cada página, cada palabra, cada acción de los personajes porque, como anuncia a continuación de lo reproducido en la cita anterior, “Yo lo soy todo y puedo estar en todas partes”.

 

   Este narrador (o narradora) tan versátil, tan maleable, tan incontenible, permite a Marc Pastor romper la cronología, variar de punto de vista, trocear la narración, hacerla caleidoscópica sin que eso suponga confusión a no ser que ese sea el efecto pretendido para, en un momento dado, sorprender al lector, despistarlo tanto como lo están algunos personajes. El modo en que el autor nos presenta el rompecabezas es asombroso porque, aunque se vaya completando, aunque las piezas encajen, nunca lo vemos ordenado, siempre hay un nuevo quiebro, un nuevo giro, el terreno es resbaladizo, pantanoso, nunca estamos seguros/a salvo, Pastor nos traslada a una época rebosante de ambigüedades, insegura, terrorífica en muchos aspectos, la reconstruye con enorme viveza, con palabras cinceladas y de múltiples aristas, acorde con lo que describe, con lo que nos hace vivir: “Hay quien vive a gusto en tiempos convulsos, con sangre en las calles, porque les permite escabullirse entre la violencia y beber de ella a placer. En La Rosa de Fuego todo el mundo va a la suya: unos procuran tener manduca que llevarse a la boca, otros se llenan los bolsillos y hacen ostentación de ello; mendigos que duermen en una taberna porque no tienen una mala cama donde caerse muertos, ricos que viajan a San Sebastián para darse un baño medicinal en la playa; hay quien no habla con nadie por miedo de que se descubra su secreto, hay quien lo cuenta todo buscando compañía”. Y ese narrador (o narradora), personaje inevitable, que se piensa más en masculino aunque sabe que la mayoría de la gente se refiere a él en femenino (“que si la Dama, que si la Gran M., que si la Inexorable”), se siente como pez en el agua, se adueña de todo y todos, también de la novela: “Son tiempos en que paseo, visible, por las calles de una ciudad entregada a mí, y entro en mil cuerpos ansiosos por gustarme. Recojo almas a montones, sin fijarme en nombres ni en caras. Judíos pasados a hierro o monasterios en llamas. La sangre y el fuego crearán el hollín con que Barcelona se maquillará de nuevo para volver a ser vieja. La renovación como último paso, el aquí no ha pasado nada pero ahora todo es diferente hacen de la ciudad una mujer más sabia y, no obstante, más dolida”. Es Barcelona la gran protagonista, escenario y corazón, la conocemos físicamente y (a)moralmente, en sus sonidos, en su frío, en sus olores, en sus tufos, en su sordidez: “Barcelona es una vieja dama de alma desgarrada que ha sido abandonada por mil amantes, pero no quiere reconocerlo. Cada vez que crece se mira en el espejo, se ve cambiada y renueva la sangre hasta llevarla al punto de ebullición. Como el capullo de la mariposa, por fin, estalla”.

 

   Hay alguien empeñado en resolver el escabroso asunto de las desapariciones de niños, de su uso y abuso, de sus muertes, ese caso que algunos niegan sea tal, esos crímenes que a tantos no interesan porque o bien se benefician de ellos o porque las víctimas son criaturas condenadas desde la cuna, porque la crueldad se ceba con los considerados miserables, los que sobran, los que no importan, los que ni se consideran ciudadanos; hay alguien que presta atención a los llantos de las madres, un policía que no quiere regresar a su casa, que se implica personalmente, que no entiende otra manera de afrontar su trabajo, que se entrega más allá de cualquier consideración: “Moisés Corvo es un perro: nadie mea en su territorio. Y si esto comporta empalagar de olor a orina todo el barrio, no tiene ningún inconveniente. Ya hace tiempo que Moisés Corvo dejó de ser un porra, un policía de calle, de carne de cañón, de venda en los ojos y un sí, señor en los labios, para convertirse en el sabueso que es ahora”. Es un policía que no se conforma con el silencio, con la negativa, que va más allá de la fabulación que tantas veces supone el mejor camuflaje para el crimen, que destruye los velos de la leyenda, de lo diabólico, de lo inexplicable, que sabe con quien se juega las cartas, que le tiene bien tomado el pulso, por eso el narrador (o narradora) le tiene en alta consideración: “Supongo que es por eso que me agrada Corvo: nos conocemos tan bien que, cuando me mira a los ojos, sé que me entiende. Me respeta, pero no me toma demasiado en serio, y eso me hace sentir a gusto, porque no siempre soy bienvenido en todas partes, y no suelo intimar con nadie”. Con una ironía punzante, con sumo verismo, pero manteniendo un equilibrio digno de encomio, sin recursos facilones ni truculencias innecesarias, Marc Pastor da voz a este narrador (o narradora) que se camufla pero no se esconde, que maneja los hilos sin pudor ni piedad, que hace un retrato hiperrealista de la maldad, que nos deja temblando, espantados, que nos ofrece una ficción tan cargada de verdad que nos sobrecoge incluso días después de haber concluido la lectura: “En Barcelona se han seguido produciendo muertes violentas, prácticamente a diario. (…) Pero tanto para los policías como para mí, no nos engañemos, es rutinario, una serie de trámites colocados en fila india que hay que ir cumpliendo: el levantamiento del cadáver, la identificación, el informe de la autopsia y el archivo del caso. Papeleo, yo ni los miro, pobre gente, tanta prisa por acabar como si del otro lado hubiera algo mejor. O hubiera algo, simplemente”. Novela furiosa y arrebatadora, estremecedora y magnífica, un auténtico descenso a los infiernos (tangibles e intangibles).

sábado, 5 de diciembre de 2020

SABER VER LO QUE AÚN NO EXISTE


 



   Estoy convencido de que el propio Javier Moro me permitirá que empiece este texto hablando de su tío Dominique Lapierre, así se lo prometí durante el encuentro que mantuvimos vía Zoom hace unas semanas, una de esas oportunidades deliciosas que auspicia mi Pepa Muñoz para que los del club de lectura diseccionemos junto algún autor o autora su última criatura y que ustedes pueden encontrar íntegro en el canal de YouTube de Locura de Libros (https://www.youtube.com/watch?v=tey3cMGsXtA&t=20s). Cualquiera que conozca un poco la trayectoria, la obra, la persona, estará al tanto del cariño, el respeto, la admiración que Javier nunca ha ocultado por quien, más allá del vínculo familiar, es su máximo referente, su maestro, su espejo profesional tal y como lo demuestra en cada aventura literaria, no en vano la recién llegada a las librerías (fue publicada por Espasa en los últimos días de octubre), A prueba de fuego, arranca con una dedicatoria que lo dice todo: “A mi tío Dominique, que sabe la alegría de trabajar en equipo”. Los leales a este ángulo oscuro del salón están enterados de que llevo un par de meses recopilando recuerdos, acometiendo relecturas, empezando a armar el puzle de mi vida a través de los títulos que me han marcado el camino, que me han construido, también, por supuesto, de esos autores que han sido providenciales, imprescindibles, sin los que no sería quien soy, no escribiría este blog del modo en que lo hago, no leería como leo, es decir, poniendo alma, corazón, pasión y entrega, devoción y vocación desde niño, por encima de todo llámenme lector, lo demás importa poco; antes de dejarme llevar por la verborragia (como es habitual), quería decir que estoy convencido de que en ese recorrido que apenas ha dado sus primeros pasos llegaré a Dominique Lapierre, pero me apetece anticiparme y dejar aquí huella de la muy profunda que él ha horadado en mi ánimo, en mi talante, en mi personalidad lectora y vital, de lo mucho que le debo y así, de algún modo, empezar a glosar y celebrar la (como no podía ser de otro modo) magnífica, apasionada y concienzuda investigación que Javier Moro ha llevado a cabo para alumbrar una apasionante novela que recupera/da a conocer la figura y la obra del arquitecto valenciano Rafael Guastavino, aquel del que se llegó a decir que inventó Nueva York en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

 

   Conocí a Dominique Lapierre antes de leerle, me llamó la atención un libro en que andaba enfrascado mi hermano, grandes letras en negro y en minúscula (todas) anunciaban que se trataba de El quinto jinete, la ilustración de portada era muy llamativa (se trataba de Los cuatro jinetes del Apocalipsis debidos a Peter Cornelius), la contraportada repetía el título con la misma grafía pero a un cuerpo menor y en rojo, con el mismo color se destacaban obras anteriores de los autores (¿Arde París?, Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertad, …O llevarás luto por mí) y se anunciaba que se trataba de “un prodigioso suspense de treinta y seis horas, en que se decide la suerte de la mayor ciudad del mundo” (antes de que alguien vuelva a atribuir la precisión de los datos a mi dizque prodigiosa memoria -no lo es tanto como parece, si bien es cierto que siempre ha sido muy generosa y pródiga-, les comunico que tengo el libro aquí, al lado del teclado y del de Javier, por la actividad de esos círculos que tienden a cerrarse cuando menos lo esperamos he recuperado el otro día un ejemplar similar al que perdí por un préstamo hace mucho tiempo). Acompañaba a estas y otras palabras que no reproduzco por hacer el cuento un poco más corto un retrato de quienes firmaban la obra, es decir, Dominique Lapierre y Larry Collins, y no exagero si afirmo que sufrí un flechazo con ambos, aún era pronto para poder asumir/comprender lo que escribían, pero se estableció una corriente de simpatía y una necesidad que fue creciendo hasta que, unos años después, alguien que no me apetece nombrar ahora me regaló El quinto jinete y justo al año siguiente La ciudad de la alegría, el primer título que publicó Dapierre tras poner punto final a su exitosa colaboración con Collins (se reencontrarían tiempo después en ¿Arde Nueva York?, pero eso ya es otra historia que no viene al caso). Sería la edad (llegó al tiempo que mis 16 años), el momento efervescente, la humanidad que desborda en cada página, la vida que late en cada palabra, indudablemente fue su grandeza, su emoción, la entrega del autor, el caso es que, aunque disfruté como un loco con El quinto jinete (que, por cierto, quiero releer en breve ahora que ha regresado a mí), La ciudad de la alegría me traspasó, me noqueó, me entusiasmó, me atrapó, me rendí incondicionalmente a Lapierre, fue él el responsable (y empezar a estudiar Periodismo) de que buscase algunos de sus trabajos anteriores (y le admirase más -también a su compañero en lo que a sus obras en común se refiere-), desde entonces fui reuniendo su producción, atento a cualquier novedad. Y todo eso no hizo sino aumentar hasta alcanzar proporciones astronómicas cuando tuve el inmenso placer de conocerle, de asistir a una conferencia que impartió en la Facultad, de aplaudirle, celebrarle, saludarle (tuvo tiempo para todo el mundo), darle las gracias, estrechar un vínculo que se mantiene muy vivo y he ido reafirmando con lecturas y relecturas (y las que me quedan). Lo que más admiro (como lector y como periodista) de Dominique Lapierre es su minuciosidad, la ingente documentación que maneja para que todo lo narrado sea lo más cercano posible a lo sucedido, documentación que no pesa porque la procesa, la transforma, la sirve a través de datos fundamentales sobre los que erigir su obra, son cimientos sólidos que le permiten recrear/reconstruir momentos/épocas con infinita verosimilitud, con talante y talento de reportero, con meticulosidad de historiador, con aliento de novelista. Y estas bondades, estas cualidades, estas facultades también las posee su sobrino Javier, junto a él aprendió a desarrollarlas, con él investigó durante muchos años, juntos firmaron la a ratos escalofriante Era medianoche en Bhopal; con estos mimbres y sobre esta base, con ese ejemplo/magisterio por bandera, Javier Moro ha desarrollado una carrera propia que, aunque tiene muchos puntos en común/de conexión con la de su tío, no debe verse como una prolongación, un reflejo, mucho menos una copia, sino como una nueva demostración de las veces en que un discípulo alcanza a su maestro.

 

   A prueba de fuego resuelve un misterio, en realidad va más allá porque para muchísima gente (empezando por un servidor) el nombre de Rafael Guastavino no dice nada, incluso aunque se conozca parte de su obra (en demasiadas ocasiones, por no decir en la inmensa mayoría, no nos preocupamos lo más mínimo por saber quién fue el autor de un edificio que admiramos, no digamos de aquellos ingenios que nos hemos acostumbrado a ver como parte del paisaje). Puesto en la pista por la espléndida editora Ana Rosa Semprún (quien en su momento le animó a escribir la historia de Anita Delgado), Javier Moro se lanzó a investigar, a empaparse todo lo posible (y lo imposible porque había muchos paréntesis sin rellenar, muchos puntos suspensivos sin continuar), a rastrear los pasos de un arquitecto prácticamente desconocido cuando su huella es aún notoria, no sólo en Nueva York, en España también hay testimonio de su ingenio, su osadía, su talento natural, su intuición, su poner en práctica lo que sencillamente sabía que era posible, sin fórmulas ni tecnicismos, el empirismo era su firma, demostraba que se podía hacer haciéndolo, como en un momento dado le hace decir Javier Moro en la novela, “la arquitectura es un esfuerzo de la imaginación, ver lo que aún no existe con mayor claridad que lo que se tiene delante”. El mayor hallazgo hecho durante la labor de documentación se convierte en el mejor hallazgo para levantar la novela: las cartas de algunos de los personajes reales que descubren aspectos insospechados o erróneamente transmitidos, cartas que imprimen vida y verismo a lo que se narra, que permiten a Javier tomar voces distintas para dar la visión más poliédrica posible de Guastavino, para acercarse a él desde una perspectiva íntima, familiar, cercana, humana y, además, encontrar al narrador perfecto para que el conjunto gane tanto en fluidez como en efectividad, llegue al lector como una especie de confidencia, a ratos como una confesión: es Rafael Guastavino hijo quien la escribe. “Es el primer libro que hago en primera persona, eso es algo que te involucra más”,  y lo cierto es que de esa manera también consigue que nosotros lo hagamos desde las primeras líneas, no se puede desoír a quien está dispuesto a abrir su corazón, a llevar a cabo un retrato nada amable en el sentido de que no le glorifica: las sombras son tantas como las luces, más abundantes en realidad sobre todo en lo personal, por otro lado, como reconoce Javier, “nada más difícil que escribir sobre un santo”, indudablemente son las imperfecciones las que nos definen y humanizan.

 

    Todo ese trabajo fue prácticamente empírico. No tenía la sanción técnica necesaria, mas ¿cómo era posible tenerla? El espesor de las bóvedas se determinaba por intuición y experiencia, como un herrero decide el tamaño de las piezas que fabrica, o un buen marino el grosor de la soga o un aparejo. Pero ¿es esa una actitud científica? ¿Puede haber alguna garantía basándose solo en la intuición y en la experiencia?”. Así es cómo Javier Moro evita caer en una jerga puramente arquitectónica que sólo un entendido en la materia pueda seguir, dando la palabra a quien, como se ve, tampoco es capaz de explicarlo pero sí de ejecutarlo, eso es lo que importa, eso lo que permanece, eso que contemplamos y admiramos, un genio natural al que muchos veían como un visionario, como un iluminado, alguien que inspiraba poca confianza a pesar de lo demostrado, a pesar de ser apoyado por nombres de indudable prestigio en la época, así intenta razonarlo el también pionero (pero más apegado a las mediciones previas, a la posibilidad de traducir a cifras sus creaciones) Stanford White en un momento dado: “Es que parece un milagro que la forma tan fina que se consigue con los ladrillos sea capaz de soportar tanto peso. Y los milagros no venden bien en este mundo”. Milagros tangibles, algunos pueden verse en la estupenda selección fotográfica que acompaña al volumen, milagros cuya construcción Javier Moro sabe transmitir con nervio, con tensión, con dudas, como si no se conociese el final, llevando de la mano al profano para que nunca se sienta perdido, haciendo tan emocionante la imprescindible y lógicamente extensa parte arquitectónica como la personal, esa que ha ido entresacando del material epistolar que uno de sus descendientes conserva, “sin las cartas no me hubiera atrevido a escribir la novela”, en ellas encontró el corazón de la misma y, del mismo modo y nunca mejor dicho, cimientos firmes que soportan toda la obra, un nuevo triunfo de Javier Moro que merece saldarse con, al menos, éxito parecido al de anteriores títulos.